Por Juan Luis Berterretche.
“Si experimentamos la arquitectura como comunicación, si como Barthes insiste la ciudad es un discurso y ese discurso es en verdad un lenguaje, entonces tenemos que dar atención a lo que está siendo dicho, en particular porque es típico absorber esos mensajes en medio de otras múltiples distracciones de la vida urbana” David Harvey
Vivo en Moçambique, al norte de la isla de Santa Catarina, entre arenales, dunas, el morro de las Arañas y a minutos del mar, a casi dos horas del centro de la ciudad. Cuando voy al casco de Florianópolis tengo que ordenar mis tareas de manera de estar allí lo menos posible. Pero el viernes pasado me quedé con tres horas puente entre una cita y otra. ¿Qué hacer en ese tiempo, en medio de un calor impío? Con la candidez que me caracteriza, luego de repasar las opciones decidí entrar en un shopping y sentarme en alguna butaca a leer. Traspuse la puerta del shopping Beiramar y la refrigeración me brindó una primera impresión agradable. Pero de inmediato tuve el embate de la irracional estética navideña, con la que aún no me había enfrentado porque hace años que no veo TV.
La sorpresa mayor la tendría en el hall central donde siempre se monta un ostentoso escenario navideño. El de este año se compone de varios ángeles incorpóreos con sus cuerpos sugeridos por armazones de alambre, tocando enormes trompetas apocalípticas y cambiando de color por medio de luces que los enfocan desde el piso. El toque simpático en la escena son los animales mecánicos que realizan movimientos repetitivos. Ardillas que surgen de un piso cubierto de nieve y de inmediato se retraen. Ciervos y alces que mueven sus cabezas con tanta naturalidad como Lady Gaga. Y otros varios animales del hemisferio norte con movimientos maquinales. El fondo del escenario es un formidable árbol artificial de navidad con infinidad de luces que cambian de color. Y frente a una pequeña platea para apreciar el “espectáculo”, donde sería el lugar de la orquesta en un teatro, hay un lago simulado con varios chorros verticales que suben y bajan asumiendo matices diferentes. Todo se mueve al compás de música de trompetas. La de los ángeles, supongo.
En 1966, con su libro Arquitectura de la ciudad, el italiano Aldo Rossi nos mostraría la multifacética silueta de las ciudades modernas, que pueden abordarse desde distintos puntos de vista: desde la antropología, la psicología, la geografía, el arte, la novela, la economía, la política. Su crítica al “funcionalismo ingenuo” -tomada de T.W. Adorno- lo llevaba a afirmar que “las formas no son directamente el resultado de las funciones, sino que van mucho más allá de las estrictas funciones”. Años más tarde ampliará este concepto diciéndonos: “los lugares son más fuertes que las personas, el escenario más que el acontecimiento.”
Si entendemos entonces la ciudad y sus mensajes como un lenguaje, como un instrumento de comunicación simbólica, esta “inocente” escenografía del shopping nos envía un fuerte aviso: verdaderas navidades son las del norte. Sin nieve, sin ardillas, sin alces, se obtiene una navidad de “segunda”. Sirve para reiterarnos un alerta de subordinación a la cultura consumista del imperio.
Roland Barthes dijo, a fines de los cincuenta, que el automóvil es el equivalente en nuestros días de las grandes catedrales góticas. Cuando él hizo esta afirmación aún no habían surgido los shoppings. Estos espacios maravillosos, prototipos ideales de lo que se pretende que fueran las ciudades -limpias, luminosas, seguras, con servicios eficientes atendidos por gente joven y bonita-, son las verdaderas catedrales del presente. No quieren “ser parte de la ciudad, sino su equivalente y sustituto”, como nos dice Jameson al describir el Hotel Bonaventura de Los Ángeles. Son los templos levantados para glorificar la mercancía donde nos sentimos protegidos mientras cultivamos el dudoso gusto por las necesidades ficticias. Aspiran a ser “un espacio total, un mundo completo en sí mismo, una especie de ciudad en miniatura” donde toda la experiencia humana se reduce a consumir.
Y cuando hablo de consumir me refiero a nuestra actual cultura consumista donde la publicidad se consagra a la producción de necesidades y deseos, a la movilización de la apetencia y la fantasía, para mantener en el mercado de consumo una demanda capaz de conservar la lucratividad de la producción capitalista en decadencia. Aún en el caso de aquellos productos aptos para satisfacer necesidades humanas vitales -como los alimentos- es forzoso que sean portadores de algún valor emblemático que incite la fantasía, el capricho o los impulsos veleidosos, porque el mercado de consumo es activado por la imagen y esta es movilizadora de apetitos imaginarios.
En la arquitectura de los shoppings las coincidencias formales son mayores que sus diferencias. Espacios sin ventanas al exterior (las vidrieras cumplen esa función) para separar la miniciudad ideal de su entorno y para que las personas no se distraigan de las sugerencias que se les hace desde los comercios. Escaleras mecánicas y ascensores transparentes que subrayan el paseo narrativo “simbolizado, cosificado y sustituido por una máquina que transporta, y que se convierte en el significante alegórico del antiguo deambular” (Jameson). Y en cada comercio un estilo distinto creando un collage de estéticas del pasado “canibalizadas al azar”, muy estimulantes.
Los shoppings, esa gran creación de esta época, intentan inyectar un optimismo vacío a la ciudad. Y convocan al público a comulgar entusiastamente con las más sofisticadas fetichizaciones de los objetos. Y lo más importante, contribuyeron a una recomposición radical del imaginario colectivo: utilizando una híperretórica de la imagen condujeron hacia una negación total del sujeto y una glorificación absoluta de la mercancía.
Mientras observaba el espectáculo pobre en calidad y creatividad que intentaba simbolizar la fantasía urbana de unas “Felices Navidades” subtropicales y sentía las expresiones de admiración de los espectadores de ese trivial juego de luces, aguas y sonidos, meditaba sobre el misterio de esa subordinación colectiva que se arrastró por cuatro décadas.
Luego de encontrar una butaca alejada de la escenografía navideña, sentarme, y abrir el libro de cuentos de Patricia Highsmith, que pretendía me aislara del entorno mercantilista, me di cuenta de que el confuso y penetrante ruido del shopping me impediría disfrutar de la lectura. Huí de allí, y en una acogedora placita de la rambla, en un banco a la sombra de un jacarandá y frente a la bahía norte, me dispuse a retomar la lectura. Pero antes disfruté del entorno natural y del privilegio de vivir en una época donde las rebeliones populares se encienden en quinientas ciudades del planeta.
Tali Feld Gleiser realizó la corrección de este artículo
06 12 2011
Santa Catarina
Brasil
mesmo assim com após ler essa maravilhosa retórica anti – shoppingniana eu desço de meu amarelinho, entro direto no mundinho arcondicionado passo pelos veadinhos e luzes, feliz e contente comprimento meu amigo pai noel e vou direto para a porta de um banheiro cheio de sensores
onde fantasmas me ajudam a me lavar, pentear, maquear e o personagem Lisa hostess esta pronto para entrar em cena e ajudar o povo a consumir – Feliz e contente !!!!