Por Samuel Blixen.
El magro saldo
“Errores y desinteligencias” en las investigaciones sobre desaparecidos ha provocado una crisis entre Familiares, el gobierno y la Udelar (Universidad de la República): después de diez años de administraciones frenteamplistas es poca la colaboración oficial para avanzar en la búsqueda. Familiares le quitó la confianza al antropólogo López Mazz debido a actuaciones en la causa Nebio Melo, el hijo de Luisa Cuesta.
La renuncia de José Luis López Mazz, coordinador de las excavaciones en predios militares, y los cuestionamientos a la actuación de los organismos gubernamentales plantean dudas sobre las verdaderas razones de políticas inconsistentes. Una inspección judicial en el Servicio de Material y Armamento, donde funcionó el “300 Carlos”, en el marco de la causa que investiga la desaparición de Nebio Melo, fue el desencadenante de una crisis de proporciones.
Era casi absurdo: aquel grupo de ex presos políticos no lograba identificar con total certeza el barracón o el galpón donde habían permanecido secuestrados, como si hubiera una real necesidad de demostrar que efectivamente allí, en ese cuartel, habían sido sistemáticamente torturados, algunos de ellos hasta la muerte. De todas formas, la visita judicial exhibía cierto aire de reivindicación, pero quedó opacada con otra situación, grotesca, inmoral, indignante, cuando los ex presos –y la jueza– llegaron a la alambrada que separa el Regimiento de Caballería número 6 de lo que se conoce como la cárcel de Domingo Arena, el establecimiento de reclusión Vip que alberga al puñado de terroristas de Estado procesados –algunos ya penados– por los crímenes de la dictadura militar. Es que, contra ese alambrado, mirando impertérritos, se agrupaban algunos de los que habían sido los torturadores de los visitantes y que son depositantes de los secretos que aún vulneran la paz de la sociedad, a casi 40 años de ocurridas las desapariciones forzadas: los lugares de enterramiento de los cuerpos de las víctimas, y los nombres de quienes ordenaron los asesinatos y eligieron los lugares de sepultura clandestina.
A diez años del comienzo de las excavaciones en busca de los cuerpos de los desaparecidos, el balance es extremadamente pobre, acusadoramente pobre. Según la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente, hay 240 denuncias de desapariciones forzadas, de las cuales 189 han sido confirmadas y 35 están a estudio; las restantes fueron descartadas.
La mayoría se refiere a uruguayos detenidos y secuestrados en Argentina, que fueron extraditados clandestinamente a Uruguay entre 1974 y 1979. Eso le confiere una particularidad a la represión uruguaya en el contexto del terrorismo regional: la mayoría de las desapariciones forzadas fueron consecuencia del Plan Cóndor e implica la voluntad expresa de trasladar a los detenidos desde otros países, para asesinarlos aquí. Ese dato destruye la fábula que la Comisión para la Paz pretendió instalar sugiriendo una cualidad más “humana” de la dictadura uruguaya, donde unas decenas de desapariciones confirmadas eran atribuibles a las “extralimitaciones” en la tortura con decesos “no premeditados”.
La confirmación de que la muerte en Argentina de exiliados uruguayos detenidos había sido la excepción fue producto del constante esfuerzo de los familiares de las víctimas, de algunos abogados y de organizaciones de derechos humanos que aportaron los insumos a la justicia; el Estado, los gobiernos, no pueden exhibir ningún mérito en ese esfuerzo.
Las cifras son contundentes. Hay un mínimo de 150 cadáveres que fueron enterrados en Uruguay, en cementerios clandestinos de los que no se tiene noticia cierta, y sólo se han recuperado cuatro. Ese es el magro saldo de diez años de excavaciones. De los cuatro restos recuperados, tres corresponden a militantes que fueron detenidos en Uruguay: Ubagesner Chaves Sosa, ubicado en noviembre de 2005 en una granja de Pando que había pertenecido a militantes del Mln y que fue “expropiada” por la Fuerza Aérea para ser utilizada como centro clandestino de interrogatorios y torturas; Fernando Miranda, ubicado en diciembre de 2005 en el Batallón de Infantería 13; y Julio Castro, ubicado en octubre de 2011 en el Batallón de Infantería 14. El restante, Ricardo Blanco, secuestrado en Buenos Aires a comienzos de 1978, fue ubicado en marzo de 2012, también en el Batallón 14, muy cerca de donde había sido enterrado Julio Castro. El hallazgo de los restos de Blanco abona la hipótesis de que los detenidos en Argentina, en su inmensa mayoría, fueron asesinados en Uruguay.
Resulta interesante determinar qué pistas condujeron a esos hallazgos. El caso de Chaves Sosa obedece a la determinación de los mandos de la Fuerza Aérea que en 2005 decidieron “blanquear” su responsabilidad sobre dos desapariciones y así aportaron la información, aunque los esfuerzos por descubrir el lugar de enterramiento de José Arpino Vega en la chacra de Pando fueron estériles.
La actitud del Ejército, en cambio, fue diametralmente opuesta. En el informe que el comandante en jefe del Ejército elevó al presidente Tabaré Vázquez en octubre de 2005, a raíz del pedido presidencial sobre información de los detenidos desaparecidos, se dejaba constancia, respecto de Fernando Miranda, que “sus restos fueron enterrados en el predio del Batallón I Paracaidistas Nº 14, posteriormente fueron exhumados y cremados, sus cenizas y restos esparcidos en la zona”. Pero dos meses después el secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, recibía un sobre anónimo –según se informó– con un croquis del lugar de enterramiento en el Batallón de Infantería 13, no el 14. La información era tan exacta que los restos fueron hallados a poco de iniciar las excavaciones demostrando la falsedad de la información brindada por el Ejército, que apuntaba a desestimular la búsqueda aduciendo una falsa cremación. La Presidencia no tomó ninguna medida para castigar la maniobra de desinformación y tampoco mostró interés en ubicar al autor del croquis, que podría aportar información sobre otros desaparecidos que estuvieron secuestrados en el 13 de Infantería, como es el caso de la maestra Elena Quinteros.
El hallazgo de los restos del maestro Julio Castro es más significativo aun. Un ex soldado que había revistado en el 14 de Infantería, que había solicitado su retiro del Ejército y que cumplía condena en la cárcel por delitos comunes, hizo saber a la Presidencia que podía señalar un lugar de enterramiento. Conducido por el juez penal Pedro Salazar –que instruye la megacausa de la desaparición de María Claudia García de Gelman– a los predios del 14 de Infantería, el ex soldado señaló con precisión el lugar donde fue enterrado Julio Castro, en presencia de los miembros de la Secretaría de Derechos Humanos, de los miembros del Grupo de Investigación en Antropología Forense (Giaf), de Familiares y de una cohorte de oficiales, entre los que se contaban antiguos jefes del informante.
“¿Qué están haciendo éstos acá?”, reclamó el ex soldado que fue prolijamente filmado antes de un tardío esfuerzo por evitar el “manyamiento”. El episodio reveló que ni la Secretaría ni el Ministerio de Defensa toman providencias para preservar a los informantes, lo cual evidentemente desestimula a cualquier otro testigo entre los innumerables soldados que saben dónde fueron enterrados los prisioneros asesinados (entre otras cosas porque ellos eran obligados a cavar las fosas); y que saben también quiénes ordenaron esos enterramientos y quiénes estaban de guardia en las unidades militares.
La ubicación de Julio Castro permitió muy poco después el hallazgo de los restos de Ricardo Blanco; había sido enterrado en la misma zona y aunque ambos habían sido asesinados con meses de diferencia, provenían del mismo centro clandestino de detención, La Casona de la calle Millán, lo que sugiere que ese bosquecito en los predios del 14 de Infantería había sido adjudicado a las autoridades del Ocoa que asumieron a principios de 1977, para esconder sus infamias.
No hay hasta ahora siquiera un detalle de las atribuciones y destinos de los responsables de la represión a partir de 1977, por más que a ellos se les debe atribuir los traslados clandestinos de por lo menos una docena de exiliados secuestrados entre diciembre de 1977 y julio-agosto de 1978. Depende de la voluntad de las autoridades ubicar y encontrar los organigramas en las dependencias de las Fuerzas Armadas y los documentos de los archivos para que la justicia pueda actuar; pero el Ministerio de Defensa no entrega la información –o la entrega parcialmente– y la Secretaría de Derechos Humanos administra con criterios de reserva y secreto aquellos documentos que pudieron ser ubicados y que han sido recopilados por el equipo de historiadores dirigidos por el actual decano de Humanidades, Álvaro Rico. Los reclamos de Familiares para el acceso a los documentos no han sido contemplados por la Secretaría, de la misma forma que no obtuvieron respuesta los reclamos para que el gobierno implemente medidas reales y efectivas a los efectos de ubicar todos los archivos militares.
Testimonios coincidentes
Pese a la presión e intimidación de los testigos, de los que es responsable el ministro de Defensa, tanto la Secretaría de Derechos Humanos como los jueces, los Familiares y los antropólogos siguieron recibiendo información de personal militar sobre posibles lugares de enterramientos. Una de las primeras acciones del Giaf, que en forma colectiva asumió los trabajos de búsqueda tras la renuncia de José López Mazz, fue la presentación, ante el juzgado penal que dirige Pedro Salazar, de un informe conteniendo datos nuevos –o viejos datos reexaminados– como posibles objetivos de nuevas excavaciones en los predios del Batallón de Infantería 13.
Independientemente de esta nueva evaluación, en dos juzgados –Penal 2° y Penal 1°– reposa una sistematización de la información sobre posibles lugares de enterramientos clandestinos en los predios del Servicio de Material y Armamento (Sma), contiguo al 13 de Infantería, donde funcionó el centro clandestino de detención 300 Carlos (o Infierno Grande). Hay por lo menos 18 testimonios indirectos de ex soldados que afirman haber visto personalmente enterramientos colectivos o haber recibido comentarios sobre esos enterramientos.
Algunos de esos testimonios son coincidentes respecto de los lugares precisos de los enterramientos; algunos son recientes, de setiembre de 2013, y otros que se remontan a 2006. Varios informantes coinciden en que debajo del piso de cemento de un polvorín, a los fondos del predio circundado por una serie de galpones (entre ellos el que operó como 300 Carlos) fueron enterrados varios cuerpos, “entre ellos dos mujeres”; un testimonio de 2006 refiere que “la otra parte, donde está el polvorín, está lleno de gente”; una información fechada en diciembre de 2005 menciona que “debajo de la planta de pulido de armas del Sma hay más de diez cuerpos”.
Aunque la mayoría de los testimonios son de 2005 y 2006, referidos al polvorín del Sma y los terraplenes contiguos, recién hace unos meses atrás comenzó la búsqueda con georradar; las excavaciones se habían centrado en el predio del 13 de Infantería, donde uno de los objetivos era la ubicación de los restos de María Claudia.
Detonante de la crisis
Por razones que no están claras, los trabajos se dilataron en el Sma, aunque esos predios albergaron el 300 Carlos, el más sanguinario centro clandestino de detención, hasta fines de 1976. El ingreso al Sma, siempre tuvo, objetivamente, “complicaciones”: cuando la jueza Mariana Mota ordenó una inspección ocular del 300 Carlos, en función de una investigación sobre torturas, el ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, intervino personalmente para impedir que la jueza y sus colaboradores tomaran fotos del lugar y en especial del barracón donde funcionó el centro clandestino. Enfrentándose a la autoridad judicial, el ministro mantuvo su decisión y la fundamentó en “razones de seguridad nacional”; supuestamente, en esos barracones estaban almacenadas “armas secretas”.
Sin embargo, el elemento que detonó una verdadera crisis –que obligó, después de meses de silencio, a un pronunciamiento de la Secretaría de Derechos Humanos y a la renuncia del antropólogo López Mazz, a raíz de la decisión del grupo Madres y Familiares de Detenidos Desa-parecidos de retirarle la confianza al coordinador del equipo de Antropología Forense– fue la inspección al Sma ordenada por el juez penal Juan Carlos Fernández Lecchini, en la causa que investiga la desaparición de Nebio Melo, hijo de Luisa Cuesta, denunciante junto con su sobrino Nilo Patiño.
En sucesivas instancias, en que fueron convocados al juzgado el doctor Álvaro Rico, los miembros del Giaf y los abogados de los denunciantes (López Mazz no concurrió), se planificó la inspección para evaluar en el terreno los indicios que sugieren que Nebio Melo, secuestrado en Buenos Aires en febrero de 1976 junto con Winston Mazzuchi, fue llevado al 300 Carlos, después de que, trasladado desde Argentina, fue torturado en la casa de Punta Gorda conocida como el Infierno Chico.
El juez, abogados y familiares ingresaron al Sma el 19 de diciembre de 2013. Pero en el momento de iniciar la inspección, el antropólogo López Mazz alertó que sobre esos terrenos existía una orden de “no innovar” decretada por el juez Pedro Salazar. Se produjo una discusión entre el antropólogo y el juez Fernández Lecchini, que ignoraba esa decisión que le impedía actuar. No obstante, le reclamó a López Mazz que aportara la información que manejaba sobre posibles enterramientos en el Sma, los testimonios de los informantes y la identidad de los mismos. Puesto que hubo entredichos y contradicciones, el juez solicitó al ministerio –dado que personal militar había filmado todas las instancias de la visita– una copia del video, pero cuando lo recibió en su despacho advirtió que la copia entregada por el ministerio no tenía audio.
Disgustado por la posibilidad de haber interferido en disposiciones de un colega, el juez Fernández Lecchini solicitó al juez Salazar confirmación de la orden de no innovar en los predios del Sma. La respuesta demoró más de un mes, debido a la feria judicial, pero cuando llegó al despacho, Fernández Lecchini descubrió que no existía tal orden en el momento de la visita al cuartel; tampoco recibió el magistrado la información sobre la identidad de los testigos.
El episodio agudizó los desencuentros entre López Mazz y los integrantes de Familiares. Una exposición verbal ante la Secretaría de Derechos Humanos, en febrero de este año, en la que Nilo Patiño, denunciante en la causa de la desaparición del hijo de Luisa Cuesta, fundamentó sus críticas a la actuación de López Mazz, generó una áspera discusión, pero recién a fines mayo la Secretaría se pronunció sobre el episodio, admitiendo que “se cometieron errores” y que “se produjeron desinteligencias”, tras una comunicación de Familiares anunciando que retiraba su confianza al antropólogo. Simultáneamente, Nilo Patiño formuló un planteo ante el entonces rector de la Universidad de la República, Rodrigo Arocena, cuestionando la actuación del decano Álvaro Rico y del docente de Humanidades José López Mazz, ambos miembros de la Secretaría. En una vista derivada a los dos universitarios, Rico y López Mazz reivindicaron su “autonomía técnica” pero Rico admitió “desinteligencias y errores”. Fue entonces que López Mazz decidió “dar un paso al costado”, previo a su renuncia. Tanto Rico como López Mazz declinaron formular declaraciones a Brecha sobre estos entretelones.
La decisión de López Mazz, de multiplicar, a partir de entonces, sus apariciones en la prensa –en entrevistas en las que anunció la existencia de fosas comunes y reivindicó su convicción de la existencia de la Operación Zanahoria (la exhumación por parte del Ejército de los cuerpos enterrados en los predios militares)– motivó reacciones de Familiares, de la propia Secretaría e incluso de los otros integrantes del grupo de antropólogos. La Secretaría coincidió con Familiares en que anuncios sobre posibles fosas comunes generaban expectativas y tensiones entre los familiares, y reclamó “cautela y mesura”. Y sobre la Operación Zanahoria coincidió con el equipo de antropólogos en que no existen hasta ahora elementos como para confirmar o descartar ese extremo de la impunidad.
Pese a la opinión de ese órgano de la Presidencia, al otro día de la conferencia de prensa, el ministro Fernández Huidobro formuló declaraciones en el sentido de que los resultados de análisis genéticos sobre un resto óseo encontrado en el 13 de Infantería confirmaba la Operación Zanahoria. Pero dado que tales resultados no coincidían con ninguno de los registros del banco genético de desaparecidos uruguayos, el ministro abundó en una explicación peregrina: si los rastros genéticos de ese resto óseo no coinciden con los guardados en el banco es porque hay familiares que no aportaron sus pruebas genéticas.
La Operación Zanahoria fue una explicación sobre el destino final de los desaparecidos que los organismos de derechos humanos cuestionaron, en tanto es funcional a las pretensiones de los militares de mantener el secreto y eludir el castigo. La afirmación de que los desaparecidos asesinados habían sido exhumados, desenterrados, los restos cremados y las cenizas esparcidas en el mar resolvía de un plumazo el problema político de la búsqueda. Las fuentes militares aconsejaban no buscar a los desaparecidos, “porque nunca los van a encontrar”. Según familiares consultados, el abogado Gonzalo Fernández llegó a describir las características de los hornos crematorios usados.
Aun cuando pueda admitirse que hubo intentos de hacer desaparecer los cuerpos, las evidencias indican que es necesario multiplicar la búsqueda. Los cuatro cuerpos encontrados son enterramientos primarios y ellos confirmaron los testimonios aportados por testigos. El reclamo, ahora, es establecer una comisión especial con poderes para buscar información y planificar la investigación y la búsqueda que, por razones que se desconocen, han sufrido hasta ahora limitaciones e interferencias para doblegar el secreto de la mafia militar.
Imagem tomada de: www.uruguayeduca.edu.uy