Uma esquerda de bons modos

Entrevista com Álvaro Rico, decano da Faculdade de Humanidades do Uruguai
Escrito por: Daniel Gatti, Rosario Touriño
Brecha, 24-2-2012

La renovación de la izquierda uruguaya, con sus éxitos electorales y sus cuestionables transformaciones identitarias, su integración cada vez más acrítica al sistema político y sus (distantes) relaciones con los movimientos sociales y con los (pocos) intelectuales que intentan repensarla, sus límites autoimpuestos que le impiden enfrentar “poderes fácticos” como los medios de comunicación, son algunos de los temas que el investigador Álvaro Rico abordó en este diálogo. Con él, Brecha cierra el ciclo de entrevistas de pretemporada.
–¿Qué es ser de izquierda hoy?
–Hacerte esa pregunta es algo así como preguntarte cómo te llamás. Algo pasa con la identidad propia, y de alguna manera eso puede trasladarse a una organización política. Como toda identidad, la de la izquierda se construye y se renueva en relación con otros. La pregunta va dirigida no sólo a la izquierda internamente, sino a su contexto, con el afuera. Eso es inevitable en un organismo vivo, y en una historia que en los últimos 40 años ha sido tan intensa y cambiante. Se trata, además, de una historia que se inscribe en transformaciones del capitalismo muy cambiantes y visibles.
La izquierda uruguaya no quedó encerrada en sí misma ante estas transformaciones. Podría haber sido una estrategia defensiva quedar igual a sí misma, reconociéndose o identificándose con determinados símbolos o consignas independientemente del tiempo histórico. Con la izquierda uruguaya pasó al revés: se ha ido renovando pensando más en el afuera, en el contexto, que en sí misma y en sus integrantes. ¿Qué quiero decir con esto? Que lo que ha ido salvando la identidad de izquierda, permitiendo su renovación -más allá de las opiniones que sobre esa renovación se tengan-, ha sido la política. Primero, porque la izquierda ha entendido la necesidad de mantener el consenso interno de sus grupos y de sus líderes, aunque ello fuera en detrimento de aquellos consensos más plurales en los que se incluía a los movimientos sociales, sindicales, e incluso a personalidades independientes. El consenso se ha reducido, pero en este tiempo ha sido eficaz, porque es más fácil consensuar entre pocos y entre quienes están en la política institucional que abrir el juego hacia acuerdos en los que entran otros actores sociales. Segundo, la política ha sido entendida como la necesidad de partidizar a la izquierda, tradicionalizándola de alguna manera, y limitando lo que era al mismo tiempo coalición y movimiento. Y hay también una tendencia hacia una mayor “gubernamentalización”, desde el momento en que la izquierda llega al gobierno.
Todo esto hace que la izquierda tenga cada vez menos margen para salirse de la lógica de ese sistema y de su reproducción. No tiene margen económico ni simbólico.
–¿Porque ha aceptado las reglas de juego o porque no hay condiciones para salir de ellas?
–Se juntan las dos cosas. Hay dificultades para generar una alternativa antisistema o contrasistema, cuando lo único que hay es el sistema. Pero además la propia izquierda en el gobierno entraría en una paradoja si denunciara la crisis mundial del capitalismo y al mismo tiempo le tiene que dar seguridad a los inversores y reconocer públicamente que en Uruguay y la región la situación es diferente. En un mismo partido, en un mismo liderazgo, hacer esas señales tan duales es imposible de resolver. La organización está puesta en esa lógica y no hay dentro del partido otras instancias no gubernamentales o no estrictamente político-partidarias para promover el debate. Ante esta dificultad, muchas veces vale un desplante del presidente, que se sale de los buenos modales o de lo políticamente correcto, o valen las referencias al pasado heroico de la izquierda, como ciertos mecanismos de tipo performance o de tipo acting para marcar justamente aquella identidad.
–¿Del tipo de los “banderazos”, por ejemplo?
–Exacto.
–El escenario internacional, con las agudas crisis de países europeos con modelos de centroizquierda -referencias para buena parte del fa-, ¿no complica aun más el panorama?
–Por supuesto. En esos entredichos hay un pensamiento muy importante que se ha sistematizado en la academia y fuera de ella, de pensadores muy críticos de las transformaciones del capitalismo. Incluso hay algunos que van más allá y que plantean alternativas anticapitalistas en el mediano y largo plazo. O los propios movimientos que hoy día proliferan en Europa y muestran un inconformismo muy grande por fuera de las reglas de juego del statu quo. Podría ser un acicate, factores de autorreflexión en la propia izquierda para poder incorporar otros elementos de la realidad. No solamente los que se jerarquizan desde la política del gobierno, sino estos otros componentes contradictorios del capitalismo y otras prácticas que existen en América Latina, a través de las experiencias de otros gobiernos de izquierda o de movimientos indigenistas que en otros contextos son incluso más revolucionarios, pero que sin embargo no son objeto de reflexión. No están socializados, ni se pretende sacar de allí ninguna conclusión.
–Incluso hay una mirada despectiva sobre estos movimientos. A las experiencias boliviana o ecuatoriana se las mira como folclorismos…
–Cuando hablamos de la tradicionalización de la izquierda, ella incorpora ciertas visiones acerca de la excepcionalidad de la sociedad uruguaya, de su carácter partidocrático, del papel ilustrado de los políticos tradicionales. Son componentes de un imaginario no elaborado por la izquierda, sino por un pensamiento tradicional y conservador. La propia izquierda, en la medida que tiene que dar seguridades y trabajar con una sociedad que no se propone transformar mentalmente sino ganar políticamente, no lo mira de manera crítica. Una de las cosas que la izquierda ha aceptado para reforzar su exitosa capacidad política es que una mayoría electoral no está necesariamente asociada a una hegemonía cultural. Se puede recibir el apoyo electoral de la mayoría del cuerpo de esa sociedad, mientras ella puede al mismo tiempo pensar conservadoramente. En los temas más urticantes, la sociedad uruguaya piensa más como los partidos tradicionales. Y bueno, la izquierda uruguaya debe operar sobre ese statu quo, asumiéndolo como tal o desde una posición crítica que permita transformar ese sentido común dominante en un buen sentido progresista.
–¿En qué temas se ve con mayor claridad ese sentido común dominante? ¿En seguridad ciudadana por ejemplo?
–Ese es uno. También en los innumerables problemas para generar otro tipo de actitud en relación con la caducidad de la pretensión punitiva del Estado. En la intolerancia que se abre paso en amplios sectores de la sociedad uruguaya. En los itinerarios de la ley de salud sexual y reproductiva. Eso hace que exista una separación muy grande entre una izquierda exitosa políticamente y una izquierda que cultural y simbólicamente ha cedido terreno en aras de mimetizarse con el statu quo, impuesto por el propio sistema y la elaboración cultural de los partidos tradicionales. Puede hablarse de una izquierda que desde el punto de vista de su proyecto de gobierno no está en crisis, pero desde su proyecto histórico sí, si no logra encontrar a un Gramsci, a un intelectual colectivo que se proponga abrir paso a un proyecto alternativo al capitalismo que no sea la reproducción de lo que fue derrotado en 1973 pero que tampoco sea exclusivamente la gestión de la economía y del gobierno en los marcos de lo tolerable.
–¿La izquierda uruguaya ha comenzado a generar equipos cuyo fin sea reproducirse a sí mismos en la gestión de gobierno?
–Yo no tengo datos en ese sentido. Es más, si analizamos la historia reciente, la izquierda es muy jibarizante. ¿Cuántos elencos parlamentarios desde el 85 hasta ahora la izquierda recambió por resultados electorales, y no sólo por ellos? No obstante, si tomamos en cuenta una lógica del sistema, hay una tendencia a la elitización, a la complejización de los asuntos de gestión y a la necesidad de formar gente cada vez más especializada en el asesoramiento. Y evidentemente existe el riesgo de que los equipos especializados con sostén político se reproduzcan y eternicen, más aun en un sistema en el que la mediatización de los liderazgos es fundamental para su popularización. Los electorados memorizan a las personas a través de los medios y, por consiguiente, un sistema que se elitiza, se especializa y se mediatiza es un embudo muy importante para después generar los tres o cuatro nombres que compiten por las candidaturas. Si la izquierda no logra incorporar otras formas de consulta, otros vínculos con los movimientos sociales, otro pluralismo social y cultural, el resultado más temprano o más tarde se ve. Y así como mencionamos la experiencia exitosa de la izquierda uruguaya, también se podría citar negativamente el ejemplo chileno. Allí había una izquierda muy similar a la uruguaya, que logró después de la experiencia devastadora de la dictadura pinochetista renovarse por la política, gobernar durante 15 años, pero dejar muy poco desde el punto de vista cultural, de las bases sociales y de una alternativa anticapitalista. El problema de la izquierda uruguaya está en el futuro y no tanto en el presente, y las posibles derrotas -desde los gobiernos- para las izquierdas son ideológica y culturalmente más duras que aquellas propinadas por las derechas conservadoras y las dictaduras. En el 73 hubo una derrota por esta vía, y sin embargo la izquierda encontró fortalezas para la resistencia y el reagrupamiento. Las derrotas desde los gobiernos dejan mucho desánimo, fragmentación e incapacidad de cohesión. Podríamos citar al Psoe español o a la izquierda griega. ¿Qué otra alternativa le queda a una izquierda revolucionaria? Podría tener un mayor sinceramiento: ante la crisis de todos los proyectos -incluido el de la izquierda socialdemócrata- podría decir que para pensar en otra cosa primero tiene que existir, y vaya si existe siendo gobierno. Y entonces, podría intentar desde esos nuevos aprendizajes de partido y de gobierno, más la tradición de movimientos sociales y sindicales, de luchas por la democracia, repensar una alternativa, que indudablemente no es sólo nacional.
–Pero da la sensación de que no es lo que está haciendo la izquierda uruguaya.
–No, la izquierda no lo dice. No está creando una alternativa cultural, porque entre otras cosas la lógica partidaria-política-gubernamental predominante se hace a costa de escindirse de las otras lógicas societales, culturales, movimientistas. El hemisferio cultural de la izquierda no nutre al político y el político no necesita ese hemisferio para ser exitoso. Y lo mismo podríamos decir del otro radio societal o sindical. Hay una escisión muy grande de los componentes que nutren la fortaleza de la izquierda.
–¿Y no están ausentes los intelectuales? La expresión “intelectual orgánico” puede rechinar, pero en otros países de la región es un factor que parece tener más relevancia. ¿Por qué el FA no conforma usinas de ideas poderosas?
–No sólo no existen hoy, sino que han fracasado todos los intentos. ¿Cuál es la actividad de la Fundación Liber Seregni como centro de reflexión? Yo creo que además en esta reconfiguración de la izquierda de los últimos años se ha impuesto un sentimiento antintelectual y antiuniversitario. Sobre todo la visión MLN  o MPP dominante en el FA no es una visión cultural halagadora de los intelectuales y de los universitarios. Muy por el contrario, es una exaltación del conocimiento común, empírico, baqueano. La política está llena de universitarios en la gestión, porque el gobierno ha convocado a personas idóneas, pero con todo respeto, esa usina parece estar enfocada a resolver las políticas públicas. Sólo que por la lógica de la política predominan los aspectos de gestión y los más técnicos, y no los asesoramientos políticos, filosóficos o ideológicos. La política fagocita todo lo que es funcional a su paso para ser eficaz, y como necesita fagocitar el pensamiento calificado, lo incorpora a la gestión. Una vez que lo incorporó no deja pensar otras cosas a esos pensadores, y los absorbe. El papel de los intelectuales en un sentido más global, más político, más orgánico, hoy no lo necesita la política, pero tampoco los intelectuales, porque se ha generado un circuito propiciado por el capitalismo. Se han reestructurado los saberes, las instituciones de conocimiento. Se ha generado un estatus privilegiado de los intelectuales, que no viene como en los sesenta por su vínculo con la política, sino al contrario, por su distancia de la política. ¿Para qué arriesgar ser acusado de partidista, subjetivo, decimonónico, buscando un nexo estrecho con la política cuando ésta es cada vez más partidista y ese partidismo ha sistematizado un conjunto de estigmas?
Ni la política institucional necesita de este tipo de intelectuales ni los intelectuales necesitan de la política para desarrollar su carrera. Si a eso le agregamos que los intelectuales pagaron muy caro su vínculo con la política en los sesenta, bajo la dictadura y después de la dictadura, por acción y reacción de unos y otros tenemos una total desvinculación entre esa usina de reflexión que debe ser la Universidad, y la política. Ahí estamos en un callejón. Si uno no reflexiona sobre estos vínculos, la política tiene otra ley de oro, que es que el paso del tiempo resuelve las cosas.
–Tampoco parece haber en Uruguay suficiente presión social, “desde abajo”, salvo en temas puntuales, para que la izquierda política cambie, reflexione…
–Eso tiene que ver con que en general en estos últimos años los partidos han tendido a monopolizar las lógicas que están por fuera del sistema político, sea por omisión -dejando morir el reclamo-, sea por estigmatización -incorporando el reclamo pero deslegitimándolo- o por cooptación, incorporándolo pero traduciéndolo en su sentido. Y como además parecería que en Uruguay la política lo es todo -y así lo traducen incluso los medios de comunicación, que le dan un peso al sistema político que no se condice con el que tiene realmente entre los ciudadanos-, nada de lo que por fuera de la política sucede accede al espacio de lo público.
–Pero la crónica roja, que tanto espacio tiene en los informativos, ¿no puede ser incluida en “la política”?
–Sí, claro. Pienso que la crónica ha sido uno de los grandes vectores de reciclaje del discurso y de la práctica política después de la dictadura.
Volviendo a lo anterior, la izquierda es muy partidocrática, y no incorpora un factor de elaboración conjunta, de diálogo, con los movimientos sociales. Hay que ver la actitud de los partidos, incluidos los de izquierda, frente a los movimientos ambientales cuando el conflicto de las papeleras, o ante los grupos feministas cuando la ley de salud sexual y reproductiva. Esos movimientos se ven obligados a operar más como grupos de presión que como un componente social más de un proyecto de izquierda. Y esto refleja las dificultades que tiene la izquierda no sólo para consensuar en la sociedad un proyecto social de cambio sino también para consensuar internamente un proyecto que no sea por la vía de la mitad más uno.
–Los temas ambientales, que parecen llamados a tener un papel cada vez más importante a nivel global, y también en tanto contracultura al capitalismo, en Uruguay no terminan de prender. No hay aquí partidos “verdes”, como los hay en Brasil o en Europa.
–Es que en Uruguay el sistema político es muy consistente y la sociedad civil muy débil. La sociedad civil está organizada muy fragmentariamente, muy localmente, muy puntualmente, y tiene escasa posibilidad de incidir sobre el sistema político, con la salvedad del movimiento sindical.
Y además ya no existe aquella potenciación de la sociedad civil desde el sistema político, desde los partidos de izquierda, que se daba antes. Sería impensable reflexionar sobre lo sucedido en las décadas de los sesenta y los setenta en Uruguay sin incluir a los movimientos sociales en sus vínculos con los partidos de izquierda. Hoy, en cambio, la política es para los políticos, y cualquier avance de la sociedad civil sobre la política será en primera instancia deslegitimado, y si trasciende, cooptado.
Comparémonos con Argentina. Aunque transitamos por situaciones similares a comienzos de los años dos mil, aquí sería impensable un movimiento como el “que se vayan todos” de allá. La crisis bancaria y financiera en Uruguay se resolvió negociando; en Argentina se pateaban las persianas de los bancos y se generaban movimientos callejeros.
–Habría aquí como un miedo a que esos movimientos generen una amenaza al sistema de partidos.
–Claramente.
–La izquierda siempre insistió, antes de llegar al gobierno, en la necesidad de democratizar a los medios de comunicación. Pero luego no ha parado de dar señales contradictorias. Lo que trasciende de lo que predominaría en la visión del gobierno es cierta demonización de la “ley de medios” argentina, sin tener en cuenta que hay leyes similares en aplicación en otros países, por ejemplo en España. Parece que aquí fuera vergonzante meterse con los medios.
–Es que meterse con los medios es meterse con uno de los poderes fácticos que sostienen al sistema capitalista hoy. Y si no te metés con poderes como los bancos o las compañías transnacionales, ¿por qué te vas a meter con otro componente fáctico fundamental en la reproducción simbólica y cultura del capitalismo, como los medios? Esto forma parte de la ausencia de voluntad política para formular un proyecto alternativo. Confrontar, limitar, denunciar esos poderes fácticos en el marco de una lógica de lucha contra el sistema capitalista no entra en la lógica actualmente hegemónica. Habrá que ver si se puede avanzar en regular desde lo que el sistema mismo permite, dentro de un espíritu algo más socialdemócrata que alternativo, menos conflictivo.
De hecho, hoy no hay medios de comunicación televisivos privados de izquierda. Las formas de organización de esos medios, por ejemplo de los informativos, en los que el grueso de las tandas aparece concentrado cuando se tratan determinados temas, y los contenidos de su programación, tienen un claro sentido ideológico. Y la izquierda ha renunciado a disputar ese espacio. Es muy difícil elaborar un proyecto contrahegemónico cuando no tenés los medios para hacerlo.
–El mismo discurso que se utiliza para no intervenir en el terreno de los medios es el que se utiliza para limitar la intervención estatal en la economía: no alterar las reglas del juego.
–Ahí es que aparecen ideas como “defender la libertad de expresión”, y que se evoca el fantasma cubano… Hay un sentido propietarista muy acendrado que hace que toda intervención sea convertida en un ataque a la libertad, en una censura, en una sovietización, porque los mecanismos estigmatizadores llenaron de sentido común esas interpretaciones. Esos mismos medios que se dicen defensores de la libertad de información censuraron años atrás el mensaje de Sara Méndez cuando el primer plebiscito contra la ley de caducidad o el de los Hijos de desaparecidos en este segundo plebiscito.
La izquierda uruguaya es una izquierda de buenos modales. No confronta. Negocia, acuerda. Y como decía antes, el único que puede salirse de esquema es el presidente, con alguno de sus desplantes, con su gestualidad, porque su legitimidad está por fuera de la discusión. Y todo el que se meta con el presidente, políticamente lo paga caro. Pero es él el que gradúa, no hay un componente social en esa actitud, es él el que decide cuándo y hasta dónde salirse de libreto.
–La manera de construir hegemonía del presidente, ¿no está últimamente más recostada sobre algunos de los sectores de los partidos tradicionales que sobre la propia izquierda? En la educación, por ejemplo.
–Es muy interesante ese tema. Puede ser.
Yo creo que el propio sistema político ha ido construyendo una legitimidad, un discurso, términos, desde el 85 para acá, tendientes a su propio fortalecimiento, para no repetir el cuadro general de los años sesenta. En esa lógica de autorreferencialidad está esa idea de las políticas de Estado, de que hay temas que son “del Estado”. Esto limita grandemente que la izquierda tenga su propio proyecto político y lo ponga en discusión. Pensar que el sistema político es un sistema desideologizado, sin componentes de fuerza, es una idea que rompe con toda la tradición de izquierda. La izquierda siempre pensó la política como una relación de fuerza, siempre pensó los proyectos vinculados a determinados actores sociales, siempre pensó los consensos como alternativas a algo. Pasarse al otro extremo es un paso más en el proceso de desideologización y de la consolidación de relaciones de fuerza ya instituidas.
–¿Qué margen les quedaría a sectores de izquierda que no se sienten representados por esa evolución? ¿La apatía?
–La queja. Un malestar difuso, individualizado, que se retroalimenta en pequeños grupos, pero que no genera una reflexión ni una propuesta alternativa, ni tiene fuerza. No es que la izquierda intencionalmente esté construyendo ese proyecto ahora. Una de las grandes “virtudes” de la era Sanguinetti fue transformar la protesta social en queja individual y alimentar un malhumor personal que trastoca el relacionamiento entre la gente. La acumulación de ese malestar individual va a la larga en detrimento del relacionamiento interpersonal, y se traduce en cosas como la violencia en el tránsito o la mala educación. Nunca alimenta proyectos políticos. Se torna en reacciones inofensivas. Ese contraste entre la violencia que se extiende en cierto tipo de comportamientos individuales, sociales, y la ausencia de enfrentamientos en el sistema político es ilustrativo.
En cuanto a la apatía que hoy se puede palpar en mucha gente, tiene que ver en gran parte con la deconstrucción de ámbitos sociales, colectivos. Se ha venido instalando la idea, por ejemplo, de la inutilidad de las protestas sindicales, de las movilizaciones sociales, de los reclamos colectivos, de su ilegitimidad, comparada con la legitimidad que se le otorga al sistema político.
Por otro lado, el sistema ha logrado incorporar una lógica laboral, formal y no formal, que hace que los usos del tiempo y de las energías estén volcados a la supervivencia, por un lado, y al bienestar, por el otro. Los que no tienen cómo subsistir dedican sus horas a eso, y los que tienen mucho o más que suficiente giran en torno a los beneficios del sistema. La lógica productiva del capitalismo actual, en la medida que alimenta el cuentapropismo, el free lance, las unipersonales, ha hecho que la vida cotidiana de uno esté dedicada a sobrevivir y a descansar, a una carrera por un bienestar que la propia lógica cultural del sistema impone.
No queda margen para nada más. Cuando a alguien se le ocurre crear algún grupo para salir de esa lógica, y choca una vez, y choca dos, tres, cuatro, diez veces, termina abandonando.
Resultado: la izquierda uruguaya tiene hoy miles de militantes sociales en su casa.
Derechos humanos
El detonante exterior
–¿Cómo evalúa el proceso que se ha dado en el plano de los derechos humanos, sobre todo en estos dos últimos años?
–El tema derechos humanos es parte de la renovación de la identidad política de la izquierda, que arranca de lejos, de la propia dictadura. Los gobiernos del Frente Amplio le han dado además al asunto una dimensión interesante, más global, en la medida que encararon los derechos humanos no sólo en lo relacionado con el pasado reciente sino con el presente, desde políticas públicas definidas hacia determinados sectores sociales. Es un aspecto muy positivo.
Respecto a los derechos humanos violentados por la dictadura y a los temas de verdad y justicia, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos con respecto al caso Gelman ha sido un detonante. Lo que la izquierda no podía resolver por sí misma, la Corte se lo resolvió. Como en el caso del procesamiento de Pinochet por el juez Garzón, en su momento, en Chile, que terminó con la transición cuando los propios chilenos no podían hacerlo; aquí esta sentencia, y su acatamiento por los poderes públicos, ha tenido el efecto materializador de lo que quizás se venía intentando sin éxito. La sentencia destraba la ley de caducidad, destraba lo de la fecha de prescripción de los delitos, reactiva las iniciativas de ex presos y de las víctimas en las causas judiciales.
El gobierno anuncia para el 21 de marzo un acto de asunción de responsabilidades en el caso Gelman en particular, pero seguramente se extenderá más allá de ese caso y más allá incluso de las desapariciones forzadas: abarcará los asesinatos políticos, las torturas a los presos.
La creación de una comisión interministerial para el seguimiento de la sentencia de la Corte va en la misma dirección, así como también el reforzamiento de la Secretaría de Seguimiento de la Comisión para la Paz y la creación proyectada del Instituto de Derechos Humanos. Además se ha dotado de presupuesto a estos organismos, cosa que antes no pasaba. Se han asignado rubros para análisis de adn, para envío de muestras al exterior, por ejemplo en el caso de los cuerpos aparecidos en las costas de Rocha, para la repatriación de restos. Son todas cosas muy onerosas para las cuales antes había que rascar en los recursos de Presidencia y no se tenía certeza de nada.
La sentencia de la Corte también involucra el tema de los archivos, ésos que se decía que no había y cuya existencia pudimos probar (el equipo universitario de historiadores revisó hasta ahora 17 archivos). Dispone entre otras cosas acelerar los tiempos para que esos archivos puedan ser consultados por el público. Y se está avanzando en la definición de normativas, de protocolos.
De todas maneras, se ha perdido mucho tiempo en todo este tema. Los avances que se produjeron fueron muy parciales, y logrados sobre todo con base en esfuerzos de familiares, de organizaciones de ex presos, de investigaciones privadas. Pero desde 2005 el Estado, que antes había sido un garante de la impunidad, se convirtió en colaborador de las iniciativas en pos de la verdad y la justicia, aun sin políticas globales. Y ahora se comenzó una fase de potenciación de esos esfuerzos, entre otras cosas con la creación de institucionalidad en la materia, con la designación de responsables claros en políticas de derechos humanos y con el financiamiento otorgado. Ojalá que no me equivoque, pero todo esto augura una nueva etapa.
También hay un debe. El tema derechos humanos no es solamente parte integrante del proyecto de alternativa de izquierda en lo que tiene que ver con proyectos de ley, justicia, etcétera. También lo es en la reflexión: cómo fueron las violaciones a los derechos humanos bajo la dictadura, la responsabilidad de la izquierda en el tema de la violencia política, qué deja como enseñanza el fenómeno de la desaparición forzada de personas como crimen de Estado, cómo el Estado asistencial batllista se transformó en Estado terrorista sin haber cambiado. Una izquierda que apuesta exclusivamente a la política y que hace de la política sólo una práctica estatal, está desoyendo desde los derechos humanos lo que fue la historia del propio Estado, que hoy dirige, en aquella coyuntura. Si algo se demuestra en todo este ciclo de democracia-autoritarismo-democracia es que hay determinadas lógicas estatales que, independientemente del régimen político, se reproducen a sí mismas.
Cuando digo reflexionar sobre los derechos humanos, lo digo en clave de proyecto alternativo, porque si no, ante la falta de reflexión y la falta de alternativa, gana el Twitter de Bordaberry.
Ficha
Doctor en filosofía, historiador, Álvaro Rico es actualmente decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Anteriormente dirigió el Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (ceiu), dependiente de la misma facultad. Junto al antropólogo José López Mazz, Rico representa a la Udelar en la Secretaría de Seguimiento de la Comisión para la Paz.
Imagem tomada de: capturavidas.blogspot.com

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