Um deputado de pincel fácil

Por Julio Rudman.

– A Susana Da Dalt y Alfredo Mellado, abogados –

 El tipo tiene historia. Es diputado nacional desde 2005. Llegó al Congreso Nacional de la mano de Néstor, pero montado en las 4×4 de la oligarquía agrícolaganadera de 2008 (la que huele a bosta de vaca, como bien dijo Sarmiento), se pasó al Peornismo Federal.

En estos días su nombre y su cara volvieron a los primeros planos mediáticos, pero a los locales nomás. Para la corporación hegemónica (y aún para los medios nacionales encolumnados tras las buenas causas) debe ser un asunto menor. Para los primeros, se trata de proteger a un soldado propio. Bobalicón, pero propio. Los otros, los nuestros, siguen con el ataque de obelisquitis, patología que les impide salir del subte, los dislates de Macri y las payasadas de Lanada, esa especie de caricatura mediocre de Michael Moore.

Entonces, amada lectora, si no sos mendocina escuchate ésta. O chupate esta mandarina y convidame un gajito.

En los albores del menemato un grupo de artistas plásticos locales pintó un mural en la pared sur del edificio del Instituto Nacional de Vitivinicultura. Año 1991. Le llamaron “La cultura del trabajo”, tenía seis metros de altura por setenta metros de ancho y abarcaba las esquinas de Av. San Martín y Peltier de nuestra ciudad. Ya desde el nombre significó un acto de resistencia y rebeldía a un régimen que comenzaba a reemplazar la cultura del trabajo por la de la timba, la entrega y la corrupción a mansalva.

Catorce años después se tapó, se borró, ese mural a los brochazos. Una pátina de color verde caca de bebé cubrió, casi totalmente, la obra de arte, bajo la inspiración estética del entonces titular del Instituto, el hoy diputado nacional Enrique Thomas, otro caballero de triste figura. Él dice que no fue él. En realidad, que sí fue, pero que no quiso ser. O que, en rigor de verdad, quiso mandar a reparar una supuesta fisura del muro soporte y a los empleados se les fue la mano. Lo de siempre, la culpa la tiene otro, y si es subalterno, mejor.

Embanderados en la dignidad de su tarea y como reacción ante lo humillante, los artistas recurrieron a la Justicia. Es bueno que se los nombre. Gastón Alfaro, Gladys Ariño, Susana Dragota, Vivian Levinson, Sergio Maure, Daniel Miranda, Alejandro Pannocchia, Laura Pardo, Claudia Peralta y Bernardo Rodríguez no se resignaron al atropello. Son emblema de identidad. Se encontraron, y no es un detalle, con abogados comprometidos con lo que nombra el mural, la cultura del trabajo. El propio y el del prójimo.

Los fallos de primera y segunda instancia condenan al Instituto a indemnizarlos. Lamentablemente, no a él, al responsable del estropicio. Es decir, pagaremos todos por la ineptitud y la desidia de un mequetrefe.

Su itinerario político tiene más perlas negras (¿te acordás de Guillermo Nimo, ese árbitro de fútbol, prototipo del bufón menemista?). Thomas fue el impulsor de la cautelar que intentó impedir la instalación de la Televisión Pública en Mendoza. Paradójicamente, la jueza Olga Pura de Arrabal, aquella que le diera curso a ese absurdo, es la que desestimó, en primera instancia, las excusas del peornista de brocha fácil.

Hace pocos días, el señor del color verde caca de bebé, votó contra el proyecto de recuperación de YPF.

Coherencia ideológica, banquinazo histórico. Una vez más.

Si pasás por esa esquina menduca, verás que el único fragmento que se salvó del tsunami purificador es la imagen de una torre de petróleo de nuestra empresa de bandera. Revanchas de la historia o prepotencia de la dignidad. Vaya uno a saber, pero ahí está la mano de los artistas, mientras Thomas declara que “lo último que haría en la vida es destruir una obra de arte”. Miente, porque ya lo hizo. Y lo sigue haciendo.

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