Por José Antonio Gutiérrez D. e Uriel Gutiérrez.
Apreciaciones críticas sobre la Carta Abierta a Alfonso Cano escrita por Medófilo Medina
Recientemente el académico Medófilo Medina, ha dirigido una carta abierta al comandante Alfonso Cano, líder máximo de las FARC-EP[1], con la esperanza de abrir un debate sobre las cuestiones relativas al conflicto social y armado que afecta a Colombia. Esta misiva es, a la vez, una invitación a reflexionar al conjunto de la sociedad, o a quienes quieran hacerlo.
Saludamos como un acierto la idea de este intercambio epistolar, más aún cuando el intercambio iniciado por Colombianos y Colombianas por la Paz, rápidamente, como el profesor Medina lo reconoce, terminó centrado exclusivamente en la cuestión del acuerdo humanitario, que aún siendo muy importante, no es central en el conflicto. Agregaríamos, también, que la agenda de este intercambio epistolar estuvo plenamente acorde a las particulares prioridades del gobierno de turno, ignorándose cuestiones políticas centrales que no hacían parte de esa agenda, tales como la reforma agraria, por citar tan sólo un ejemplo.
Saludamos, por tanto, esta iniciativa. Sin embargo, tenemos serias reservas con muchos de los contenidos planteados que, en nuestra opinión, reproducen una serie de juicios delicados, erróneos y algunos aún peligrosos. Por ello, hemos considerado pertinente intervenir en el debate con nuestras propias reflexiones, no con el ánimo de agotar el tema, sino de presentar elementos desde otra perspectiva que alimenten el casi inexistente debate político sobre estos asuntos.
Las diferencias en la evaluación del contexto político
Creemos que es imposible abordar las diferencias puntuales que tenemos con la carta del profesor Medina, sino entablamos, primero, una discusión sobre algunos de los presupuestos políticos que la permean, principalmente en lo que respecta a su apreciación del actual escenario político nacional e internacional.
El panorama nacional: La primera de las diferencias es el implícito, aunque evidente, entusiasmo del profesor Medina con el gobierno de Juan Manuel Santos. La carta está salpicada de guiños a la política del actual gobierno, como si significara una superación de la política impulsada por su predecesor Álvaro Uribe.
Particularmente esperanzadora es, en opinión de Medina, la Ley de Víctimas, la cual debe ser buena, a su parecer, ya que ha estimulado una violenta ofensiva contra quienes pidan restitución de sus predios. Sin embargo, creemos que un análisis más detallado sobre la misma, el cual es obligatorio para hablar de la paz, pues el conflicto tiene como uno de sus puntos angulares la cuestión de la tierra, nos haría más cautelosos sobre el alcance y el carácter de la misma.
Primero que nada, porque la ley en cuestión desvía el problema de fondo que sigue siendo la reforma agraria, particularmente en momentos en que la concentración de la tierra ha alcanzado niveles escandalosos, en que 3.000 propietarios controlan el 53% de la tierra cultivable. Acá estamos ante la mera restitución de alrededor de 2 millones de hectáreas de un total de 6,5 millones que el paramilitarismo robó en su campaña contra el campesinado pobre durante las últimas dos décadas; y de ellas, es importante entender que, por razones prácticas, ni una décima parte sería devuelta a sus verdaderos propietarios. En parte, porque la violencia paramilitar lo evitará (la cual le recordamos, no son actores externos al Estado colombiano, sino que son parte estructural de sus aparatos represivos); esto es lo que estamos viendo con el asesinato de líderes desplazados. En parte, porque la misma ley da prioridad a la agroindustria, estipulando que si los terrenos han sido ocupados de “buena fe”, categoría asaz elástica, en proyectos productivos, el dueño por derecho se verá forzado a negociar un acuerdo con quien ocupe el predio de hecho. Y por último, porque esta ley de restitución de tierras se promulga cuando el país aún está en guerra y vastos territorios son controlados por caciques paramilitares, y con toda seguridad, la mayoría de las víctimas no ofrecerán su cuello al verdugo, por más penurias que soporten hacinados como están en los cascos urbanos. Los más afortunados, tendrán la posibilidad de cobrar una indemnización, pagada por los contribuyentes y no por quienes se beneficiaron de la guerra sucia, a cambio de sus tierras… ¿y quién se quedará con sus tierras?
La tan mentada restitución, no sería más que una cuestión puramente demagógica. Tenemos la certeza de que esta ley, anunciada con bombos y platillos, como una de las primeras medidas legales para allanar el camino a la paz, terminará siendo una ley para legalizar y normalizar el despojo y para fortalecer al gran capital transnacional, al cual están aliados los capitalistas y terratenientes locales, que ahora nuevamente necesitan de la tierra para producir agrocombustibles o cultivos de exportación, como palma aceitera, y para construir megaproyectos o asegurarse la explotación de recursos minerales. Aún si, por ventura, se devolviera el total de predios al total de víctimas, volveríamos a la situación agraria de 1991, que como el profesor Medina ha de recordar, estaba lejos de ser una situación paradisíaca.
Casi al terminar su carta, menciona las “señales aún débiles pero ciertas de paz que se originan en el gobierno”. Nos gustaría que aclarara cuáles son esas señales… ¿la movilización de miles de tropas al Tolima tras la caza de Cano? ¿El bombardeo con toneladas de bombas sobre la cabeza del Mono Jojoy? ¿El llamado “Plan Burbuja” del ejército, que busca la eliminación de los mandos medios con fin de descentralizar y “bandolerizar” a la insurgencia? Las únicas señales de paz lanzadas por Santos se han limitado a afirmar, por una parte, que las llaves de la negociación no han sido arrojados al mar, a la vez que pide condiciones imposibles como prerrequisito (cese de las acciones de guerra, en momentos en que las fuerzas represivas del Estado colombiano profundizan la guerra) y a la vez que afirma que cualquier negociación debe ser solamente en términos de desmovilización de la insurgencia, lo cual a la luz de los problemas estructurales que se encuentran en la raíz del conflicto, no solamente hacen este panorama poco probable, sino que además, es contrario al interés nacional; por otra, también Santos ha reconocido la existencia del conflicto armado. Aparte que esto es como descubrir que el agua moja, tampoco ha sido hecho con miras a la solución política del conflicto. El propio presidente, ante las quejas del ex mandatario Uribe, se apresuró a decir que esto no equivalía a un reconocimiento político de “la guerrilla”. Y más aún, sostuvo que la motivación real de esta afirmación era evitar ser juzgado por crímenes contra la población civil, debido a las acciones militares del Estado colombiano. Si no se reconoce la existencia de la insurgencia como una fuerza rebelde que participa en un conflicto interno, todos esos bombardeos y actos de guerra perpetrados por el Estado, serían vistos, según el derecho internacional, como acciones bélicas contra la población civil.
Por último, permítasenos mencionar que más fuerte que las palabras cuidadosamente elegidas de Santos, hablan sus actos. El panorama de sus primeros 300 días de gobierno, según un informe de OIDHACO, es francamente desolador: 24 sindicalistas, 34 defensores de derechos humanos y 15 líderes de campesinos desplazados reclamantes de tierra han sido asesinados (la cifra de sindicalistas asesinados en 2011 ya es de 20); mientras tanto, el paramilitarismo se expande por todo el territorio y según la ONU las masacres aumentaron en un 40%. En lo que va del año, tan sólo en Medellín se han registrado 407 desapariciones. Si a esto sumamos que el año 2010 terminó con 280.000 nuevos desplazados, el panorama no puede ser más sombrío y nos cuesta trabajo saber con precisión cuál puede ser la fuente de ese súbito discurso esperanzador ante el nuevo gobierno de parte de un cierto sector de la izquierda.
El gobierno de Santos no solamente ha decidido, en lo fundamental, proseguir con las políticas de su predecesor Álvaro Uribe, política en todo caso convergente con los intereses presentes en el Plan Colombia, sino que la ha profundizado. El conflicto arrecia en el campo, mientras el gobierno presiona el desarrollo de sus iniciativas minero-extractivistas, plasmadas en las mal llamadas locomotoras del Plan Nacional de Desarrollo, que otorgan concesiones a empresas transnacionales que redundarán con toda seguridad en más desplazamiento y violencia contra las comunidades, mientras profundiza la impunidad con la Ley 1424 que beneficiará al paramilitarismo “desmovilizado” librándole de cárcel, y criminaliza la legítima protesta de la sociedad con su Ley de seguridad pública, según la cual una persona puede ser condenada a entre 4 y 8 años de prisión si obstaculiza las vías de transporte de tal forma que “afecte al orden público”.
El panorama internacional: Por otra parte, en la carta se describe un panorama regional en términos excesivamente optimistas, rayanos en lo fantasioso. Si bien es cierto que Latinoamérica ha transcurrido poco más de una década de movilizaciones sociales que han destruido en gran medida el consenso neoliberal de buena parte de los ’90, esto no quiere decir que se haya avanzado demasiado en cambios estructurales o que las transformaciones sean profundas. Se ha avanzado, es cierto, en cuotas de mayor soberanía, particularmente en lo que respecta a temas como los recursos naturales, lo cual no es poco, pero tampoco debe ser visto bajo la luz de un cambio de mayores alcances de los que en realidad tiene. También es cierto que se ha avanzado en ciertas medidas muy humildes de mejor redistribución del ingreso, lo que ha redundado en mejores servicios sociales, pero tampoco hay mucho más que eso. Eso es cierto para los regímenes nacional-desarrollistas (Venezuela, Bolivia, Ecuador). Para los regímenes de la llamada centro-izquierda (Uruguay, Argentina, Brasil), esto casi es imperceptible, porque en general se mantienen políticas económicas objetivamente derechistas y favorables al capitalismo y al imperialismo.
Pero en general, el modelo económico de la región, en lo fundamental, sigue inalterado, así como la estructura de clases marcada por las profundas desigualdades sociales, lo cual es tan cierto en el caso de los nacional-desarrollistas como en el de los centro-izquierdistas. Tampoco es exacto decir que en todos estos países se ensayan “caminos de participación nueva de la gente”. En el caso de Venezuela, Bolivia, y Ecuador, se han intentado algunas fórmulas de participación limitadas, fundamentalmente a través de las Asambleas Constituyentes. En Brasil tenemos las experiencias participativas acotadas a Porto Alegre y no hay mucho más. En Argentina y Uruguay no hay casi nada en realidad. Pero lo que sí se mantiene intacta, es una cultura caudillista y clientelista, que no se ha alterado y que tiene más en común con la vieja política que con las fórmulas ensayadas por las masas efervecientes que gritaban “que se vayan todos” en Argentina a fines de 2001.
Tampoco considera el análisis del profesor Medina que la realidad latinoamericana no se reduce a los cambios políticos experimentados en América del Sur: ahí están los golpes de Haití y de Honduras que demuestra que el gorilismo está vivo y puede ponerse en práctica sin mayores consecuencias a largo plazo. Ahí está el recrudecimiento de la presencia militar de Estados Unidos mediante la reactivación de la Cuarta Flota, las nuevas bases militares en el Caribe, Panamá, presencia militar en Haití y Costa Rica, creciente penetración de sus aparatos de inteligencia en México, el intervencionismo vía la “guerra contra las drogas” y la Iniciativa Mérida, sin contar la presencia en Colombia que el profesor Medina menciona en su epístola. Todos estos factores deben ser tomados en cuenta a la hora de hacer un balance de la región, el cual en nuestra opinión demuestra que lo que define el nuevo ciclo político latinoamericano es el intento, exitoso hasta ahora, de los Estados Unidos por recomponer su hegemonía erosionada en la última década.
Pero volviendo al tema de las izquierdas del continente, si hay un factor común a la “izquierda” latinoamericana en el poder, es el proceso de derechización que experimentó desde fines de los ’80 y que no se detuvo con el ascenso de las luchas de masas en el último decenio, los cuales, cuando mucho sirvieron para sentar bases de apoyo electoral sin alterar significativamente políticas que son más bien moderadas y poco radicales. El horizonte emancipatorio está ausente de una “izquierda” cuya imaginación parece agotada. Es en esta luz que deba entenderse como un exguerrillero como Pepe Mujica en Uruguay, o Dilma Rouseff en Brasil, puedan llegar a la presidencia y ser aceptables para el establecimiento, pese a las controversias, y para los Estados Unidos. En estos casos no interesa tanto lo que esos personajes fueron en el pasado, sino lo que son en el presente y a quién representan (al capitalismo local en cada país) y a quien le sirven en el escenario internacional (de manera directa o indirecta a la dominación imperialista).
Diferencias a la hora de definir una ruta hacia la paz
La Sudamérica del postconflicto y extrapolaciones inexactas a Colombia: Es efectivo lo que plantea el profesor Medina de que todos los países mencionados pasaron por experiencias insurgentes que encontraron término. De ahí, se desprende el argumento de que si la insurgencia colombiana depusiera las armas, tal vez cabría la posibilidad de que, a mediano o aún corto plazo, la izquierda pudiese convertirse en una alternativa de gobierno en Colombia. Tal apreciación, en nuestra opinión, ignora las condiciones reales de la lucha en Colombia. Primero, porque aún cuando todos estos países han tenido experiencias guerrilleras, éstas han sido cualitativamente diferentes al caso colombiano: han sido experiencias foquistas, y no han surgido como la insurgencia colombiana de autodefensas campesinas. Los conflictos armados en esos países fueron relativamente marginales, no afectaron de la misma manera la estructura social del país ni los conflictos tuvieron raíces tan profundas como en Colombia. Las consecuencias de esto son casi obvias, porque un verdadero proceso de paz en Colombia requiere de cambios sociales de tipo estructural, mucho más profundos que en los otros países.
Colombia no es, y no será jamás, Porto Alegre. La comparación del futuro de Colombia tras un proceso de negociaciones que no fuera mucho más que la desmovilización de la insurgencia, no es válida con otros países sudamericanos, sino más bien con la situación de Guatemala o del Salvador, ejemplos poco alentadores en los que, paradójicamente, la violencia es hoy peor, en época de paz, que en tiempos de guerra civil.
¿Es la paz equivalente a la mera desmovilización?: Cierto es que el profesor Medina no plantea en su carta que un eventual proceso de negociaciones sea poco menos que una desmovilización como ocurrió en Centroamérica en el período 1992-1996. Dice claramente que, debido al innegable apoyo que la insurgencia tiene en ciertos sectores del país, no es realista que el movimiento guerrillero “acepte poner fin al conflicto interno mediante el trámite de una simple reinserción” (subrayado nuestro). Sin embargo, pareciera que estas afirmaciones son sólo retóricas, puesto que la evaluación que hace de las “señales de paz” del gobierno como suficientes para que sea la insurgencia la que acepte poner fin al conflicto (ie., desmovilizarse), nos deja con la sensación de que la paz a la que él se refiere, no requiere de transformaciones en realidad estructurales –las cuales son postergadas ad infinitum: “la salida negociada del conflicto no significará el cumplimiento automático de los cambios, pero sin duda contribuirá a crear las condiciones para que la gente luche por ellos de manera políticamente más efectiva y humanamente más constructiva”. Por ninguna parte se menciona el desmonte de la estructura paramilitar del Estado, ni la reforma agraria, ni el modelo de desarrollo económico intrínsecamente antisocial y violento patrocinado por el bloque en el poder, temas que, entre otros, deberían ser puestos en el centro de un debate que no involucre solamente a los sectores en armas, sino que, entendiendo que estamos ante un conflicto social y armado, deberían incluir al conjunto de la población, en un verdadero diálogo nacional sobre qué tipo de país se quiere construir. El hecho de que la presión del profesor Medina se aplique solamente a la insurgencia, como si de ella fuera la única que dependiera poner fin al conflicto, demuestra hasta qué punto la jerga de solución política en este caso equivale a mera desmovilización.
Incluso, la carta está planteada en clave de “nosotros los que apostamos a la solución política”, como si eso supusiera que la FARC-EP no está por la negociación política. De hecho, ha sido una constante de la insurgencia estar dispuesta al diálogo, y aún cuando cometió más de un error en la época de las negociaciones de San Vicente del Caguán, no cabe duda que negoció de mucha más buena fe que el Estado, que mientras negociaba, alimentaba a la peor maquinaria de muerte de toda la historia colombiana (las AUC) y preparaba la profundización del conflicto al reforzar la presencia de los Estados Unidos, mediante el Plan Colombia.
No creemos que la oligarquía y sus representantes en el Estado, vayan a cambiar de corazón de la noche a la mañana. De esto se desprende que la presión fundamental por una solución política a un conflicto que no tiene solución real en términos militares, deba ser primordialmente ejercida hacia el Estado, y que la ruta hacia la paz sea una ruta en realidad de lucha popular, en la cual se requerirá la clarificación de esas transformaciones estructurales necesarias para lograr una paz distinta a la de los cementerios. Eso exigirá niveles importantes de movilización por parte de la sociedad y las organizaciones populares, y más aún, requerirá de un nivel de articulación de propuestas y proyectos que desde ya permitan delinear una visión alternativa de país. Tarea nada fácil, porque tendrá necesariamente que realizarse mientras se resisten los embates de la guerra sucia.
El conflicto social y armado… ¿es la excusa?
Según el profesor Medina, la persistencia del conflicto social y armado es la “excusa” que utiliza el bloque en el poder para saquear, abusar y mantenerse en el poder: “Es evidente que los señores de la guerra, los paramilitares amparados por sectores de las Fuerzas Armadas y otros actores legales o ilegales opuestos al interés de los trabajadores y de las fuerzas democráticas se benefician de maneras muy distintas de la existencia y la prolongación del conflicto interno en contravía de los cambios que las FARC se propusieron desde su creación. Hay en especial razones para pensar que el fenómeno Uribe se gestó en el contexto del con razón llamado ‘síndrome del Caguán’, un fenómeno político – emocional que arrastró a la mayoría de la opinión y la puso en manos de la extrema derecha.”
Es cierto que el bloque en el poder, esa alianza de narco-paramilitares, gamonales y empresariado urbano, se ha enriquecido enormemente con la guerra, la cual ha utilizado como un mecanismo de acumulación de Capital. No es difícil comprobar que en los momentos de profundización de la guerra, como el actual, aumenta la concentración de la riqueza y de la tierra, se incrementan las desigualdades, y crecen los indicadores macroeconómicos, como expresión de un modelo capitalista mafioso sui generis.
Pero plantear la cuestión en los términos en que Medina lo hace, es poner la historia colombiana de cabeza. Porque la guerra no la inició la insurgencia, ni las FARC-EP, ni el ELN, ni otros movimientos que han existido. La guerra la inició la oligarquía colombiana con el temprano uso de bandas de pájaros y sicarios, para amedrentar al incipiente movimiento sindical y campesino desde los años ’20 del siglo pasado, cuando el movimiento insurgente ni siquiera era un proyecto en mente de nadie. Eso se hizo en diversos lugares del país, donde campesinos, colonos, aparceros y los nacientes trabajadores asalariados empezaron a luchar por mejorar sus condiciones de vida y de trabajo, y las clases dominantes enarbolando un anticomunismo visceral, que nunca han abandonado, masacraron a los sectores populares en diversas ocasiones, siendo el caso más tristemente célebre el que sucedió en las bananeras en 1928. Y esta guerra contra el pueblo se profundizó después de 1946, ante la presión por tierras en el Eje Cafetero y otras zonas del país. En respuesta a ello, nace el movimiento guerrillero campesino, como una forma de defensa ante las atrocidades cometidas por los lacayos del conservadurismo. De ahí en adelante la historia es conocida y no es necesario ahondar mayormente en ella.
Por tanto, suponer que si desapareciera la insurgencia, desaparecería la “excusa” de la oligarquía para desplazar y asesinar, no es solamente una ingenuidad, sino que es una falta de sentido histórico. El bloque en el poder no necesitó la “excusa” insurgente para regar de sangre el campo colombiano en 1946. Los tiempos son otros, es verdad, pero la impunidad y la frialdad para masacrar por parte de los sectores en el poder, se mantienen como una constante.
Lo que es importante señalar es que la existencia del movimiento insurgente no deja de representar un cierto freno a los designios de ese bloque en el poder. La presencia de la insurgencia es la amenaza más importante a la “confianza inversionista”. Una de las razones por las cuales el gobierno de Santos está buscando por todos los medios terminar con el conflicto armado, es para dar vía libre, sin contrapesos ni frenos de ninguna clase, a la locomotora del Plan Nacional de Desarrollo, que entrega buena parte del territorio nacional al sector agroindustrial y minero-extractivista. No es exagerado decir que si el día de mañana desaparece la insurgencia, sea por derrota militar o por desmovilización, quedarán servidas todas las condiciones para el completo arrasamiento del campesinado de la faz de Colombia. Este es el principal objetivo que busca la oligarquía colombiana, como se observa desde hace tiempo y se reafirma con la expropiación de tierras y la expulsión de millones de campesinos de sus territorios ancestrales, en donde se fortalecen los viejos y nuevos terratenientes, con la activa participación del Estado y de los militares: esta es la contra-reforma agraria que se impuso a sangre, fuego y motosierra en los últimos quince años. Olvidar este aspecto tan fundamental de la guerra en Colombia es creer, de manera ingenua u optimista, que la guerra que se libra no tiene ninguna base objetiva y no estaría relacionada con una política de tierra arrasada, no sólo con respecto a la insurgencia, sino con relación a los campesinos, vistos como incómodos obstáculos en el proyecto de “modernizar” el agro por la vía de la transnacionalización. No por casualidad el paramilitarismo ha operado en la forma como lo ha hecho, recurriendo al crimen y a la persecución de todos los que han sido considerados como enemigos de la oligarquía, pero con especial sevicia contra los campesinos e indígenas.
Insistimos: aún cuando la oligarquía ha sabido enriquecerse también mediante el conflicto, no nos cabe ninguna duda que ella preferiría deshacerse de cualquier forma de resistencia, sea civil o armada… lo cual no significa que estaría dispuesta a renunciar a la violencia[2]. Esto lo planteó de manera meridianamente clara el comandante del ELN Pablo Beltrán cuando dijo en una entrevista: “El debate no es si la guerrilla sigue o no sigue, sino, si la élite va a dejar de hacer la guerra sucia y de poner todo su aparato de Estado para eliminar a la oposición”. Como ejemplo de lo que espera a Colombia en el caso de una derrota militar o desmovilización, tenemos las Zonas de Consolidación Territorial, de las que proviene, según el último informe del CODHES, el 32,7% de desplazados (91.499 personas) en el año 2010, una cantidad desproporcionadamente alta, pese a que son zonas donde la insurgencia tiene una presencia nula o muy baja. Junto a los batallones de contraguerrilla y las bandas paramilitares, llegó en masa la agroindustria (palma aceitera, caucho) y la gran minería, un claro anticipo de lo que viene en camino, junto a la tan manida “seguridad inversionista” y apertura al capital transnacional.
Para entender el proyecto de clase que está detrás de la guerra por parte del bloque en el poder, es bueno constatar lo que ha sucedido en otras experiencias similares a la colombiana. Ahí está el ejemplo de Guatemala, que es extraordinariamente aleccionador. Tras la desmovilización de 1996 la oligarquía guatemalteca no ha tenido ninguna clase de contrapeso para construir el tipo de país que ha querido. ¿El resultado? En 2010 fueron asesinadas 6.500 personas, mientras que el promedio durante el período de conflicto fue de 5.500. También continúa el desplazamiento de campesinos mayas, esta vez de la mano de proyectos minero-extractivistas. Guatemala ocupa el segundo lugar del mundo, después de Colombia, en violencia contra sindicalistas. Y la oligarquía guatemalteca no ha necesitado de la excusa de la URNG para mantener este triste récord. Pero no solamente la violencia ha recrudecido, sino que también las desigualdades sociales; el país se ha convertido en lo que llaman un “Narco-Estado”, donde reina esa clase política mafiosa, sicarial, que es copia y calco de los parapolíticos locales. ¿Ese es el futuro que queremos para Colombia?
Algunos de los momentos del conflicto
No es este el lugar adecuado para emprender un debate historiográfico de tipo político sobre las interpretaciones que en su carta hace el profesor Medina. Simplemente, señalamos algunos aspectos que es necesario matizar. Miremos algunos detalles al respecto. Dice Medina en la mencionada misiva, refiriéndose, a la autodefensa campesina original, de fines de los años ‘40 y comienzos de los ‘50:
“Sin duda en 1949 y en algunas regiones donde venían consolidándose los movimientos de colonos y campesinos, resultó inevitable organizar la autodefensa armada, no ya en defensa de la tierra sino de la vida misma. Pero ya en la primera pausa de “La Violencia” en 1953, había motivos para plantearse la reorganización de un movimiento agrario que, por ejemplo en el Sur del Tolima, venía trabajado con vigor desde mediados de los años treinta. No sobra recordar que en Chaparral, el Partido Socialista Democrático (denominación temporal del Partido Comunista) había tenido ya dos concejales campesinos, uno de ellos el legendario Isauro Yossa.
Pero la reorganización del movimiento campesino no ocurrió. Al contrario cundió el desconcierto y se prolongó la confrontación con antiguos combatientes liberales que respondieron de manera aún más enconada y en efecto agravaron la violencia”.
En este caso, se achaca la responsabilidad a la dirigencia agraria, sin mencionar de ninguna manera que la amnistía de Gustavo Rojas Pinilla en 1953, que condujo a la desmovilización de importantes reductos de tropas campesinas, se complementó con dos mecanismos trágicos que gravitan hasta el día de hoy, y que no pueden ser olvidados: uno, el vil asesinato de gran parte de los principales líderes guerrilleros que se desmovilizaron en los años siguientes, dejando un reguero de muertos del que se perdió la cuenta, y entre los que se destaca, para sólo mencionar dos casos emblemáticos, los de Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure; dos, que a los sectores que no se plegaron al proyecto militar, luego les llovió plomo desde el aire y una persecución inclemente, de la cual el principal ejemplo es el de Villarica. E incluso, el personaje que nombra el profesor Medina, Isauro Yossa, fue sometido a torturas por parte del Estado durante el régimen militar, luego de proclamada la amnistia, como muestra del rabioso anticomunismo que enarboló la dictadura y que fue respaldada por el conjunto de las clases dominantes. Estos aspectos no son mencionados en la carta.
Un segundo aspecto a considerar tiene que ver con la interpretación que el profesor Medina hace del paro cívico de 1977 que, como él lo dice, fue “una protesta formidable, un capítulo de la historia de la muchedumbre política en Colombia”. Para él este hecho fue leído en clave de insurrección, militarmente hablando, y esta lectura llevó a que el movimiento guerrillero privilegiara la vía armada, no teniendo en cuenta que “era necesario ajustar la política a la primacía de los escenarios urbanos y adecuarla a la cultura política que había reflejado aquella protesta multitudinaria contra el alto costo de la vida. El camino escogido fue insistir en las mismas estrategias de antes y darles la espalda a las nuevas realidades”. Esta interesante sugerencia, sin embargo, no tiene en cuenta a fondo, aunque la menciona, la manera como después de septiembre de 1977 se acentuó la represión contra los movimientos populares en el campo y la ciudad, la persecución a los opositores políticos y la radicalización de la fase más brutal de la actual guerra sucia, con la desaparición forzosa de militantes políticos y sociales, todo lo cual será rubricado en 1978 con la aprobación del nefasto Estatuto de Seguridad, y con la entronización de la tortura como práctica del Estado colombiano, que se convertirá en pan de cada día en el nefasto 1979. Este hecho no puede subvalorarse a la hora de apreciar el panorama en el cual se radicalizaron las posturas del movimiento insurgente.
Dice el profesor Medina que este recuento histórico lo hace con el fin de poner énfasis en las alternativas escogidas por la insurgencia, agregando que “las cosas que comienzan por voluntad de las personas también pueden acabarse por voluntad de las personas”. Sin embargo, es necesario precisar que no hubo un abanico de alternativas impuestas al pueblo pobre en Colombia, de cuyo seno nació la insurgencia, y que estas alternativas debieron ser tomadas en un contexto de innumerables presiones, a la sombra de los cañones en una guerra que no comenzó por voluntad de los campesinos, como engañosamente insinúa Medina.
La negociación con el M-19… ¿modelo a seguir?
Una última referencia a la historia reciente es necesaria. El profesor Medina se refiere a la paz firmada con el M-19, con la cual se “adoptaron compromisos que luego fueron parte del proyecto de reforma constitucional que debatía el Congreso en 1989”, en una coyuntura en la cual “confluyeron una organización guerrillera en proceso de paz y el vigoroso movimiento ciudadano por una nueva Constitución -la que sería adoptada en el 91”.
Es importante matizar estas apreciaciones, aún cuando Medina esté en lo correcto al señalar también el despilfarro del capital político que innegablemente tenía el M-19, porque el problema con este proceso fue más de fondo. Para comenzar, lo del “vigoroso movimiento ciudadano” ya se ha convertido en un lugar común, que poca base empírica tiene, complementada con aquella otra afirmación sin sustento alguno de que fueron los estudiantes universitarios los que estuvieron detrás de la llamada “séptima papeleta” que propició, en las elecciones de 1990, que luego se diera paso a la Constituyente. Tal “vigoroso movimiento” estuvo formado por estudiantes de universidades tan poco populares como el externado de Colombia, muchos de los cuales formaron después, en los últimos 20 años, los cuadros de recambio de las clases dominantes, furibundos neoliberales e incluso uribistas. No hubo un proceso de movilización realmente de los sectores urbanos más empobrecidos, y mucho menos, de los sectores rurales. En segundo lugar, tampoco se señala que esa paz con el M-19 (así como con otras guerrillas que decidieron desmovilizarse al mismo tiempo, entre ellas el MAQL y un sector mayoritario del EPL), se hizo con un enorme costo político que eventualmente llevaría a la radicalización de la guerra en las dos últimas décadas: se hizo a expensas del quiebre de la coordinación incipiente alcanzada por el movimiento insurgente en la Coordinadora Simón Bolívar. Como resultado, de ese proceso constituyente fueron excluidas las FARC-EP y el ELN, así como las bases de apoyo campesinas de éstas, sector que no se vio en absoluto representado en este proceso, siendo que está en la génesis misma del conflicto que fue y sigue siendo fundamentalmente agrario. Mientras se hablaba de paz con el M-19 y los demás, se atacaba con bombas y helicópteros, como un anuncio de lo que vendría después, el campamento central de las FARC-EP en Casa Verde, con la esperanza, por parte del Estado –encabezado por Cesar Gaviria Trujillo en ese momento- y de las clases dominantes de asesinar a Manuel Marulanda Vélez y los principales comandantes de ese movimiento insurgente.
Esto, para no hablar de la manera en que la cúpula del M-19 negoció la paz (cuando ya habían sido militarmente derrotados) para su propio beneficio, por unas cuantas migajas, mientras dejaban en la cárcel o en la calle abandonados a militantes de base, que habían puesto el cuerpo durante años en enfrentamientos con el Estado.
Preguntas aún más inquietantes
Medina hace las siguientes preguntas de manera completamente retórica: “¿Cuáles son los beneficios que esta lucha abnegada de tres generaciones de hombres y mujeres guerrilleros le han traído a Colombia? ¿Cuáles grupos de trabajadores rurales o urbanos han logrado conquistas sociales duraderas por obra de las FARC durante este medio siglo?”
Preguntas retóricas, porque él mismo responde, en un párrafo posterior, que la insurgencia: “En regiones enteras han sido el único Estado para la población excluida del acceso a bienes y servicios”. Pero agrega el término “duradera” para dificultar la respuesta, porque obviamente los beneficios o conquistas sociales que han logrado sectores fundamentalmente rurales han estado sometidos a los avatares de la guerra. Y sin embargo, la insurgencia ha podido contener en ciertas regiones, como hemos dicho, el avance de la concentración obscena de tierra que hemos visto en las áreas donde el conflicto se inclinó de manera favorable al binomio paramilitarismo-Estado. Más aún, es un obstáculo para la expansión de la agroindustria y los megaproyectos.
Ahora bien, hay otras preguntas aún más inquietantes que el profesor Medina no osaría hacerse pero que no son menos relevantes para el debate que nos hemos planteado al abordar la cuestión de la guerra y la paz en Colombia. ¿Cuáles son los beneficios conquistados por la izquierda que se ufana de “democrática” en las últimas tres décadas? Pues no se diga que la situación calamitosa de la clase trabajadora es mera responsabilidad de los que combaten en el monte ¿Cuáles son los logros duraderos de la desmovilización del M19, EPL, MAQL, PRT, CRS, CER, Milicias de Medellín, MIR-COAR y del Frente Franciso Garnica, solamente para hablar de los desmovilizados en las últimas dos décadas? Se dirá que su sacrificio, porque recordemos que por lo menos un tercio de los desmovilizados han sido asesinados en medio de la noche y niebla, es lo que nos entregó la Constitución de 1991, que se ha convertido en la verdadera Tabla de Moisés y en la camisa de fuerza a la creatividad política de la izquierda “democrática”.
A la luz de lo sucedido en las dos últimas décadas, desde la aprobación de la Constitución de 1991, existen suficientes elementos para dudar de las grandes transformaciones que con ésta se anunciaron, y de las que hoy tanto se ufanan políticos, abogados e importantes sectores de los que a sí mismos se denominan como “izquierda democrática”. Esa constitución, hay que decirlo claramente, ha sido la legalización del neoliberalismo puro y duro que se ha fortalecido en Colombia en los últimos años y que ha servido para expropiar los bienes públicos y colectivos de la nación, concentrar aún más la riqueza en pocas manos (hasta el punto que en la actualidad con un coeficiente Gini de 0.59 Colombia sea uno de los países más desiguales del mundo). Esta Constitución tan alabada ha dado pie a la flexibilización laboral, a la privatización de la salud, a la conversión de la educación en un bien mercantil, al fortalecimiento del capital financiero, a la dependencia estricta de las autoridades monetarias con respecto a las instituciones imperialistas (como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial). No es casualidad tampoco que el capitalismo mafioso se haya consolidado en la misma época de vigencia de la Constitución y que un importante sector de la izquierda legal haya abandonado cualquier sentimiento anticapitalista y antiimperialista, asumiendo posturas claramente neoliberales, y con los mismos niveles de clientelismo y de corrupción, propios de los partidos tradicionales en Colombia, como lo demuestra, por si hubiesen dudas, la experiencia nefasta de los gobiernos del Polo Democrático en Bogotá, y el vergonzoso travestismo político de personajes como los Garzón, que hoy son uribistas o santistas de primera línea.
Asesinato de opositores: el problema de la Unión Patriótica
La parte que nos pareció francamente inaceptable de la carta del profesor Medina, son sus juicios relativos al genocidio de la UP, los cuales nos parecen no solamente una perversión de la historia sino que se constituyen en una afrenta a las víctimas de este crimen de Estado. Con la manifiesta intención de “abrir fórmulas cerradas”, se hacen juicios que representan un ejercicio de revisionismo histórico sobre una tragedia aún abierta.
Primero que nada, porque Medina tiende un velo sobre el responsable último del genocidio de la UP (y también el del Frente Popular y A Luchar): “La Unión Patriótica fue víctima de una alianza conformada por sectores de las Fuerzas Armadas, mafias del narcotráfico, gamonales políticos y paramilitares.” La omisión de que acá estamos ante un crímen de Estado (reconocido como tal incluso por la CIDH) es inadmisible. Esto reproduce la tésis de un Estado más allá del bien y el mal, neutral ante la tragedia colombiana, “asediado por violentos” (la mención a las Fuerzas Armadas se hace casi como si fuera el “hijo pródigo” del Estado). Tampoco se encuentra una mención, más allá del difuso concepto de “gamonales políticos” de la responsabilidad que cabe a la a los gamonales de la tierra, a sectores empresariales, en una palabra a la clase dominante (frecuentemente llamada oligarquía) en este crímen. En este sentido, la masacre de la UP fue un crímen de clase, pero al parecer las menciones a esos elementos, relacionados con la lucha de clases, son mal vistas en comunicaciones epistolares sobre el conflicto social y armado que se vive en Colombia, como si éste no guardara relación directa con los problemas centrales de la sociedad colombiana, entre ellos la profunda desigualdad y el monopolio terrateniente del suelo.
Pero la parte más delicada, es cuando explica (y casi justifica) el genocidio, diciendo que la “alianza” ya mencionada, pudo aplicar una política sistemática de exterminio porque “la UP, surgida por convocatoria de las FARC, es decir por un movimiento guerrillero que hacía parte de un proceso de paz, tuvo que cargar con el fardo de sostener la política de combinación de todas las formas de lucha.
Me parece que en la encrucijada de 1984 se planteaba la disyuntiva: o bien se profundizaba el proceso de paz y la guerrilla se transformaba en una fuerza política sin apoyaturas militares, o bien se continuaba con la acción insurgente renunciando a la creación de una organización política legal.”
Es sorprendente que su interpretación de ese momento clave en la historia reciente, sea perfectamente coincidente con la del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, que decía frecuentemente que el genocidio había ocurrido por “andar combinando las formas de lucha” –que, dicho sea de paso, es precisamente lo que viene haciendo la oligarquía colombiana hace por lo menos seis décadas.
Pero esta evaluación, que es propia del establecimiento y sus intelectuales orgánicos, no resiste el menor análisis. La Unión Patriótica nació según reglas trazadas por un proceso de negociación con el Estado colombiano y los términos en que ésta se dio estaban claros para ambas partes; que el mismo Estado se haya dedicado a desconocerlos y proceder al exterminio, es injustificable. Pero no sólo eso: la UP comenzó un proceso de paulatino distanciamiento de la insurgencia hacia 1987, el cual se concretó ya hacia 1989 –esto no evitó que el exterminio prosiguiera como si nada, sin que se materializaran esos “amplios sectores políticos y corporativos del país se hubieran constituido en dique de contención frente a esa alianza siniestra”. Por otra parte, en todo proceso de negociación, hay un momento de transición en que las fuerzas confrontadas, efectivamente, se sientan “a dos sillas”. Por ejemplo, en el caso del proceso de paz de Irlanda del Norte hubiera sido impensable para el Estado Británico, haber procedido a la eliminación sistemática de los militantes y dirigentes de Sinn Féin, partido con un muchísimo más claro vínculo con la insurgencia de esa región, el Ejército Republicano Irlandés, IRA. Esto era impensable porque el Estado Británico estaba, efectivamente, interesado en avanzar en un proceso de paz, con todas las limitaciones que pudo tener; en el caso del Estado colombiano, ese interés jamás ha existido. No existió en 1984, tampoco existió en 1997. Ni siquiera la represiva Turquía, que persigue y encarcela a los parlamentarios de los sucesivos partidos independentistas kurdos (los cuales son rutinariamente proscritos cada cierto tanto, solamente para reaparecer bajo un nombre nuevo al poco tiempo), ha sido capaz de cometer un exterminio selectivo de sus militantes, aún cuando la guerra con el PKK se ha reactivado en el último lustro.
Una cosa es que la izquierda que se ufana de “democrática” siga haciendo cargar a la insurgencia el bulto de su propia incapacidad de construirse en alternativa de cambio, o siquiera de plantear una manera diferente de hacer política con relación a los partidos tradicionales. Pero otra muy distinta es que el profesor Medina termine reproduciendo el discurso propio de los círculos más retrógrados de las clases dominantes y de sus ideólogos, como José Obdulio Gaviria, según el cual la insurgencia es la única y verdadera responsable, a fin de cuentas, del exterminio de la UP. Esto es inadmisible. Creemos que este acto de revisionismo histórico debe ser rechazado en los términos más enérgicos, porque constituye una apología “suave” de uno de los episodios más bárbaros de una guerra sucia y degradada, impulsada fundamentalmente desde el Estado hacia el movimiento popular.
Esta lectura unilateral y poco matizada que hace el profesor Medina desconoce la compleja historia colombiana de los últimos 30 años en la cual debe recordarse la importante movilización social y política que se desencadenó en el país desde principios de los años ‘80 y que, en términos políticos, se manifestó en la elección popular de alcaldes de la UP y de otros partidos de izquierda, hecho que conmovió el panorama de la dominación gamonal y bipartidista en las regiones y que fue respondido con el exterminio físico de todos los opositores, incluyendo alcaldes, diputados y consejales que habían llegado a las administraciones locales por la vía electoral. La respuesta que se dio a este proceso de movilización popular fue el terror de Estado y la generalización de grupos paramilitares, que no mataron solamente a miembros de la Unión Patriótica, sino a sindicalistas, dirigentes campesinos, lideres indígenas y afrodescendientes, profesores y estudiantes, intelectuales progresistas, defensores de derechos humanos, y activistas y militantes políticos de diversas fracciones de la izquierda. ¿Podemos, entonces, decir que todas estas muertes son responsabilidad del movimiento insurgente y que la oligarquía colombiana es una mansa paloma de paz? Este revisionismo histórico, verdaderamente insostenible, también tendría que aceptar en consecuencia la tesis de las clases dominantes que nos dice que, como respuesta a la guerrilla, fueron creados los grupos paramilitares, cuando eso se convirtió en un proyecto de Estado, auspiciado y propuesto por los Estados Unidos, desde 1962, cuando todavía no existían ni las FARC-EP ni el ELN.
Verdaderamente, en Colombia la violencia no puede entenderse ni explicarse a partir de la existencia del movimiento insurgente, sino que debe partir de la premisa que aquí se ha practicado una violencia de clase, consustancial al capitalismo mafioso, como se muestra hoy en las regiones en donde se ha fortalecido el paramilitarismo, que ha buscado eliminar, como lo siguen proclamando hoy los sectores más beligerantes de la extrema derecha, todo lo que huela a izquierda, sin importar si tiene vínculos o no con el movimiento insurgente. Porque las clases dominantes en Colombia, como lo diría Noam Chomsky, le tienen “miedo a la democracia”, cuando ésta es real y va más allá de los rituales electorales y formales, y cuando se basa en proyectos que tocan, así de manera indirecta, las verdaderas fibras del poder y la dominación de la cerrada oligarquía criolla. Por ese miedo a la democracia real, las clases dominantes pueden darse el lujo de aprobar textos constitucionales y leyes que en apariencia son de avanzada, pero que son admisibles siempre y cuando sean de papel. Pero cuando se tratan de aplicar de alguna forma y vienen acompañados de la movilización social y popular, inmediatamente viene la reacción violenta para impedir que se materialicen, como sucede, por ejemplo, con las incontables leyes sobre tierras y reforma agraria propuestas en Colombia desde 1936. La realidad colombiana nos demuestra de manera trágica la validez del proverbio haitiano que dice “Una Constitución es de papel; las armas son de fierro”.
El imperialismo y el conflicto
Resulta, por decir lo menos, sorprendente que la carta del profesor Medina endilgue indirectamente a los insurgentes la responsabilidad de la creciente presencia de los Estados Unidos en Colombia. Desde luego, Medina admite que la ausencia de una política internacional independiente por parte del Estado colombiano es un tema que “trasciende a los alzados en armas”. Pero inmediatamente agrega “a mi juicio el que Colombia cuente con ‘la guerrilla más antigua del mundo’, como suele decirse, tampoco ha servido para disminuir la dependencia frente al imperialismo”.
La manera en que se plantea esta cuestión es engañosa. Bien sabe Medina que la nefasta hegemonía de los Estados Unidos en los asuntos colombianos es muy anterior al mentado Pacto Militar Bilateral de 1952, y ciertamente, muy anterior a la existencia de las FARC-EP o del ELN. Incluso, como él mismo lo menciona, las FARC-EP se crean precisamente luego del desarrollo del Plan LASO en contra de comunidades campesinas en Marquetalia y otras localidades, que no representaban una amenaza estratégica para el Estado. Y bien conoce Medina el grado de dependencia tanto material como ideológica, y hasta podríamos decir espiritual, del bloque en el poder respecto de los Estados Unidos. Tomando en cuenta este último factor, es natural que, en la medida en que el conflicto se profundiza, se refuerce también la dependencia y la participación del imperialismo estadounidense en una guerra que el Estado colombiano no tiene ninguna posibilidad de ganar por sí solo, y que requiere de una participación creciente del amo del norte en todos los niveles: dos millones de dólares de ayuda diaria en los últimos años; asesoramiento directo con militares y mercenarios; participación de tropas y oficiales en labores de inteligencia e incluso en acciones sobre terreno, como sucedió en Sucumbíos en marzo de 2008 o en la llamada Operación Jaque…
Los niveles de dependencia y penetración imperialista que hemos visto desde la puesta en práctica del Plan Colombia, los más agudos en una larga y humillante tradición de servil sumisión, son sintomáticos de la acentuación del conflicto. Claramente la “guerrilla más antigua del mundo” no ha servido para disminuir la dependencia del Estado colombiano frente al imperialismo, porque esta dependencia no puede ser entendida como un factor que pueda aislarse de la compleja maraña de condiciones económicas, sociales y políticas que han condicionado esta sangría de más de seis décadas que padece el pueblo colombiano. El imperialismo no representa, en realidad, una tercera variable, independiente de los otros dos actores (Estado e insurgencia), sino que es un agente activo tras la contrainsurgencia que lleva a cabo el Estado colombiano desde hace más de medio siglo.
De la misma manera, si se nos permite hacer política-ficción, la desaparición de la insurgencia del escenario colombiano, sin una radical transformación del país, tampoco garantizaría el término de esa hegemonía de los Estados Unidos en todos y cada uno de los aspectos de la política colombiana. Sostener tal cosa sería una ingenuidad. Al contrario, creemos que este escenario generaría las condiciones para una política neocolonial aún más humillante, como ya se vislumbra con la probable aprobación del Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos. Tal vez disminuiría, a lo sumo, la necesidad de una tan abultada cooperación militar como en el presente. Pero lo militar es garantía para el desarrollo de los intereses económicos y geoestratégicos de los Estados Unidos en la región, que es lo que verdaderamente les importa. La desaparición de los movimientos insurgentes en El Salvador y en Guatemala no se reflejó en una política internacional o doméstica más independiente por parte de esos países, sino que, en sentido opuesto, la hegemonía de los Estados Unidos se volvió absoluta y envolvente, a la vez que la dependencia se ha profundizado a niveles impensables. Incluso, con la desintegración social que se vive en Centroamérica, la “guerra contra las drogas” plantea un nuevo escenario para la penetración militar de los Estados Unidos, como lo estamos viendo hoy en México, Costa Rica, Panamá, Guatemala y Honduras.
Cabe preguntarse ¿quién dijo que la presencia de los Estados Unidos en Colombia tiene solamente por interés combatir a las FARC-EP o al ELN? Ese componente contrainsurgente está relacionado con los intereses estratégicos de la dominación imperialista en su patio trasero, en el cual este país tiene una posición privilegiada. Suponer algo de este estilo es reproducir los argumentos más convencionales del propio Estado colombiano y de las clases dominantes, que continuamente agradecen a Estados Unidos por su “desinteresada colaboración” en defensa de la pretendida “democracia colombiana”, al tiempo que regalan y obsequian los recursos mineros, la biodiversidad, los páramos, los parques, los ríos y todo cuanto se pueda mercantilizar, a las empresas transnacionales, entre las que sobresalen las de los Estados Unidos.
En pocas palabras, el problema de la penetración imperialista en el país no pasa por la presencia o no de la insurgencia, sino que depende de la capacidad de impulsar cambios estructurales en el país, entre los cuales el más importante es la derrota política de una elite estructuralmente sometida y dependiente.
La guerra contra las drogas: un debate pendiente
No menos sorprendente deja de ser la interpretación que Medina hace de la afirmación del comandante Cano de que “ninguna unidad fariana, de acuerdo a los documentos y decisiones que nos rigen, (énfasis añadido) pueden sembrar, procesar, comerciar, vender o consumir alucinógenos o sustancias psicotrópicas. Todo lo demás que se diga es propaganda”. Según Medina, la mención de Cano a documentos y decisiones que les rigen, sería la prueba irrefutable de que en las FARC-EP, así como en el resto de Colombia, la ley “se obedece pero no se cumple”. O sea, como dice el conocido refrán, palo porque bogas, palo porque no bogas. Sea cual sea la respuesta de Cano, la conclusión de Medina, cuya lógica se nos escapa, es que los miembros de la insurgencia serían narcotraficantes. Puede que el profesor no quiera figurar entre los propagandistas, como él dice, pero esta afirmación, que no sustenta en ninguna clase de evidencia, se hace eco de la propaganda machada hasta la saciedad por los medios de comunicación de masas, que se han convertido en verdaderos apéndices del Estado. Sabemos que una mentira repetida muchas veces termina por convertirse en verdad incuestionable.
Esta propaganda lo que busca es hacer borroso el claro linde que existe entre el narcotráfico -tradicional aliado de la contrainsurgencia y de las elites políticas y económicas del país- y la insurgencia. La razón práctica es que, aparte de los fondos destinados a la contra insurgencia, los fondos de la mal llamada “guerra contra las drogas” también terminan siendo empleados en la lucha contrainsurgente, mientras se expanden los cultivos en las áreas controladas por el paramilitarismo y el Estado colombiano, por cuyas rutas de tráfico el “oro blanco” fluye en auténticos manantiales, como lo demuestra la sostenida baja del costo de la cocaína tanto en Europa como en los Estados Unidos. La razón política, obviamente, consiste en el asesinato moral de la insurgencia y en reducirla a un fenómeno criminal y no político. Tal esfuerzo ha ido acompañado de otras iniciativas tales como reducir el número de condenas por rebelión y presionar condenas por terrorismo, reportar las acciones bélicas de la insurgencia como “actos delictivos”, repetir que la “guerrilla ya no tiene ideología” (mientras esquizofrénicamente se denuncia con gran estridencia al “comunismo”) o ahora, incluso, hablar de una supuesta “alianza diabólica” entre las estructuras paramilitares (que el establecimiento denomina Bacrim) con la insurgencia –lo cual, según el investigador Mauricio Romero, de la CNAI, no es otra cosa que una manera de “criminalizar a las FARC y torpedear cualquier negociación con la guerrilla” (“Las Bacrim asustan a Colombia”, BBC Mundo, 17 de Febrero, 2011), y agregamos nosotros, que constituye un esfuerzo del Estado colombiano de mostrarse ante la opinión pública como un actor neutral “presionado por violentos”, imagen que ha sido reforzada desde la academia por todos aquellos violentólogos que hablan de que “Colombia es una democracia asediada”, en la cual el Estado sería una pobre victima.
El tema de la “guerra contra las drogas” es de importancia capital, porque forma parte de una de las estrategias de penetración imperialista en Colombia, pero también tiene relación con un problema que afecta a amplios sectores empobrecidos de colombianos, que son criminalizados en su lucha por subsistir. En primer lugar, está la política reconocida por parte de las FARC-EP, de cobrar el gramaje a los narcotraficantes que operan en las áreas de influencia insurgente. Esta política se inició en 1983, después de varios años de oposición inicial al cultivo de hoja de coca, y debe ser hecha una doble lectura de ella. Por una parte, siendo la principal actividad económica del país, ofrecía una invaluable fuente de ingresos para una organización con limitadas posibilidades de financiamiento debido a su carácter ilegal y con crecientes presiones económicas debido a su crecimiento; al igual que se cobraban impuestos a otras actividades económicas en virtud del decreto 002 de las FARC-EP, consideraron necesario no eximir, debido a la ilegalidad de su actividad comercial, de ese pago al narcotraficante. Por otra parte, tampoco las FARC-EP podían atacar las subsistencias de la población rural empobrecida en las zonas de su influencia, que dependen del cultivo de coca para complementar sus reducidos ingresos. La insurgencia incluso llegó a imponer precios justos a los narcotraficantes, ganándose las simpatías de raspachines y cocaleros, que constituyen algo así como el proletariado de las zonas cocaleras.
En segundo lugar, está la utilización que hacen los Estados Unidos, con plena complacencia del Estado colombiano, de la “guerra contra las drogas” como una manera de profundizar su penetración en el quehacer nacional y para fortalecer al aparato militar contrainsurgente colombiano (catalogando a la insurgencia como un “cartel”, pese a que nunca han traficado, ni tienen laboratorios, ni pistas aéreas), a la vez que dirigen una guerra económica contra la insurgencia y contra sus bases sociales de apoyo, pues las áreas que se fumigan o donde se practica la erradicación manual, son áreas de influencia guerrillera, no zonas de influencia paramilitar o militar.
Sin embargo, rara vez se menciona que en las dos negociaciones conducidas por las FARC-EP se han hecho propuestas de sustitución de cultivos ilícitos que jamás fueron consideradas seriamente por ningún gobierno, los cuales han reproducido dogmáticamente el discurso anti-narcóticos impuesto desde Washington a expensas del interés de las comunidades campesinas empobrecidas, demostrando así su carácter subordinado. Discurso por lo demás hipócrita cuando vemos el nexo profundo que existe entre los partidos de gobierno con los narcos y con el paramilitarismo. Creemos que este tema debe ser abordado tomando en cuenta las propuestas que las propias filas insurgentes han hecho, pero creemos que es necesario ir más allá, y desarrollar un debate real, serio, nacional, en torno a la cuestión de la “guerra contra las drogas”. El debate –hasta ahora vedado- en torno a los narcóticos no puede seguir siendo desarrollado desde una perspectiva puramente moralista, ni mucho menos oportunista, sino que de manera realista, privilegiando los intereses de las comunidades campesinas antes que los caprichos imperiales de Washington. Es hora de abrir el debate más allá de la demagogia del Estado, que por una parte criminaliza, y por otra, recibe con los brazos abiertos a narcotraficantes en el Palacio de gobierno y les permite sentarse en el Parlamento. Este debate, de más está decirlo, sería una manera de evidenciar uno de los falaces argumentos de los Estados Unidos para intervenir, y por eso es que no les conviene que el debate tenga lugar.
Algunas reflexiones finales
La carta del profesor Medina nos ha dado la oportunidad de exponer nuestros propios puntos de vista sobre cuestiones vitales de la realidad colombiana. Lo hacemos con el ánimo de aportar a un debate que debe necesariamente ser infinitas veces más amplio, y en el cual el conjunto del pueblo debe participar decididamente. Permítasenos, por tanto, concluir con algunas reflexiones que, de manera esquemática, engloban los argumentos centrales de este escrito.
- La persistencia de problemas sociales profundos en el país, que están en la raíz del conflicto, no se solucionan ni aligeran por la mera existencia de la insurgencia. Tal visión parece ignorar que el conflicto aún no se ha resuelto.
- Este conflicto no es solamente armado, sino que es ante todo social. Su orígen se encuentra en la violencia de clase secular que la oligarquía ha practicado ante la movilización popular. Los análisis del conflicto no pueden ignorar la estructura de clases de la sociedad colombiana (y la lucha que entre éstas se libra), ni su estructura económica dependiente, deforme y desagregada. Siendo un conflicto ante todo social, su solución no puede ser militar.
- De esto se desprende que la llave para solucionar el conflicto pasa por la capacidad que tenga el pueblo colombiano de construir un espacio de convergencia amplio y participativo, teniendo por punto de partida su propia tradición e historia de luchas. Este espacio es el que debe articular la solución política al conflicto, como expresión amplia, nacional, del movimiento popular (no de ese sofisma llamado “sociedad civil”), mediante la construcción de un proyecto alternativo, colectivo, y a la luz de los enormes desafíos y obstáculos, revolucionario, que permita la superación del conflicto.
- El terrorismo de Estado y de la oligarquía, tiene por principal objetivo impedir que este espacio de unidad y lucha del pueblo se materialice.
- El ambiente de terror, de amenazas y la omnipresencia del sicariato pueden explicar la cautela, la excesiva circunspección, la autocensura, pero no deberían convertirse en justificativo para la pérdida del sentido histórico ni para la falta de lucidez política.
- Nosotros no damos el beneficio del buen corazón ni a la oligarquía ni a los sectores corporativos a los que hace mención el profesor Medina. Creemos que esta cautela se basa en la propia experiencia de Colombia en el siglo XX y lo que va del XXI. La oligarquía jamás negociará de buen corazón. De ello, se deriva que la búsqueda de la solución política al conflicto deba hacerse con la presión de las masas; si las masas no entran al proceso político de solución al conflicto, todo se resolverá a favor de los intereses de las elites políticas y económicas del país, y de sus patrones en el frío país del norte.
- Esas masas no entrarán a la arena de la solución política si no pueden convertirse en actores directos y en derecho propio, lo que significa la apertura a otras voces que surgen desde el pueblo y el abandono de resabios estalinistas que están reñidos con la multiplicidad de actores y tradiciones de lucha que componen al bloque de los de abajo en Colombia.
- La insurgencia, dependiendo de quien la juzgue, puede ser una mala o una buena respuesta a esta violencia de clase que ha dominado el último siglo de historia colombiana; lo que es indudable, es que es una de las tantas formas con que el pueblo ha resistido y en cuanto tal, no puede ser considerada como un mero “actor armado” ajeno al sector oprimido y explotado de la sociedad colombiana. Quizás no sean los voceros del conjunto del pueblo, pero sí representan la voz de un sector importante de éste, que no puede ser ignorado.
- La derrota militar de la insurgencia, como en el caso de Sri Lanka (a un costo humano pavoroso), o en la mesa de negociaciones, como en los casos de Guatemala y El Salvador, no es solamente un escenario remoto, sino que además indeseable. Como hemos visto, este no es un resultado que pueda generar una sociedad cualitativamente diferente a la que ya existe, y ni siquiera una sociedad en paz, en el sentido orgánico del término. Si miramos la situación social y económica de esos países centroamericanos, el capitalismo maquilero se ha entronizado como la terrible realidad cotidiana de la mayor parte de la población, al lado de bandas criminales herederas de los grupos paramilitares, que hacen y deshacen a sus anchas, como lo demuestra el reciente asesinato de Facundo Cabral. Si miramos a Sri Lanka, tras la victoria militar quedó una sociedad militarizada, donde las desapariciones y asesinatos selectivos siguen siendo pan de cada día, y donde aún hay 300.000 personas en campos de concentración.
- Por deseable que sea la paz, es necesario reconocer que hay paz en los cementerios y también la hay en los campos de concentración. No podemos engañarnos: para alcanzar la paz sostenible orgánica, real, duradera en Colombia, habrá que luchar para ejercer una serie de transformaciones sociales bastante profundas, que quiebren el espinazo a la dominación del capitalismo mafioso que ha ahogado al país en su propia sangre. La justa demanda por la paz no puede ser antepuesta como un velo que impida el debate real, de fondo, que es qué tipo de Colombia queremos construir.
- La discusión de qué Colombia queremos construir no debe tener como camisa de fuerza modelos que se intentan imponer, por sectores de la izquierda “democrática”, desde experiencias diferentes a las que el propio pueblo colombiano ha construido en más de medio siglo de resistencias (en plural). Aún cuando consideremos que esa Colombia que queremos construir deba ser parte fundamental de una Latinoamérica hermanada desde sus pueblos, y no desde sus élites, no por ello, debemos ignorar las particularidades propias de este país. Hemos insistido en que Colombia ni es Porto Alegre, ni es Caracas, ni es Buenos Aires. Tampoco vemos esas experiencias con la misma reverencia con que lo hace el profesor Medina: un análisis juicioso de los gobiernos progresistas o del “socialismo del siglo XXI” demuestran que no ha habido intentos serios de superar un modelo desarrollista-extractivista, y nos parece desacertado e indeseable intentar aplicar recetas que ya evidencian sus limitaciones para impulsar un proyecto verdaderamente alternativo y anti-capitalista.
- Colombia es un país con su propia tradición, rico en su propia experiencia de luchas. Rescatar los horizontes emancipatorios propios del pueblo colombiano, ese acumulado político que la oligarquía está empeñada en erradicar de la memoria de los hombres y las mujeres, mediante el revisionismo histórico y la eliminación física de los depositarios de esos acumulados, es una tarea urgente para recomponer una izquierda con real vocación de transformación social.
- Ahí es donde creemos que hay varias interrogantes abiertas para el pueblo colombiano. ¿Cómo superar lógicas militaristas y vanguardistas de comprender el conflicto social? ¿Cómo construir diques de contención efectivos en contra de la costumbre de la oligarquía de exterminar a las alternativas políticas que desafíen su hegemonía? ¿Cómo superar las fricciones producidas en el bloque popular por las diferentes elecciones tácticas hechas por distintos sectores? ¿Cómo mejorar la comunicación de los proyectos emancipatorios y generar una cultura de diálogo real en el bloque popular? ¿Cómo apelamos a las masas a la lucha, mediante llamados a movilizarse por la paz o por las transformaciones sociales, o ambas?
Todas estas interrogantes, así como muchas otras, forman parte de una discusión política, urgente y necesaria, pero que no se puede cerrar con el llamado a una virtual capitulación, en la cual no se afronten los problemas estructurales de desigualdad e injusticia que caracterizan a la sociedad colombiana, y que son la base real del conflicto social y armado interno.
José Antonio Gutiérrez D.
Uriel Gutiérrez
Julio, 2011
[1] http://www.razonpublica.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2213:carta-abierta-a-alfonso-cano&catid=19:politica-y-gobierno-&Itemid=27
[2] Este argumento es muy importante, porque con la misma falta de sentido histórico y desconocimiento de la realidad del conflicto social y armado, hay un sector de la socialdemocracia colombiana que insiste en que la insurgencia es “la mejor aliada de la ultraderecha”, pues supuestamente, por culpa de la insurgencia, la izquierda no ha sido capaz de llegar al poder. Independientemente del desatino que representa que la socialdemocracia culpe de su propia incapacidad a la insurgencia, este disparate ignora que es en realidad el terrorismo de Estado el cual ha impedido, mediante el asesinato selectivo, el terror y la destrucción de los tejidos sociales que sustentan proyectos progresistas, la concreción de una alternativa de izquierda (a la izquierda de la socialdemocracia, claro). Pero peor aún: ignora que el odio de la oligarquía por la insurgencia es visceral y profundo, que su determinación de aplastarla es muy real (como lo demuestran los bombardeos y las recompensas por cabeza al más puro estilo del Far West) y que la confrontación armada es un constante dolor de cabeza, que representa el problema estratégico clave del bloque en el poder durante 60 años.