Corría el mes de marzo del año 1993 y La Habana hacía pocos días había dejado atrás la Tormenta del Siglo, aun cuando todavía en muchos lugares las huellas del desastre estaban frescas; el llamado Período Especial se hacía sentir con fuerza en la mayor parte de los hogares cubanos y pocos, fuera de nuestras fronteras, podían augurar que la Revolución de 1959 seguiría en pie por mucho tiempo más.
En esas circunstancias, por primera vez en mi vida monté un avión para visitar otro país; no lo hacía como turista ni mucho menos, allá iba con la encomienda de llevar una importante carga de obras de las artes visuales cubanas, que un grupo de nuestros principales creadores había decidido donar a la Fundación La Verde Sonrisa, creada hacía muy poco por el comandante Borge para ayudar a niños “de la calle”. En aquella ocasión esas ciento veinte pinturas, dibujos, grabados y fotografías que yo transportaba como comisario, se unirían a otras cientos de obras que, desde muchos países de nuestro planeta, se habían podido reunir para organizar una gran exposición-venta, destinada a recaudar fondos que permitieran seguir adelante en su empeño de darle mejores condiciones de vida y apoyo humano a aquellas niñas y niños que diariamente, eran atendidos con amor por un grupo de personas que dirigía la Dra. Luz Danelia Talavera, como responsable de la Fundación.
Llegué al aeropuerto de Managua a eso del mediodía y el calor era asfixiante. Los trámites de aduana fueron muy rápidos y, con la valiosa carga montada en una camioneta, partimos hacia el reparto Bello Horizonte; en su oficina me esperaba el comandante Borge para almorzar. Entré y él se levantó para darme un abrazo e, inmediatamente, sin darme un respiro, comenzar a “bombardearme” con infinidad de preguntas sobre los destrozos de la tormenta, sobre cómo estaba la recuperación, que si la UNEAC había sufrido daños en sus instalaciones; sobre mi hijo, mi esposa, me preguntaba por artistas, escritores, si habían sufrido daños, en fin… poco comimos, pero pienso que llenamos nuestros espíritus con exquisitos manjares, sobre todo él, que sonreía de emoción al saber que la situación estaba bajo control y aquellos amigos y amigas por los que había preguntado, gozaban de excelente salud. Se sintió muy feliz cuando le comenté que yo conocía a Pedro y a Rosita, dos amigos de él, de Daniel Ortega y de muchos otros nicas que alguna vez estuvieron en Cuba; de esos dos extraordinarios revolucionarios cubanos conversamos un buen rato.
Ese día Tomás no me dejó descansar. Me dio apenas unos minutos para que me llevaran al lugar donde viviría durante mi estancia en Managua y casi media hora después fue personalmente a buscarme allí, pidiéndome ir con él hacia la sede de la Fundación para ver las obras que traía. Durante más de dos horas lo vi sonreír casi como un niño, mientras admiraba una a una, cada obra. En ese instante no sabía que había caído en una “trampa”; me preguntó si no sería inconveniente para mí ayudar en el montaje de la exposición y le dije que no, que no habría problemas, salvo que Abel Prieto me había pedido volver en un par de semanas a La Habana; me dijo que él se encargaría de ese detalle, que no me preocupara, y así fue.
Las dos semanas iniciales previstas para mi viaje, se convirtieron en casi siete, en las que no solo me encargó el montaje de todas las obras que se iban a exponer -lo que hice con el apoyo de un carpintero local al que llamaban Don José, y de una gloria de la plástica continental como Luís Tomasello, genialmente sencillo-, sino que casi diariamente me llamaba a su oficina o iba a mi encuentro donde me hallaba trabajando, a hablar sobre poesía, sobre béisbol, pero también durante largo rato conversábamos de temas políticos, sobre las bellezas de esa Nicaragua que yo iba descubriendo en los pocos ratos libres que tenía: volcanes, lagos, historia, el vuelo del guardabarranco al amanecer, la fundación del Frente Sandinista, los terremotos y nuevamente la poesía y “Un grano de maíz”, del que me dedicó un hermoso ejemplar publicado en El Salvador y que he conservado desde entonces con gran celo.
Finalmente se inauguró la exposición y allí cantó su esposa Marcela Pérez. En todo momento Tomás la trataba con gran ternura, la mimaba, mientras era feliz atendiendo a los presentes, quienes maravillados con aquellas casi catorce salas repletas de joyas donadas a la niñez nicaragüense por maestros universales como Guayasamín, el propio Tomasello, Nelson Domínguez, María Rojo o Arnaldo Guillén, entre muchos, no podían mas que aplaudir la iniciativa y generosamente compraban obras o reservaban algunas para adquirirlas luego y así, contribuir al éxito final del proyecto.
Llegó la fecha de mi regreso a Cuba. Los amigos me ofrecieron una despedida sencilla, aunque no habían descuidado ni un detalle de aquellos manjares que tanto había elogiado durante mi estancia: allí había pinolillo, macatamales, dulces de todo tipo y color, tortillas, arroces con verduras hasta entonces desconocidas para mí y música local. Abrazos y besos, lágrimas sinceras y, sin esperarlos, casi a la medianoche… llegaron Tomás y Marcela. Me abrazaron con gran cariño y me regalaron una de esas hamacas artesanales de Masaya que había admirado desde que vi una pero a la que, por cuestión de precio, ¡jamás habría podido comprar! Aun la tengo guardada en el mismo bolso en que llegó a mis manos. Es uno de los pocos objetos materiales que amo y el único valor que tiene para mí después de casi veinte años en mi poder, es el de la amistad y el cariño con que me la entregaron esa noche.
Varias veces después pude conversar con Tomás y Marcela en La Habana; siempre iguales, siempre amigos. Cada fin de año recibía mi paquete de pinolillo, Flor de Caña y otras golosinas navideñas. Después dejamos de vernos porque la vida es así de imprudente y extraña, pero jamás olvidé un detalle de ese amor que dejaron en mi persona.
Ahora conozco que el comandante Tomás Borge ha muerto. He llorado como cuando partió mi padre, pero he reído por tantas cosas hermosas que ambos me legaron para enrumbar mi propio camino en la vida. Gracias,
La Habana, mayo del 2012
En la foto: Jorge Jorge y Tomás Borge.