“La ideología no es algo críptico ni una clave de sectas: es la noción básica que cada uno tiene sobre la mierda y el rocío.”
Orlando Barone.
Pude conocerlo y faltó a la cita. Iba a venir a Mendoza el 20 de noviembre de 2010. Estaba invitado a la degustación anual que la Bodega Familia Zuccardi hace para celebrar los vinos nuevos y el trabajo fecundo sobre una tierra sufrida y amada. Íbamos a compartir con él, con Felipe Pigna, Luciano Galende, la Negra Vernacci y miles de mendocinos, el asado, los frutos y la solidaridad. No vino. Se murió un 27 de octubre, dicen que como daño colateral de las balas que mataron al estudiante troskista Mariano Ferreyra una semana antes.
Me hubiera gustado decirle que le devolvió a este tipo sesentón el honor de ser ciudadano del Sur, que lo impulsó a renovar su ímpetu y su curiosidad por las nuevas maneras de buscar al prójimo, le aclaró su lugar en el mundo, junto a los marginados, los grasitas, los más. Pero no pudo ser. Ese día Felipe y yo presentamos su “Libertadores de América” entre toneles y el cariño de la gente.
Ese día nos hizo falta. También el domingo 23 a la noche, cuando la Historia (la señora que mi amigo Galeano pide acompañar, no empujar) dio el paso que la época necesita.
Néstor Kirchner y su camino hacia el poder creció “desde el pie”, como sigue cantando Alfredo Zitarrosa. Con apenas el 22% de apoyo ciudadano en 2003, entró a la Casa de Gobierno nacional sin complejos y con la convicción necesaria para sacar a la Matria del infierno al que la llevaron varios de los postulantes de la oposición actual. Más de uno, seguro.
Comienzo por él porque fue el primer actor de una obra que hoy suma a millones.
Un padre, una madre y un bebé en su cochecito. El periodista le pregunta por qué está en la Plaza. Y el pibe, porque el padre es un joven que no llega a 30, le cuenta que en diciembre de 2001 estuvo “laucheando”, un porteñismo eufemístico que significa saqueando. Entraba en supermercados junto con otros como él y arrasaban con lo que podían. Preferentemente, comida y electrodomésticos. Hoy puede elegir laburos, dijo.
Otra. Tiene barba, negra y tupida. Lleva sobre sus hombros al hijo. Dice que no es ni fue militante, esa categoría tan demonizada por Don Mediático, el censor de voluntades colectivas. Se le humedecen los ojos. Es su propio rocío.
Otra. Un cartel hecho con fibras azules, casero y con la inspiración de los que saben de dónde vienen y adónde van. Se nota que ella, porque es una mina, ve televisión. A lo mejor así conoció a Grecia, Portugal y España. La pancarta dice: “No soy una indignada. Soy feliz”.
Se me dirá que retrato casos individuales. Es cierto. Pero con un detalle. ¿Cómo llamar a un fenómeno que abarca a once millones seiscientos mil casos individuales? Un filósofo caracúlico le llamó fascismo. Allá él. La sonrisa de aquel pibe que saqueaba para comer no tiene el rictus de odio que caracteriza a los fachos, precisamente. Ahora que lo pienso, el mismo rictus de odio con que el filósofo en cuestión dictaminó su sentencia.
Acerca de la figura, personalidad y proyección de Cristina ya escribieron Mario Goloboff, José Pablo Feinmann, Sandra Russo, Mempo Giardinelli. También Marta Dillon dijo lo suyo respecto del tobogán ético y político de Elisa Carrió. Con el valor agregado de que Marta es la autora de “Santa Lilita” (2002), una fenomenal biografía de la otrora esperanza blanca del neoprogresismo nacional.
Como venimos de allí, de un país con mal olor, saqueado, laucheado, con abulia, con anomia y anemia, enmierdado por los poderosos defecantes ; como sospecho que, cada vez que la miro hablarnos y la escucho mirarnos, se me humedecen los ojos pero no se me enturbia la mirada, es que creo que estamos aprendiendo, lenta pero sólidamente, que somos capaces de producir rocío. Ese fresco perfume de los amaneceres.