El autor de la matanza que ha conmocionado Noruega no se llamaba Ben, Bin, Alí, Mohamed o López sino Anders Behring Breivik.
No era negro o mestizo, de ojos oscuros, mirada torva e inquietante semblante, sino blanco de ojos azules y distinguida apariencia.
No vestía babuchas ni se ponía turbantes, sino impecables trajes europeos, incluyendo la imprescindible corbata. Tampoco calzaba sandalias sino elegantes zapatos de caros apellidos.
No comía quipes, tipiles o dátiles, sino hamburguesas y patatas fritas.
No veía Tele-Sur o Al Yazira sino la CNN
No procedía de ningún suburbio de Yemen, Pakistán o Iraq, sino de un acomodado sector de Oslo.
No fue estudiante meritorio de ninguna madraza talibana o escuela coránica, sino de una universidad privada de su país.
No había permanecido oculto en ninguna remota cueva de Tora Bora, ni en un inexpugnable refugio de Kabul, sino en una apacible granja noruega.
No había peregrinado a La Meca sino al Estadio del equipo de fútbol FK Lyn de quien era aficionado.
No era miembro de Al Qaeda, ni de la Jihad Islámica, de Hamas o del Frente Moro de Liberación, sino del derechista Partido del Progreso noruego.
No participaba de cultos satánicos, ni profesaba la religión musulmana o hinduista, sino la católica, apostólica y romana. Tampoco leía el Corán sino la Biblia.
No era antisemita sino proisraelí. “La lucha de Israel también es nuestra lucha”, había escrito en su blog. Tampoco era un antisistema, se limitaba a odiar a los musulmanes, a los comunistas y a los emigrantes.
Era, obviamente, un “común y ejemplar noruego”, habitual de Facebook y Twitter que, en absoluto, como declarase la propia policía noruega, había despertado nunca sospechas sobre sus intenciones.
Imagem: Assassino na alameda – Edvard Munch (1919)