Por Atilio Borón.
El proceso emancipatorio que se desataría con fuerza en el Río de la Plata luego de la derrota de las dos invasiones inglesas a Buenos Aires, en 1806 y 1807, enfrentó desde su nacimiento a dos formaciones sociopolíticas muy claramente definidas. Por un lado, un bloque oligárquico-colonial que a través de sucesivas mutaciones llega hasta la actualidad y que hoy se encarna en el macrismo como su expresión sociopolítica; enfrentándolo había un sector de inspiración jacobina que concebía a la emancipación como un paso hacia la construcción de un nuevo tipo de sociedad, liberada de las lacras del viejo orden colonial. Figuras sobresalientes en este grupo eran Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo, todos graduados de la Universidad de Chuquisaca, la segunda universidad creada en suelo americano después de la de Santo Domingo y situada en lo que hoy es la ciudad de Sucre. De esta suerte de Harvard hispanoamericana de la época colonial salieron algunos de los cuadros intelectuales más importantes de los procesos independentistas de Sudamérica. Además de los arriba mencionados deberíamos agregar los nombres de José Ignacio Gorriti, José Mariano Serrano, Manuel Rodríguez de Quiroga, uno de los líderes de la gesta independentista del Ecuador; Mariano Alejo Álvarez, precursor de ese mismo proceso en el Perú y Jaime de Zudáñez, que desempeñó igual papel en el Alto Perú. No es un dato menor recordar que esa magna universidad fue el foco que precipitó la Revolución de Chuquisaca el 25 de Mayo de 1809, exactamente un año antes que la revolución de Mayo en Buenos Aires. A este notable grupo se le unió, en el Río de la Plata, la figura gigantesca de Manuel Belgrano, un auténtico “hombre del Renacimiento.” Belgrano fue un refinado intelectual, un lúcido economista que todavía hoy sorprende con sus premonitorios análisis y audaces propuestas reformistas, periodista de fina pluma, político y estratega militar, todo eso aparte de su profesión de abogado. Un hombre, como Bolívar, que nació en una familia adinerada y que puso toda su fortuna al servicio de la revolución y la independencia. Y como el caraqueño, murió también él sumido en la pobreza. Para estos radicales rioplatenses como para Bolívar y Miranda en el norte de Sudamérica, la derrota del imperio español no podía ni debía limitarse a la abolición del régimen político colonial y su sustitución por otro independiente sino que debía también acabar con las opresivas y arcaicas estructuras e instituciones económico-sociales impuestas por el conquistador ibérico. La propuesta de esta ala radical del proceso independentista no se limitaba, como en el caso del bloque conservador, a sustituir unas autoridades por otras sino que apuntaban a la construcción de una nueva sociedad. Tal como lo anotara el historiador Felipe Pigna, Moreno lo expresó con todas las letras en su “Prólogo” a El Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau: “Si los pueblos no se ilustran … si cada uno no conoce lo que puede, lo que vale o lo que debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y luego de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir jamás la tiranía.” Un siglo después sería Lenin quien manifestaría su preocupación por la suerte de aquellos, en este caso el proletariado, que luchan contra el esclavista sin pretender acabar con la esclavitud. Al igual que Bolívar, San Martín y Artigas, aquel grupo de geniales jacobinos sudamericanos que anhelaba construir un nuevo orden pos-colonial fue aplastado por la reacción oligárquico-colonial. Pero dejaron sembradas unas semillas que fecundarían vigorosamente tiempo después y cuyos frutos serían recogidos y multiplicados por Martí, Mariátegui, Fidel, el Che y Chávez, entre tantos otros.
En este sentido, la realización del Congreso de Tucumán que declararía solemnemente la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata sería apenas una primera floración de aquellas semillas. En ese momento, 1816, el escenario internacional había cambiado para mal. Los vientos huracanados de la Revolución Francesa y las cruzadas napoleónicas habían amainado. La derrota de Napoleón en Waterloo precipitó, con el Congreso de Viena, la restauración de las monarquías y la reconstrucción de las viejas fronteras europeas que habían sido borradas del mapa por el arrollador empuje de los ejércitos de Napoleón, firmando con premura el certificado de defunción del ciclo revolucionario abierto por la Revolución Francesa. Sin embargo, la dialéctica de la historia demostró con elocuencia que aquel ciclo distaba mucho de haber sido clausurado. Gramsci observó con sagacidad que su culminación efectiva tuvo lugar en Octubre de 1917 en Rusia, cuando los bolcheviques tomaron el cielo por asalto y clausuraron, entonces sí que definitivamente, el ciclo abierto por la revuelta parisina de julio del 14 de Julio de 1789 para abrir otro, con un contenido de clase y un horizonte político radicalmente distinto: la era de las revoluciones socialistas.
En el caso concreto del imperio español en América los acuerdos gestados entre Metternich y Teyllerand en el marco del Congreso de Viena decepcionaron a la monarquía ibérica porque no contemplaban el apoyo europeo para recuperar sus levantiscos territorios allende el Atlántico. Pese al desaire de sus socios europeos, cuyos principales actores y sobre todo el Reino Unido veían como beneficioso para sus intereses la desintegración del otrora imponente imperio español en América, el re-entronizado Fernando VII lanzó una violenta y masiva ofensiva militar destinada a reconquistar sus posesiones americanas. Era, como lo confirmó la historia, una empresa destinada al fracaso. Las noticias que llegaban a América luego de la derrota de Napoleón movilizaron a los patriotas en el Río de la Plata. Quien primero reaccionó fue José Gervasio de Artigas, que ni lerdo ni perezoso convocó al Congreso de los Pueblos Libres en la ciudad entrerriana de Concepción del Uruguay, mismo que culminó el 29 de Junio de ese año con la presencia de delegados de la Banda Oriental (hoy República Oriental del Uruguay), Corrientes, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos y Misiones. Artigas reaccionó de este modo en respuesta a la actitud del muy oligárquico Directorio instalado en Buenos Aires luego de la Asamblea del Año XIII. Desconfiaba el caudillo oriental del proyecto que aquél tenía para el antiguo Virreinato del Río de la Plata. La clara admiración del Directorio y sus principales figuras, Pueyrredón y Rivadavia entre otros, por las monarquías europeas, y muy especialmente por la británica, y su exacerbado unitarismo contrariaba los ideales republicanos, democráticos y federales de la Liga Oriental. Fue por eso que con la excepción de Córdoba las demás provincias de la Liga no enviaron representantes al Congreso de Tucumán, algo que la historiografía oficial de la Argentina mucho se cuida en revelar. Los líderes de aquellas provincias ya daban por sentada la Independencia de las Provincias Unidas y, además, desconfiaban de los planes urdidos por la oligarquía porteña. El más audaz había sido pergeñado y llevado a la práctica por Carlos María de Alvear, a la sazón Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. En tal carácter le había enviado al embajador británico en Río de Janeiro, Lord Strangford, una carta en la que, entre otras cosas, decía que “Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés y yo estoy resuelto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. … Inglaterra no puede abandonar a su suerte a los habitantes del Río de la Plata en el acto mismo que se arrojan en sus brazos generosos…” Como puede comprobarse, el servilismo del actual Ministro de Hacienda de Mauricio Macri, Alfonso de Prat Gay, quien le pidió perdón a los inversionistas españoles por los “maltratos” que le infligiera el gobierno de Cristina Fernández tiene raíces profundas que como decíamos al principio de esta nota se remontan a dos siglos atrás.
San Martín estaba al tanto de estas ignominiosas maniobras dirigidas a ahogar la revolución y la independencia en su cuna. Mientras preparaba al Ejército Libertador en Cuyo seguía tan de cerca como pudiera las deliberaciones que tenían lugar en Tucumán. Era consciente que todo el proceso emancipatorio americano pendía de un hilo. En México y los países del Istmo la rebelión popular estaba a punto de ser aplastada a sangre y fuego. Bolívar había sido derrotado, Miranda agonizaba en su mazmorra en Cádiz y Nueva Granada (Colombia) y Venezuela fueron arrasadas por los realistas. El virreinato de Perú seguía siendo un baluarte de la reacción ibérica al cual Chile estaba encadenado. El futuro de la independencia quedaba en las manos de las Provincias Unidas y de sus dos grandes dispositivos militares: el Ejército de los Andes, comandado por San Martín, presto a cruzar la cordillera, liberar a Chile y desde allí atacar al Perú. Y las guerrillas de Martín Miguel de Güemes en el Norte, para contener a las huestes realistas que desde Perú se descolgaban para sofocar el último bastión de la rebelión: el Río de la Plata. Por eso cuando el 9 de Julio de 1816 los delegados al Congreso aprobaron una declaración en la que se comunicaba “solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas e investirse del alto carácter de nación independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” un sabor amargo se apoderó de algunos diputados. Uno de ellos, Pedro Medrano, anticipando la furiosa reacción que tendría San Martín al enterarse de la insoportable ambigûedad de una declaración como la del 9 de Julio, que dejaba abierta las puertas a la entronización de una dominación colonial, logró que en la sesión del Congreso que tuvo lugar el 19 de Julio se aprobara el siguiente texto que debía ser agregado a continuación de ‘sus sucesores y metrópoli’. Decía, ya sin ambages, ‘de toda dominación extranjera’. Por eso, la fecha genuina de la declaración de la independencia es el 19 de Julio, y no la que consagrara la muy conservadora historiografía oficial de la Argentina. Es el 19, no el 9, el momento en que las Provincias Unidas se internan en el camino sin retorno de la independencia nacional, declarándose ya sin eclecticismo ni oportunismo algunos independientes no sólo de la corona española sino de cualquier otra dominación extranjera. Dos siglos después esa aspiración sigue en pie, y la lucha iniciada por aquellos gigantescos patriotas sudamericanos dos siglos atrás continúa con toda su fuerza para lograr que, por fin, podamos sacudirnos el yugo del sucesor del viejo imperio español: el imperialismo norteamericano.