Por Daniel Valencia Caravantes.
En el Valle del Aguán, al noroeste de Tegucigalpa, Honduras, campesinos organizados y armados se enfrentan con los guardias organizados y armados de los terratenientes en unas batallas por el control de las plantaciones de palma africana, un laberinto de palmeras que se extiende por todo lo ancho de la costa caribeña. Tres años y más de 60 muertos después, el conflicto se asemeja mucho a una guerra, y el Estado es apenas un observador silencioso en esta batalla entre dos frentes. “¿Quién dijo miedo detrás de una palmera?”. Dicho de los campesinos del Movimiento Unificado Campesino del Aguán (MUCA), Honduras.
Tocoa, Colón (Conexihon.info).- A las 11 de la noche del 25 de diciembre de 2009, Doris Pérez se preparó para una emboscada. Se puso unos vaqueros, una camisa grande de hombre, de botones, cuadriculada, unas botas de hule y sobre el cabello castaño un gorro negro. Cinco horas más tarde cargaba un machete en una mano. Avanzaba despacio y en silencio. Los rayos de la luna se colaban raquíticos hasta los senderos que separan a unas palmas africanas de otras palmas africanas. Gracias al follaje de las palmeras, elevado 25 metros, ella y el resto de campesinos eran sombras sigilosas que esquivaban como podían las ramas secas del camino. El menor ruido, cerca de la estación de guardias de seguridad, a la entrada de la finca, podía frustrar la misión.
En el Valle del Aguán, al noroeste de Tegucigalpa, Honduras, una plantación de palma africana puede convertirse en un laberinto sin paredes. Forma senderos interminables y desde cualquier punto evoca un espejo infinito: palmeras gigantescas, casi idénticas, alineadas una detrás de la otra, una a la par de la otra; cientos a la derecha, cientos a la izquierda y en diagonal… Un mar geométrico de árboles en el que solo los expertos saben entrar, salir, esconderse.
Doris no conocía ese laberinto pero no iba sola. Era una más entre el grupo de 100 usurpadores que avanzaban, decididos, para tomarse La Aurora, una de las plantaciones propiedad de la Exportadora del Atlántico, empresa de Miguel Facussé, uno de los hombres más poderosos de Honduras. La mayoría de los sigilosos invasores cargaba machetes y gorros como los de Doris. Unos pocos, los que lideraban la expedición, se cubrían además el rostro con pasamontañas. Esos cargaban armas de fuego.
El asalto fue rápido. “¡Ahí vienen los campesinos!”, gritó un guardia a lo lejos. Alguien disparó, otros respondieron y Doris se escondió detrás del tronco de una palmera. La División Nacional de Investigación Criminal (DNIC) en el municipio de Tocoa, departamento de Colón, insinúa que fueron los campesinos los primeros en apretar los gatillos. “Los campesinos amenazaron con armas de fuego”, escribió en un informe -elaborado año y medio después, en mayo de 2011- el jefe departamental de la división, Nelson Aguilera. Según los campesinos, ellos únicamente respondieron al fuego de los vigilantes. En el Bajo Aguán, las versiones sobre los enfrentamientos siempre están divididas.
De los hechos de aquella madrugada basta decir que había 25 guardias armados contra un centenar de campesinos. Los guardias huyeron serpenteando entre las palmeras. Cuando uno de los campesinos de la delantera descubrió la retirada, gritó: “¡Vencimos!” Doris también gritó, varias veces, mientras alzaba su machete, mientras brincaba, mientras se fundía en un abrazo con Geovany, el joven que venía a su lado: “¡Ganaron los campesinos! ¡Ganamos! ¡Que vivan los campesinos!”.
* * *
El Valle del Aguán es una inmensa alfombra verde que atraviesa los municipios de Tocoa y Trujillo, en el Caribe hondureño. Es un paraíso agrícola en el que confluyen transnacionales como la United Fruit Company, con sus furgones planchando día y noche la Carretera Panamericana; poderosos terratenientes como Miguel Facussé, con más de 16 mil hectáreas de tierra; un ejército de guardias privados para custodiar la carretera y las fincas; y más de 3 mil campesinos pobres y sin tierras.
Hace tres años, en mayo de 2009, se expresaron aquí las profundas diferencias entre esos hombres y mujeres pobres y los terratenientes millonarios. En una revuelta pacífica y sorpresiva, un millar de campesinos ocuparon la planta El Chile, una de las procesadoras del aceite de palma africana de la Corporación Dinant, la empresa insignia de Miguel Facussé.
Esa toma generó pérdidas millonarias a Dinant, porque en un mundo con una creciente crisis energética los derivados del aceite de la palma africana generan cada día millones de dólares en ganancias. El aceite de palma es el cuarto producto de mayor exportación en Honduras, y en los últimos 10 años ha colocado al país en la lista de los 10 principales productores del mundo. Pero más allá de lo económico, se impone el valor simbólico de lo que ocurrió hace tres años: por segunda ocasión en una década, los campesinos de esta zona del país entonaban un mismo cántico revolucionario. Exigían más tierras para los pobres a costa de quitar tierras a los ricos.
Doris Pérez y el resto de los que participaron en aquella primera toma de 2009 y en las que la han seguido desde entonces, están inspirados por otros que en el año 2000 se tomaron por primera vez tierras en el Aguán. En aquel entonces, la región intentaba recuperarse de la devastación provocada por el Huracán Mitch de 1998, que dejó inundaciones, ríos revueltos, puentes destruidos, derrumbes y muerte. Más de un millón de damnificados, 5 mil fallecidos y 8 mil desaparecidos. Honduras, el país más afectado por el huracán, tenía hambre y frío.
Entonces de todos los rincones del país, una masa de campesinos caminó hasta el Valle del Aguán, aquel que en otros tiempos había sido un edén de productividad agrícola, de empleo, de estabilidad, pero que para el nuevo siglo se había convertido en un intrincado sistema de compraventas, de cooperativas campesinas quebradas, estafadas, sobornadas. Todo eso lo sabían los campesinos, pero aún así las familias marcharon cargando machetes, una muda de ropa, animales de granja y niños.
Decían que si la tierra alguna vez fue de los campesinos debía volver a manos de los campesinos. Decían que el Estado no los podía dejar morir de hambre. Se instalaron en las tierras del otrora Centro Regional de Entrenamiento Militar (CREM), el campamento en el que Estados Unidos entrenó en tácticas contrainsurgentes a los ejércitos de Centroamérica, hace más de 30 años, en los 80. Se instalaron y ya nunca se fueron. Luego de meses de negociaciones, los campesinos aceptaron asentarse en una porción de tierra lo suficientemente grande como para que ahora quepan ahí los cultivos, las edificaciones, y hasta la tercera generación de esos primeros colonizadores.
Los campesinos de 2009, autonombrados como el Movimiento Unificado Campesino del Aguán (MUCA) emularon aquellas tomas pero le agregaron un nuevo matiz: se armaron. El entonces presidente de Honduras, Manuel Zelaya, intentó reaccionar y diluir el movimiento aceptando sus motivos, negociando entregas parciales de tierras y prometiendo soluciones futuras, pero el golpe de Estado que lo derrocó en junio de 2009 truncó cualquier posible acuerdo.
El movimiento creció y se organizó. Para el primer semestre de 2010 eran 23 las plantaciones tomadas, en una operación que paralizó la producción en más de 20 mil hectáreas de tierra, el equivalente al área urbana de la capital del país, Tegucigalpa, o a casi cuatro veces la isla de Manhattan, en Nueva York. El 10 de diciembre, 200 campesinos se tomaron 950 hectáreas de la finca La Confianza; el 22 de diciembre cayó la finca San Isidro; en la madrugada del 26, Doris y sus compañeros se tomaron La Aurora; el 5 de enero de 2010 cayó la Finca Concepción…
El gobierno de Porfirio Lobo, electo a finales de 2009 e instalado el 27 de enero siguiente, se encontró con un fenómeno desbocado y ya no pudo hacer mucho. Las tomas siguieron. El nuevo presidente apenas alcanzó a colocarse como intermediario entre los campesinos y los terratenientes, encabezados por Miguel Facussé, dueño de 12 de las 23 fincas tomadas.
La intermediación solo consiguió que los campesinos entregaran la mayoría de las tierras a sus legítimos dueños y se instalaran en poco más de 4 mil hectáreas, a cambio de una promesa de compraventa, de remediciones y acciones jurídicas que definieran si era legal que un pequeño grupo de terratenientes tuviera tanta tierra en su poder. Así se desarrolló el conflicto: con el gobierno negociando con cada grupo por separado, y con los bandos enfrentados entendiéndose con las armas. Lo dicen los hechos. Lo dice el odio que ha crecido en estos tres años entre los dos bandos armados. Lo dicen los muertos que comenzó a cobrarse y que se sigue cobrando el conflicto del Bajo Aguán.
Como los tres guardias que en enero de 2010, cinco semanas después de la toma en la que participó Doris Pérez, regresaron a sus puestos de vigilancia en La Aurora creyendo que la Policía había desalojado a los usurpadores. Se encontraron con las armas de los campesinos, decididos a preservar a cualquier precio la tierra conquistada. Los tres fueron abatidos a balazos. Del lado de los campesinos no hubo ninguna baja. Las autoridades no realizaron capturas. Por ninguna de las más de 60 muertes que ha caudado la guerra por el Bajo Aguán hay capturas. Ni una sola. Los guardias, eso sí, han vengado a los suyos por la vía de las armas, en otros enfrentamientos, de otras maneras.
Zona de guerra
—¡Ahí van esos hijos de puta! ¡Sígalos, compa, sígalos!
Contagiados de la urgencia que hay en la voz de Vitalino, giro a toda velocidad el timón, damos media vuelta y enrumbamos de regreso a Tocoa. El pick up con el que nos acabamos de cruzar y que ha despertado la cacería desaparece en una curva. Aceleramos. 80 kilómetros por hora. Lo redescubrimos a lo lejos, en la recta de asfalto. En la cama del pick up van, parados, sujetos a un armazón de hierro, media docena de hombres. Algunos llevan pasamontañas. Van armados, pero por la distancia no sabemos si lo que cargan son escopetas, fusiles o -quién sabe- armas de juguete. Vitalino Álvarez, “El Chino”, el vocero del MUCA, que está sentado a mi lado y nos sigue animando a darles alcance, asegura que vio armas largas.
—¡Ahí llevan AK-47, compa! ¿No las vio? ¡Métale, compa! Métale para que les saquen la foto.
En el asiento trasero, el fotoperiodista alista su cámara. Los guardias bajan la velocidad cerca de la entrada a Tocoa, en un desvío en el que hay una gasolinera y que separa a la ciudad de las plantaciones. Entre Tocoa y las plantaciones de palma de Miguel Facussé hay 15 minutos en automóvil. La división entre lo urbano y lo rural es una nada.
Nos llevan 200 metros de ventaja cuando llegan al desvío y cruzan a la derecha. Vitalino, mi copiloto, sube el vidrio y se enrolla en el asiento. Perseguimos a los guardias de la finca San Isidro, la propiedad que colinda con el asentamiento campesino de La Confianza y con la finca La Aurora. Esta zona de plantaciones es como un rombo en el que en cada esquina hay hombres armados. Los guardias controlan una de las cuatro partes del territorio en disputa. Los campesinos las otras tres.
Los encapuchados giran a la derecha y se meten en una calle de tierra, paralela a la Carretera Panamericana. Vitalino grita:
—¡Siga recto, compa! ¡Ahí ya no nos metamos! ¡Esa es zona caliente!
Apenas y asoma los ojos chinos por la ventana, mientras los guardias se alejan, escoltados por una nube de polvo. No hemos tenido oportunidad de fotografiarlos. Damos media vuelta, ya despacio, y emprendemos el camino original hacia La Confianza. Vitalino no sale del caparazón en el que convirtió el asiento de copiloto hasta que retomamos la Carretera Panamericana. Son las 6:30 de la mañana. Es martes 29 de mayo de 2012 y faltan dos días para que venza un ultimátum que lanzó el terrateniente Miguel Facussé.
Han pasado tres años desde las primeras tomas en el Bajo Aguán y el gobierno no ha resuelto nada. Aquí todavía suenan las balas y caen los cuerpos. La lista de asesinados supera, repito, los 60. La mayoría de las bajas son del lado campesino. Las autoridades no han hecho, repito, ni una sola detención. El terrateniente dijo hace dos semanas que los campesinos tienen que desocupar las 4 mil hectáreas en las que se replegaron mientras esperan que el gobierno haga algo que convenza a todos, que deje satisfechos a todos. Pero en estos días nadie entiende, ni siquiera el gobierno, por qué el terrateniente tiene tanta prisa.
Los campesinos han respondido que de esta tierra solo los sacan muertos.
Por fin atravesamos La Confianza, el asentamiento campesino más organizado del Bajo Aguán, y nos topamos con la cerca que separa la finca San Isidro de las tierras a las que las gentes del MUCA llaman con mística revolucionaria “territorio liberado”. La calle se convierte en una T que surca un océano de palmeras. Si vamos hacia la izquierda, nos explica Vitalino, daríamos con la misma “zona caliente” donde se metieron los guardias que perseguíamos. Ahí no entra nadie, dice. A la derecha está el sector de Sinaloa, con las instalaciones del Instituto Nacional Agrario (INA) y el camino hacia la finca La Aurora, ambas en manos de los campesinos. Enfrente, 50 metros detrás de la cerca que protege la finca San Isidro, sobresale una barricada.
Es un muro de sacos de arena levantado debajo de las palmeras. Parece que no hay nadie, pero igual nos sentimos observados. Tomamos fotos. Esta es “zona caliente”, tierra de sospechas, de paranoias. Enfrente tenemos el territorio que ocupan los hombres de Facussé. Vitalino nos invita a un café en un chalé ubicado en medio de los dos territorios enemigos. Bromeamos con que este lugar fue la Casablanca del Bajo Aguán, como en la película. Aquí, hace solo un año, guardias y campesinos coincidían a la hora del almuerzo. Hoy se han acumulado demasiados odios como para que eso se repita. Aquí, en este Rick’s centroamericano, mientras su dueña prepara huevos fritos, calienta el café y hornea las tortillas, Vitalino nos cuenta de una campesina aguerrida, una líder del movimiento.
* * *
A las 6 de la mañana del 5 de junio de 2011, Doris Pérez preparó cinco pollos que comerían su familia y sus amigos más tarde, en el almuerzo. Primero les torció el pescuezo. Luego los desplumó. Por último, les sacó las entrañas. Terminando estaba con el último animal cuando unos jóvenes le advirtieron que los guardias de la finca San Isidro hacían “una gran disparazón”. “Ahí que se maten ellos, nosotros no les estamos haciendo nada”, respondió ella. Los jóvenes le dijeron que por atenida le podía ir mal, y se marcharon.
Media hora más tarde, cinco mujeres pasaron junto a Doris corriendo, espantadas. Cuando, intrigada, fue a ver qué pasaba al otro lado de la casa, que alguna vez funcionó como oficina gubernamental, a Doris se le aguadaron las piernas. Un grupo de guardias armados cruzaba la calle de tierra y estaba a punto de entrar al INA, el sector ocupado por los campesinos en el que desde un año antes vivía Doris. A gatas se metió a la casa y encontró a tres de sus cuatro hijos escondidos debajo de una cama. La mayor, de 11 años, que ya no cupo en el hueco, le dijo: “¡Hoy nos matan, mamita!”. Ambas se tiraron al suelo cuando la casa fue barrida por los disparos.
Pasaron unos minutos hasta que el silencio que suele seguir a las balas logró convencer a Doris de que era hora de escapar. Uno de los pasillos internos de la casa conducía al patio, donde quedaron unos pollos sin plumas, encima de una pila. Ahí reunió a los niños, que temblaban, y les dijo: “Primero Dios no nos pasa nada, pero tenemos que correr con todas nuestras fuerzas”. Les ordenó desfilar uno detrás del otro, lo más recto posible. Doris imaginaba que si corrían en grupo serían un blanco fácil. No habían avanzado ni 10 metros cuando le dieron la razón los zumbidos de los disparos que caían a los lados de la fila, que zigzagueaba entre los arbustos.
Cerca de la salida de la propiedad encontraron apretujadas, asustadas, congeladas, a las mismas que huyeron cuando inició el ataque. “¡Levántense, que ahí vienen los guardias!”
Y entonces Doris sintió el balazo. Todavía siguió corriendo junto a sus hijos por unos minutos, hasta que uno de sus compas, que acudía en auxilio de quienes huían en desbandada, se le echó encima y la aventó al suelo. “¡Cuidado, muchacha!”, le dijo, antes de que ambos rodaran en la tierra, antes de que una bala zumbara justo donde ella estaba parada.
Ese hombre, cree ella, le terminó de salvar la vida. El compa se levantó, tomó su fusil y se fue a repeler a los guardias. Antes de irse, le dijo a otro que auxiliara a Doris, gravemente herida. Solo entonces Doris se tocó el vientre y se manchó con su propia sangre; solo entonces se dio permiso para ser débil. Sintió algo ácido en el estómago y vomitó. La bala había atravesado el celular que cargaba en la cintura, sostenido por unos apretados vaqueros, y se le había alojado en las entrañas. Ella cree que esa costumbre de cargar ahí los celulares le permitió sobrevivir. Ahí carga ahora su nuevo celular, cubriendo la cicatriz del disparo. “Imagínese me agarran de nuevo”, dice Doris Pérez, de 28 años,quien participó en la toma de fincas de 2009 y 2010. Un año y medio después un grupo de guardias se adentraron en los terrenos donde Doris y su familia estaban refugiados y recibió un disparo en el abdomen.
* * *
Los guardias de los terratenientes tienen bien ganada mala fama entre los campesinos y entre oenegés que velan por los derechos humanos en Honduras. En la semana del ultimátum de Miguel Facussé un grupo de estas oenegés instauró en Tocoa un juicio simbólico en el que se recogieron más de 15 testimonios que hablan de asesinatos, maltratos, desapariciones, persecuciones a manos de esos guardias. Asistieron cientos de habitantes de las comunidades de la zona y de los asentamientos del MUCA. En la mesa de honor lograron sentar a un representante de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA.
Nadie contó el caso de Carmela Chacón. El 15 de mayo de 2011, los guardias de la finca San Isidro secuestraron a Pascual López, su cuñado. Pascual, de 45 años, le cuidaba unas vacas a Carmela en un pastizal ubicado al extremo norte de la finca, que linda con otro asentamiento de campesinos llamado Rigores. Cuando los guardias lo vieron, le dispararon en una pierna y luego lo arrastraron hacia el laberinto de las palmeras.
Todo esto ocurrió frente a los ojos de Jaime, un niño de 12 años que acompañaba a Pascual aquella tarde. Será porque iba al otro lado del rebaño, cubierto por una docena de vacas, pero no vieron a Jaime, que cuando escuchó los disparos se escondió detrás de unos matorrales. Un año después, el niño no logra sacarse de la cabeza aquella imagen: un hombre arrastrado hacia una plantación mientras grita que lo suelten, que le den auxilio. Pascual, a la fecha, no aparece. Su cuñada, cuando lo recuerda, todavía llora.
Cuando inició el conflicto, los principales periódicos de Honduras, el gobierno y buena parte de la sociedad, cuando hablaban de la guerra en el Bajo Aguán se referían únicamente al terror que provocaban los “campesinos guerrilleros”. La violencia ejercida por el ejército de guardias armados que custodian las fincas de los terratenientes no encontraban espacio en ninguna portada ni en ningún discurso gubernamental. Si se pregunta a las autoridades, casi siempre dicen que los guardias actuaron en legítima defensa.
Tuvieron que pasar tres años, y más de 60 muertos, la mayoría campesinos, para que los campesinos dejaran de ser víctimas de “la violencia” -así, en abstracto- de un país devorado por la delincuencia y con la medalla de tener la tasa de homicidios más alta del mundo. Ahora los periódicos comenzaron a preguntarse quién asesina a los campesinos del Aguán y a pedir reacciones a la Corporación Dinant, a la que los campesinos acusan de ordenar la mayoría de asesinatos. Dinant se lava las manos. Le reclama al gobierno porque no logra poner orden en la zona. Hoy que le toca responder, cuando un campesino cae muerto o desaparece, la empresa de Facussé responde que no se dedica a la eliminación sistemática de personas.
Los familiares de estos campesinos no creen a Dinant
Yamileth Valle es una de las que desconfía. A mediados de marzo de 2012, dos fiscales del municipio de Trujillo ingresaron al recién inaugurado cementerio del asentamiento campesino en La Confianza. Pretendían exhumar un cadáver, pero no pudieron iniciar la excavación porque Yamileth Valle, de 16 años, estaba sentada sobre la tumba recién sellada y no quería levantarse. Tenía una mirada furiosa, en la mano derecha una piedra, y alrededor de los pies otra docena. Yamileth desafió a los fiscales a que intentaran desenterrar a su padre, Matías Valle, asesinado un mes antes, pero les advirtió que con las piedras apuntaba a la cabeza. Los fiscales no lo intentaron demasiado.
Yamileth desconfiaba de los fiscales. Ni siquiera creía que fueran fiscales. Aún hoy no tiene cómo comprobarlo, pero en el conflicto del Bajo Aguán casi nadie trata de confirmar sus sospechas. Aquel día, Yamileth temía que esos hombres estuvieran del lado de los asesinos de su padre, uno de los máximos líderes del MUCA. Desde el día del asesinato, los rumores decían que los sicarios que lo mataron no podían cobrar su pago porque les pedían la cabeza de Matías Valle como prueba para cobrar la recompensa.
Matías Valle se había convertido en los últimos años en uno de los principales promotores de la lucha campesina en el Bajo Aguán. Exsoldado, se convirtió a la causa campesina después de asistir a algunas asambleas que el MUCA organizó en su comunidad, ubicada muy cerca de una de las fincas de Miguel Facussé. Al principio, Valle llegaba a escuchar, pero pronto comenzó a hacer oír su voz y se acabó por convertir en el enlace de los campesinos del Aguán con las organizaciones campesinas del resto del país. Él fue el principal organizador de la revuelta pacífica que culminó con la toma de la planta extractora de aceite de palma de la Corporación Dinant en mayo de 2009. La primera toma campesina, la que dio inicio al conflicto armado entre los campesinos pobres y los guardias de los terratenientes.
La identidad del hombre que ordenó la muerte de Matías Valle quizá sea, para siempre, un misterio sin resolver. Yamileth da por hecho que los gatilleros eran hombres de Miguel Facussé. En la mañana en que fue asesinado, Valle esperaba un autobús en una parada cuando dos sicarios, en moto, lo acribillaron. Tres de los disparos le entraron en el tórax. Matías Valle quedó tendido sobre un piso de tierra, con los ojos completamente cerrados, frente a unas cajas de cervezas y gaseosas llenas de botellas vacías.
Lo velaron en su comunidad, y en la noche de la vela un amigo corrió el rumor de que los sicarios, guardias de una de las fincas, necesitaban cortarle la cabeza al cadáver para cobrar por el trabajo. Por eso en el cementerio de Quebradas de Arena se abrió un nicho para un cuerpo que nunca se enterraría. La familia decidió hacerlo en otra comunidad llamada Suyapa, pero el rumor también los alcanzó hasta allí. Matías Valle fue enterrado en los terrenos de La Confianza porque es zona liberada y los policías y fiscales saben que no pueden llegar hasta allí sin bajar los vidrios de los autos y, sobre todo, sin permiso del MUCA.
La tumba fue cavada debajo de unas palmas africanas.El sueño del guerrillero
Si no hubiera tanto en juego, las muertes en el Bajo Aguán quizá hubieran significado poca cosa en Honduras, el país más violento del mundo. Su tasa de homicidios para 2011 fue de 82 por cada 100 mil habitantes, y diluidos en esas cifras los asesinatos por este conflicto bien podrían pasar inadvertidos. Pero lo que ocurre aquí importa. Están en juego millones de dólares representados por miles de hectáreas agrícolas cultivadas con palma africana. Y está en juego un proyecto político.
En 2009 se expresaron aquí las profundas diferencias entre Manuel Zelaya, un presidente que se salió del molde de las élites hondureñas, y la poderosa clase empresarial del país. Es curioso que para entender el conflicto del Bajo Aguán haya que revisar el papel de un antiguo terrateniente convertido en político y derrocado con un golpe de Estado.
En junio de 2009 Zelaya, un finquero hijo de finqueros de la región ganadera de Olancho, había dado la espalda al ala tradicional del Partido Liberal, que lo llevó a la presidencia, y se había convertido en aliado del presidente venezolano Hugo Chávez. También se había revelado como un defensor populista de las causas campesinas en Honduras.
El 17 de junio de 2009, en una reunión con un millar de campesinos del Bajo Aguán, realizada en la ciudad de Tocoa, Zelaya lanzó una bomba para el sector político empresarial del país: prometió remedir las tierras de los terratenientes y entregar los excedentes que estuvieran fuera de la ley, junto a otras tierras ociosas, a unos 100 mil campesinos que reclamaban suelo cultivable. Los líderes del MUCA que participaron en la firma de ese acuerdo no pudieron ser más felices. Zelaya movió hilos en el Congreso y aprobó el decreto que haría realidad sus promesas.
El conflicto del Bajo Aguán parecía solucionado. Pero la alegría campesina duraría muy poco. 11 días después de esa promesa, el domingo 28 de junio de ese mismo año, el ejército, tras conspirar con la élite económica del país y con la mayoría del Congreso, sacó a Zelaya de su casa en plena madrugada y lo subió a un avión con destino a Costa Rica. Allá llegó exiliado el presidente derrocado. Allá se bajó de un avión, vestido en pijamas.
“Eso nos hizo entender que había que actuar por la fuerza, dado que el sistema estaba colapsado. No había otra salida”, dice hoy Jhony Rivas, uno de los líderes políticos del MUCA y el negociador en la mesa del gobierno de Porfirio Lobo, que tres años después todavía intenta solucionar el conflicto.
¿Qué pasó en el Bajo Aguán tras el golpe? Hasta agosto de 2009, dos meses después del golpe, los campesinos no hicieron nada. Se sumaron al Frente Popular de Resistencia Nacional (FPRN), un movimiento que abrazaba a un sinnúmero de gremios, oenegés y asociaciones que van desde defensores de derechos humanos, maestros, sindicalistas, estudiantes, obreros, políticos y campesinos opuestos al golpe de Estado. El FPRN era una nueva izquierda visible, y quería el regreso de Zelaya. Para agosto de 2009 ya era evidente que no lo lograría. Entonces los campesinos se decidieron a actuar.
“Si algo estalla, va a estallar en el Bajo Aguán. Allá hay comunidades entrenadas, comunidades con armas”, nos dijo aquel agosto un activista beligerante del FPRN en Tegucigalpa. Este activista, en esa época, era uno de los encargados del sistema de comunicaciones, tenía contactos con la mayoría de líderes de esa resistencia. Tres años después, en el Bajo Aguán hay una guerra entre dos frentes: los campesinos y los guardias de los terratenientes, y el Estado es apenas un testigo silencioso de lo que aquí está ocurriendo.
En septiembre de 2011 el general René Osorio, jefe de las Fuerzas Armadas hondureñas, calificó de “guerrilla” a uno de los bandos en esta guerra. Se refería a los campesinos.Un guardia vigila una de las entradas del asentamiento La Confianza, un territorio dominado por el MUCA. Aunque esta organización niega poseer armas restringidas para uso militar, se pueden ver algunos fusiles automáticos en manos de sus miembros.
* * *
Atardece en el Bajó Aguán, a la redonda todo se ha pintado gris y se aproxima una tormenta. La anuncia una llovizna que humedece la frente de Vitalino Álvarez, “El Chino”, el hombre con el que estuvimos persiguiendo a un pick up lleno de guardias. Recién cruzamos la caseta de control de la entrada principal y un hombre con pistola al cinto y un fusil en la mano le pregunta a Vitalino quiénes somos. Se lo pregunta con un semblante serio, con desconfianza. “Vienen conmigo, compa. Vienen a conocer el asentamiento”, explica Vitalino. El equipo de seguridad tiene todas las alertas encendidas.
Entramos a La Confianza y desde decenas de ranchos de manaca (como se llama aquí a las chozas hechas con ramas de palma africana unidas con nailon y recubiertas con barro) hombres, mujeres y niños nos observan curiosos. Los campesinos han soñado con que esto algún día se convierta en una bonita colonia. Las calles ya están trazadas, hay una escuela con techos de lámina, un templo católico, uno evangélico, los cimientos de una casa comunal y el pasto para una cancha de fútbol.
El dinero para todo esto ha salido de la venta de la fruta de la palma africana que los campesinos han cosechado en las fincas tomadas. Los líderes del MUCA estiman que solo en 2011 lograron un producción de 114 millones de lempiras (alrededor de 6 millones de dólares). La administración de estos fondos recae en una asamblea comunitaria. Los del MUCA se han convertido en millonarios, por decirlo de alguna manera. En la tierra ocupada dan empleo a cientos de familias y con los beneficios pagan salarios que rondan los mil 300 lempiras semanales (68 dólares) por ocho horas de trabajo.
Comparando con los 38 dólares semanales que ganaban trabajando para los terratenientes en estas mismas fincas, con jornadas que superaban las 12 horas diarias, los campesinos dicen sentirse satisfechos.
El MUCA asegura que el pago de salarios consumió el 60% de lo que el movimiento ganó en 2011. El resto lo invirtieron en seguir edificando La Confianza y en el mantenimiento de la organización. Y el mantenimiento de la organización incluye la compra de armas.
En lo que va de conflicto, la Policía ha recogido rumores sobre las armas de los campesinos a lo largo y ancho del caudal del río Aguán. Solo rumores, porque armas de guerra no ha pescado ninguna. Esos rumores dicen que las AK-47 están escondidas en el follaje de las palmeras oenterradas a la orilla del río o en cajas, debajo de las chozas en los asentamientos… Hay fotografías que alimentan esos rumores: hace dos años, un fotógrafo de La Prensa captó la imagen de un grupo de encapuchados que cargaban lo que se presume eran unos fusiles de guerra.
Más rumores. Un periodista de la Resistencia Nacional, que nunca publica nada con su nombre real, que viaja por todo el país para monitorear cómo se está moviendo la Resistencia, invita a creerle y a no creerle cuando habla de los secretos del Aguán. “En una de las zonas tomadas hay un campo de entrenamiento militar, pero como nunca los dejarán llegar hasta ahí, y como el periodismo vive de confirmaciones, esto que les cuento no les sirve de nada”.
Lo cierto es que en La Confianza hoy Vitalino carga en la cabeza una gorra; en la espalda una mochila; y en la cintura, por debajo de la camisa, una pistola nueve milímetros. “Está en regla”, dice. Es decir, que es un arma legal, registrada a su nombre. Con la pistola se protege cuando sale del perímetro custodiado por el equipo de seguridad, porque el vocero del MUCA, dice, no puede andar desarmado cuando viaja a otros lugares. “Los compas me lo han exigido”. Los compas se la han comprado. Luego nos pide que no hablemos de las otras armas, que no fotografiemos las otras armas, que no escribamos de las otras armas.
Vitalino no es campesino. Al menos no un campesino que cultive palma africana. Es un activista político que antes del golpe de Estado trabajaba en la construcción y administraba una pequeña tienda. Ahora trabaja a tiempo completo como vocero del MUCA y enlace del movimiento con la prensa nacional e internacional. “¡Hasta la victoria siempre!”, se lee en su tarjeta de presentación. Vitalino ha sido político siempre. Es un sobreviviente de la década más represiva de un país que aniquiló, en los 80, todos los intentos de la izquierda de acabar por las armas con “los opresores” de este país. En Honduras hubo un intento de formar una guerrilla, como la de El Salvador, como la de Nicaragua, como la de Guatemala, pero fracasó. Vitalino sueña ahora con una segunda oportunidad.
En aquella época hubo dos famosas células guerrilleras ligadas al Partido Comunista de Honduras: las Fuerzas Populares de Liberación “Lorenzo Zelaya”, y los Cinchoneros. A los integrantes de la primera los llamaban “Lenchos”, en honor al pionero de las luchas campesinas, asesinado en 1935. Los de la segunda le deben su nombre a Serapio Romero, un campesino que vivía de hacer cinchos y correas para caballos. Hace un siglo y medio, Romero lideró una revuelta en contra del presidente de turno, fue capturado y murió decapitado, por orden judicial, el 20 de julio de 1868.
—A una de esas células pertenecía, pero no les voy a decir a cuál –dice Vitalino, mientras tomamos gaseosas al pie del rancho que comparte con su pareja, una morena de pelos rizados y labios gruesos. En una esquina del solar que ocupa en La Confianza, Vitalino tiene una letrina, y la puerta de lámina de la letrina está recubierta por una llamativa bandera de Estados Unidos. “Es que el imperio se ha cagado tanto en nuestros pueblos, compa, que hay que jugarle una broma”, dice Vitalino, mientras ríe con los dientes completamente pelados. Según él, en algo tiene uno que pensar mientras caga.
* * *
A Vitalino no le gusta revelar muchos secretos. No es originario del Bajo Aguán. Su verdadera residencia está a siete horas de camino, en otro departamento. Allá viven sus hijos y la madre de sus hijos. “Aquí está mi otra familia. Aquella ya la formé, ya camina sola. Ahora aquí me necesitan más”, dice. A su modo, Vitalino protege a los suyos, intercede por los suyos. Y ellos se lo agradecen.
“¡Chino! ¡Chino!”, grita una niña pelirrubia que nos sale al paso, con los brazos abiertos, bajo la llovizna. Seguimos recorriendo La Confianza y la niña prácticamente se cuelga de Vitalino, que la carga y la abraza mientras hace de guía en esta utopía de comunidad autorregulada. “El robo y el hurto comprobado se sanciona con tres veces el valor de lo robado, y se anotará en el expediente personal del compañero sancionado. Att. Junta de Disciplina y Vigilancia”, se lee en un rótulo colgado en la puerta de la administración de la comunidad.
Avanzamos. Un niño chapotea casi desnudo en una poza que se ha formada en la calle de tierra. Vitalino se molesta. Hay visita -nosotros- y quiere que todo brille en el asentamiento estrella del MUCA y un niño careto, con los calzones llenos de lodo, rompe con la estampa. Le grita a la mamá del niño y le hace señas. Se lo llevan. “¿Quieren ver la quesera?”, nos pregunta Vitalino, mientras la madre y el niño se escabullen dentro de una champa. “Eso que ven allá, al fondo, es el bulevar. Ya casi está terminado”. En una ancha avenida de tierra, una docena de lámparas formadas en línea recta esperan a que llegue el cemento.
Una reportera de la televisión local, del municipio de Tocoa, se entretiene entrevistando a la niña pelirrubia de siete años, ojos vivaces y pestañas colochas.
—¿Qué querés ser cuando seas grande? –le pregunta.
—Una socia de la cooperativa porque aquí vivo muy bien –contesta la niña, risueña pero apenada, moviendo los pies, apretándose los dedos, mirando hacia el suelo barroso.
Vitalino, complacido, sonríe. “Estos niños ya saben lo que significan las siglas del MUCA. Desde pequeños los vamos preparando”, nos dice. En las escuelas de los asentamientos, además de enseñarles a sumar y a restar, a los niños les inculcan la historia y los valores del movimiento campesino.
La reportera entrevista a Vitalino. “(…) Esta es una lucha que nunca vamos a dar por perdida”, alcanzamos a escuchar, mientras nos concentramos en la pelirrubia que ahora juega sobre un montículo de arena.
—¿Qué es el MUCA? ¿Qué significa? –le preguntamos.
La niña levanta el dedo índice y gira 360 grados, al tiempo que responde, risueña, con la mirada perdida en algún punto del asentamiento, que desde aquí luce inmenso:
—Todo esto es MUCA.
* *
Son las 2 de la tarde y en el Bajo Aguán el calor provoca sudores a un millar de campesinos que rodean al ministro de Agricultura, César Ham. Ham es un ingeniero agrónomo de la Universidad Nacional de Honduras que con el tiempo se convirtió en burócrata y en uno de los líderes del partido de centroizquierda Unión Democrática (UD). Cuando derrocaron a Manuel Zelaya fue uno de los principales opositores al golpe y al gobierno de facto de Roberto Michelletti, pero no renunció a participar como candidato a la presidencia por UD en las elecciones que ganó Porfirio Lobo.
El FPRN no se lo perdona. Le acusan de legitimar el proceso electoral y con ello al gobierno de facto. Peor fue cuando Ham aceptó integrar el “gobierno de unidad” que Lobo instauró, y se convirtió desde 2010 en ministro de Agricultura. A él le ha correspondido actuar como mediador en el conflicto de tierras en el Aguán. Sin resultados hasta el momento.
Ham es un hombre recio y desconfiado. No confía en los campesinos y tampoco confía en los guardias de Miguel Facussé. Hace dos horas entró al INA, el lugar en el que casi perdió la vida Doris Pérez, custodiado por un convoy militar compuesto por tres vehículos Humvee armados con metralletas M-60. Cuando entraron, los soldados apuntaron hacia los campesinos con sus armas. Un grupo compuesto por unos 30 campesinos respondieron apuntándoles con sus celulares. Decían que había que registrar en fotografías esa “intimidación”. Los soldados se retiraron del lugar, y se parquearon frente a la finca San Isidro, sin dejar de apuntar con sus metralletas. La reunión está por terminar y los soldados siguen patrullando el perímetro.
Ham ha venido para dar otro ultimátum a los campesinos: o firman un acuerdo de compraventa con el gobierno y asumen un préstamo con bajos intereses para pagar con él las tierras ocupadas a Miguel Facussé, o serán desalojados. “Es ahora o nunca, compañeros, tienen que firmar”, dice el ministro Ham. Le responde el silencio. Los campesinos no entienden por qué el gobierno se ha contagiado con la prisa del terrateniente.
Antes de que se retire, una campesina increpa al ministro:
—¿Por qué nos llama compañeros, si mire cómo nos viene a visitar: presionándonos, intimidándonos con esos hombres y esas armas?
—Compañeros, a mí me hubiera gustado ir a la finca La Aurora para reunirme allá con ustedes, pero es que no nos engañemos: esta zona es caliente allá y acá, y uno solo quiere ser precavido.
Ham se monta en su camioneta, y atraviesa La Confianza para buscar la Carretera Panamericana. Ni un ministro custodiado con tres Humvees se atreve a tomar el camino que corre a lo largo de la finca San Isidro, la zona caliente. En esta zona hay que ser precavidos.
* * *
El ministro se fue hace 10 minutos y nosotros queremos conocer a los famosos guardias del terrateniente. La guerra del Aguán se ha cobrado ya una docena de bajas de su lado y ellos también tendrán algo que decir. Pese a las advertencias de Vitalino Álvarez y a la precaución del mismo César Ham, decidimos que es ahora o nunca, así que tomamos la calle de la zona caliente y la atravesamos. Avanzamos a 10 kilómetros por hora. Desde ambos lados de la calle, el laberinto de palmeras africanas nos vigila.
A los pocos minutos los vemos. Serán unos ocho o 10. Quizá una docena. No hay tiempo para contarlos. Unos están sentados en una especie de banca y otros están parados. Parecen posar para una foto de postal, con el paisaje de las palmeras al fondo. Portan armas. Parecen escopetas. A su alrededor hay pichingas de agua. El grupo es una mancha azul turquesa en medio del negro de las sombras de las palmeras y del verde del follaje. De un inconfundible azul chillón es la camisa de su uniforme.
Vamos a detenernos. Levantamos la mano para saludar. Ellos nos han visto llegar y ahora nos pueden distinguir a través de la ventana abierta del copiloto. Es entonces cuando escuchamos un disparo. ¿Un disparo? En esta zona hay que ser precavidos, ya lo dijo el ministro, así que para efectos prácticos ese tronido fue un disparo. Aceleramos. Las llantas traseras se barren. ¿Se barrieron? Nos perdemos delante de una nube de polvo. ¿La levantamos?
Un día después, le narramos lo sucedido al jefe policial del municipio de Tocoa, Daniel Reyes.
—¿Un arma con silenciador? Tal vez un disparo a la tierra. ¿50 metros? ¿Dice que había palmeras? El sonido pudo ahogarse entre las palmeras… Pero mire, déjeme decirle algo… Eso que hicieron es una imprudencia. ¡Si ni nosotros vamos por esa ruta! Y si vamos nos coordinamos primero con ellos. ¿Es qué don Vitalino no les advirtió que esa es zona caliente?
En ese camino, en esa zona caliente, el 15 de agosto de 2011 cinco personas fueron asesinadas. Tres hombres y dos mujeres. Recién habían salido de las instalaciones ocupadas del INA. Nadie sabe por qué tomaron la calle de la zona caliente. Nadie les dijo que debían ser precavidos. Lo cierto es que un pick up los interceptó y desde el pick up los acribillaron. Cuatro de los asesinados eran empleados de la embotelladora Pepsi, que venían de pintar unas vallas publicitarias. La quinta era la dueña del negocio favorecido con la publicidad de esa compañía. Por esta masacre no hay ningún sospechoso, mucho menos algún capturado. Ya hemos dicho que por las muertes en el Aguán no hay nadie detenido. Nadie.
Tres días más tarde, en Tegucigalpa, le narramos lo mismo al gerente financiero de la Corporación Dinant, Roger Pineda.
—Honestamente no sé qué decirle. La verdad es que los nervios están crispados. No se justifica, pero (los guardias) deben tener una paranoia, sobre todo cuando ven gente extraña. Bueno, ustedes lograron captar la esencia del ambiente que está ahí, ¿no?
El terrateniente padece dolores de espalda
A juzgar por una foto colgada en el lobby de su oficina en la ciudad de Tegucigalpa, en la que se le ve con una banda azul cruzándole el pecho, uno pensaría que Miguel Facussé Barjum es el presidente de Honduras y está pasado de años. Por las fotos que hay en un taburete de su oficina, sin embargo, el terrateniente es un abuelo canoso, bonachón y sonriente. Y por el aparato de masajes dispuesto frente al ventanal, en el que se somete a dos sesiones diarias de terapia, Facussé es un anciano de 85 años que debe inclinarse mucho, boca arriba, para intentar sosegar sus fuertes achaques en la espalda.
Facussé es todo eso y más. Es uno de los empresarios más poderosos de Honduras y sus detractores dicen que es pieza clave para poner y quitar presidentes en su país. Su influencia se extiende por todo el istmo centroamericano, donde su empresa, Corporación Dinant, tiene fuertes inversiones. Inunda las cocinas -y los anuncios en televisión- con el popular aceite vegetal “Mazola” y las pastas marca “Issima”. En las tiendas y supermercados introdujo la marca “Yummies”, especializada en las tajaditas de plátano “Zambos”, en los palitos de papa “Zibas”, y en los aros de cebolla “Taco”. Las inversiones de Facussé inclusive saltan hasta México, al Norte; y Colombia, al Sur. El 4 de mayo de 2011, un fan escribió en la página de Facebook de la compañía: “Grande el Zar de las marcas”. Dinant produce y exporta snacks, jabones, lejías, pastas y aceite de palma. También ha invertido con éxito en biogás, biodiésel y biomasa. Todo esto último gracias a la palma africana.
A Facussé en las esferas políticas de Honduras todavía lo llaman “Tío Mike”, un mote que cobró relevancia cuando su sobrino, Carlos Flores Facussé, gobernó el país entre 1998 y 2002. Pero para los campesinos del Bajo Aguán este empresario es “el terrateniente”. El mote tiene un asidero lógico: según Dinant, antes de las tomas Facussé tenía en Honduras 16 mil hectáreas destinadas al cultivo de palma africana. Eso sin contar las propiedades que aseguran poseer en Nicaragua. El mote también lleva un dejo de rencor que asoma en la voz de los campesinos cada vez que hablan del conflicto: ¿De quién son esas tierras? “Del terrateniente”. ¿A dónde trabajaba antes de ingresar al MUCA? “En la palma del terrateniente”. ¿Quién mató a su esposo? “Los guardias del terrateniente”. ¿Por qué no denunció el asesinato? “Porque la Policía está con el terrateniente”.
En su oficina hay otros dos objetos que lo perfilan: un cuadro pequeño, con un dibujo a grafito, en el que sobresale orgullosa una palma africana, y una avioneta a escala que reposa sobre un archivero, al lado del escritorio. “¡Le fascinan!”, dice Anabela, su asistente en los últimos 25 años. En Honduras dicen que Facussé suele poner a disposición de los presidentes y de la élite política centroamericana sus avionetas. También hay quienes dicen que muchas de esas avionetas aterrizan con fines sospechosos en las plantaciones de palma del terrateniente. Sobre todo después de que la organización WikiLeaks revelara en 2011 algunos cientos de cables confidenciales de la embajada de Estados Unidos en Honduras.
En uno de esos cables, fechado el 4 de marzo de 2004, la embajada reporta el aterrizaje, descarga y posterior destrucción de una narcoavioneta en una finca de Facussé, ubicada en el municipio de Trujillo.
En el conflicto del Bajo Aguán, el narcotráfico ocupa un papel importante. Según el ejército, gracias a los narcos los campesinos se han armado hasta los dientes. Según los campesinos, algunos de los enfrentamientos en los que han muerto guardias e incluso policías han sido en realidad revueltas entre narcotraficantes y guardias o policías que se les enfrentan. Lo único cierto es que se ha comprobado que los narcotraficantes utilizan las fincas más cercanas al mar Caribe para aterrizar sus avionetas o descargar narcolanchas. Lo único seguro es que esta región está dominada por el narcotráfico.
Según el mismo cable develado por WikiLeaks, en marzo de 2004 fue el mismo Miguel Facussé quien reportó a las autoridades que una narcoavioneta fue derribada por los guardias cuando sobrevolaba su finca. Al margen de las diferentes versiones que la embajada norteamericana recogió sobre el suceso, el entonces embajador Larry Palmer cerró el cable considerando “de mucho interés” el hecho de que en los 15 meses previos al reporte otros cargamentos de droga habían tratado de desembarcar en esa misma propiedad de Miguel Facussé:
“In July 2003, a go-fast boat crashed into a sea wall on the same property and engaged in a firefight with National Police forces. Two known drug traffickers were arrested in this incident and 420 kilos of cocaine were recovered. Earlier in the year, another air track terminated at the same property and appeared to have used the same airstrip”.
* * *
Es lunes 4 de junio de 2012. El plazo para que los campesinos firmen con Facussé un acuerdo de compra o desalojen las tierras se ha vencido, y aunque la Policía ya recibió las órdenes de desalojo, por instrucciones del gobierno no han actuado y dan un compás de espera. El MUCA, acorralado, ha anunciado que firmará el acuerdo y comprará las tierras usurpadas. En la sede de Corporación Dinant, un complejo de oficinas situado en una loma, en el centro de Tegucigalpa, nadie está celebrando nada. Facussé no está en casa. Pese a la promesa de su equipo de relaciones públicas, el empresario designa a otro para que hable en su lugar: el gerente financiero, Roger Pineda. Al terrateniente no le gusta hablar con la prensa.
Pineda es un ingeniero agrónomo, experto en banca, que lleva 16 años trabajando para Facussé. Es un hombre de buenas maneras que habla fluido, como un candidato entrenado en plena campaña electoral, y quizá sea por eso que me recuerda a los diputados cuarentones, pasados de peso, que se saben ganadores porque hay alguien mucho más fuerte detrás de ellos que los respalda. Pineda es el representante y vocero de Facussé para el conflicto en el Bajo Aguán. Es quien da la cara a la prensa por su jefe. Desde septiembre de 2011 no viaja a la zona porque dice que lo han amenazado de muerte. Hace una semana, por sugerencias del departamento de seguridad de la compañía, blindó su camioneta.
Pineda asegura tener una visión clara de lo que está ocurriendo en el Bajo Aguán, pero antes de compartirla con nosotros ofrece copias de denuncias por usurpación y de un informe elaborado por la Dirección Nacional de Investigación Criminal de la Policía de Honduras, en donde se detallan todos los ataques contra la Exportadora del Atlántico en el Bajo Aguán. Pineda muestra fotocopias de notas periodísticas que habla de campesinos armados y violentos. Habla de guardias desaparecidos. De guardias torturados “a los que les arrancaron la oreja como salvajes”.
—Contra los guardias de esta empresa también hay serias acusaciones –le decimos.
—¿Pero dónde están judicializadas? ¿Dónde están las pruebas? Nosotros amparamos nuestras acusaciones sobre la base de denuncias verificables en las oficinas destinadas a perseguir el delito. Los dichos de los campesinos, en cambio… ¿cuál es el asidero de sus denuncias?
—¿Los guardias de esta empresa nunca han disparado un arma contra un campesino?
—Siempre que han utilizado un arma de fuego es para defenderse. Nuestros guardias siempre han fallecido adentro de las fincas, no fuera de ellas.
—¿Qué ocurrió en la finca El Tumbador?
—No hay una conclusión clara sobre lo que pasó, pero nuestros guardias portaban pistolas y escopetas. Sin embargo, los campesinos tenían disparos de AK-47. Como le repito, nosotros pusimos a disposición de la justicia a nuestros guardias pero no hubo y a la fecha no hay certeza de lo que pasó.
El 15 de noviembre de 2010, en la finca El Tumbador, ubicada en el municipio de Trujillo, cinco campesinos fueron asesinados y otra media docena fueron heridos de gravedad, tras una toma que terminó en tragedia, los 100 campesinos que intentaron hacerse de la finca terminaron huyendo despavoridos. Según la Fiscalía, los cinco asesinados fueron abatidos fuera de la finca custodiada por los guardias de Dinant. Una de las víctimas, un joven de 23 años, José Luis Sauceda, padre de dos niños, recibió “varios disparos en la cabeza”.
—¿Qué tipo de armas utilizan los guardias de la empresa?
—Armas legales: escopetas y pistolas.
—¿No utilizan armas de guerra?
—Hay fotografías, de la prensa, en donde usted se da cuenta que son los campesinos los que utilizan armas ilegales. Yo no sé qué pasó en esa ocasión en El Tumbador… Supongo que ellos mismos, en la desesperación, fueron presas del cross-fire.
—El jefe de la policía municipal en Tocoa dice que en los enfrentamientos entre guardias y campesinos nunca han encontrado casquillos o municiones de escopetas o pistolas. Dice que los enfrentamientos son con armas largas.
—¡Pues claro! ¡Son las que usan los campesinos!
Roger Pineda saca una última fotografía: es una ampliación a colores. En la imagen, un hombre carga una pancarta de color rojo con las siglas MUCA pintadas de blanco. En la esquina de la pancarta aparece dibujado, en negro, el rostro del Che Guevara. Para Pineda detrás de las acciones de los campesinos hay una motivación política.
* * *
Un sábado de 2010 –Pineda no recuerda la fecha- un hombre que lo había visto en la televisión lo abordó a la entrada de un supermercado. Para esa fecha, primer trimestre de 2010, las 23 fincas en el Bajo Aguán seguían tomadas. El hombre le preguntó a Pineda si ya habían resuelto el problema, y Pineda le respondió que lo estaban intentando resolver. Entonces el hombre se le quedó mirando, serio, y Pineda se asustó. Después, se sorprendió. “Dígame la verdad –le dijo aquel hombre-, tengo 45 manzanas de tierras y quiero saber si las voy a perder o no”.
—Ahí me cayó el 20 de por qué el MUCA ha hecho esto, sobre todo a don Miguel. Lo que han logrado es crear en la mente de la población un estado de indefensión inmediato, bajo la siguiente lógica: la gente ve el escenario y se pregunta: ¿si al grande, o a uno de los más grandes lo botaron, por qué no me van a botar a mí?
Pineda está convencido de que hay un grupo detrás de los campesinos que está utilizando la fuerza como estrategia de una campaña política, pero no se atreve a ponerle nombre alguno a sus suposiciones. “No, sé, no sabría decirle…”
Pineda cierra su hipótesis citando otros hechos. Según él, la guerra por el Bajo Aguán lo que ha hecho es levantar otros frentes de guerra. Para junio de 2012, en varias regiones del país, incluido el Valle de Sula, departamento de Cortés, movimientos campesinos se habían tomado miles de hectáreas de cultivo de caña de azúcar. La industria azucarera de Honduras reportó pérdidas superiores a los 300 millones de lempiras debido a la toma de las tierras. Los campesinos de esa zona han copiado la organización de las tomas en el Bajo Aguán.
Los hombres más tristes del mundo
La penúltima vez que vimos a Jhony Rivas, el líder político del MUCA, a Vitalino Álvarez, el vocero, y a Doris Pérez, la campesina que se tomó La Aurora y fue baleada en el INA, fue el viernes 1 de junio, en la toma del puente sobre el río Aguán, que sirve de entrada al municipio de Tocoa. El día anterior había vencido el ultimátum del terrateniente y del gobierno.
Vitalino llevaba gorra, camiseta y su nueve milímetros en la cintura; Jhony Rivas un fólder en la mano y dos custodios en los costados; Doris Pérez llevaba sombrero, una camisa cuadriculada de botones tallada en la cintura, jeans apretados y un par de botas negras con tacón alto. Parecía una vaquera a la moda.
Vitalino soñaba con que en la marcha los campesinos desfilaran con los machetes en alto y con los malayos con los que cortan la fruta de la palma africana. El malayo es un tubo de aluminio de 25 metros de largo que tiene acoplada una hoja curva y afilada en la punta. “¿Ha visto cómo desfila el ejército chino, compa? Eso da una impresión de poder”, nos dijo días antes de la marcha. Pero en la marcha eran muy pocos los campesinos que cargaban machetes y solo él y los guardias de Jhony Rivas estaban visiblemente armados. Ese viernes, el MUCA, a sus campesinos, les aseguraba que nadie podía presionarlos, que la lucha llegaría hasta las máximas consecuencias.
Dos días después, el domingo 3 de junio, nos reencontramos con ellos en Tegucigalpa. Estaban recluidos en un hotel custodiado por el equipo de seguridad del MUCA. Después de la marcha en el puente, el equipo de negociación de los campesinos, liderado por Jhony Rivas, se había movilizado de urgencia para pensar mejor las cosas y había acabado por aceptar el acuerdo ofrecido por el gobierno, con cierta sensación de derrota.
Doris Pérez se alegró al vernos, pero rápido regresó a la melancolía que reinaba en el lugar. Nos dijo que los habían presionado con el uso de la fuerza, con las amenazas de desalojo, que firmaron sin querer firmar. Lo mismo repitieron Vitalino y Jhony Rivas.
Vitalino improvisó una conferencia de prensa y Johny Rivas se lanzó a hablar. A medio discurso entró al salón uno de los máximos dirigentes del Frente Popular de Resistencia Nacional de Honduras. Nos vio, saludó y se retiró. Era Rafael Alegría, uno de los hombres más cercanos al depuesto presidente Manuel Zelaya, que hoy impulsa la candidatura presidencial de su esposa, Xiomara, por medio del Partido Libre, extensión del FPRN.
La conferencia de Rivas se alargó una hora. Aunque la lógica mandaba que estuvieran felices porque ahora La Confianza y más de 4 mil hectáreas de tierra iban a ser suyas, porque ya no habría amenazas de desalojos y las escrituras estarían a su nombre, porque el conflicto, en teoría, estaba resuelto y cesarían los enfrentamientos, la violencia, los asesinatos, Jhony y Vitalino estaban tristes. En aquel hotel, lejos de celebrar que habían ganado tierra para más de 600 familias campesinas, actuaban como si lo hubieran perdido todo.
* * *
Un hombre camina lento en un camino de tierra, a un costado de una plantación de palma africana. Esa plantación es el laberinto de la finca Paso Aguán, otra de las propiedades del terrateniente Miguel Facussé. El campesino se llama Gregorio Chávez, tiene 69 años. Gregorio es miembro activo del MUCA. Alguien aborda a Gregorio y Gregorio desaparece sin dejar rastro. Desaparece en la tarde del domingo 3 de junio, el mismo día en el que el MUCA decidió darle una tregua al conflicto. A la fecha, Gregorio sigue desaparecido.
Un grupo de hombres encapuchados, sigilosos, armados, se abre paso entre las palmas africanas. Es la madrugada del domingo 8 de julio. Ha pasado un mes desde que los campesinos, el gobierno y Miguel Facussé acordaron la tregua; un mes desde la desaparición de Gregorio Chávez en la finca Paso Aguán. Los campesinos que caminan entre los árboles de palma saben que hay un acuerdo firmado y saben que hay un desaparecido más. Por supuesto que lo saben. Quizá albergan esperanzas de encontrar mientras avanzan los restos de Gregorio Chávez. Pero su objetivo es otro. El grupo sigue avanzando y esquiva como puede las ramas secas del camino. El menor ruido, cerca de la estación de guardias de seguridad, a la entrada de la finca Paso Aguán, podía frustrar la misión…
Nota: El 1 de agosto de 2012, la el Congreso hondureño aprobó una veda de armas de fuego en la región del Aguán. La veda, sin embargo, exime a los guardias de seguridad privada, a los guardias del terrateniente. Ocho días más tarde, tres campesinos fueron acribillados por un grupo armado en las cercanías de la finca Paso Aguán. Por este crimen, como por el resto, no hay ninguna captura. Tomado de El Faro
Fotos: Edu Ponces.
Fuente: http://conexihon.info/