Tras la dolorosa partida de Beit Ommar llegué a Jerusalén con la emoción como equipaje. En unas horas me encontraría con mis amigos de Ta’ayush (Convivencia en árabe), una ONG que se dedica a dar apoyo legal y humano a campesinos de las colinas del sur de Hebron, a quienes los colonos judíos los atacan permanentemente, les destruyen plantaciones, arrancan olivos, los agreden verbal y físicamente para robarles sus tierras.
Colinas del sur de Hebrón. Foto: Tali Feld Gleiser.
En la estación central de buses, a donde llego tras un largo viaje sin “incidentes” que no sea el humillante puesto de control de Belén, encuentro un lugar donde dejar mi maleta para poder dar una vuelta, pero estoy de muy mal humor. No quiero estar allí, no quiero ver a esas personas que andan por la terminal, ajenas a la vida real. Cambio de planes (desde que llegué no he hecho otra cosa que cambiar planes, y así –no– vive la gente en Palestina) y me siento a esperar que mi amigo Guy me llame.
Pasan casi tres horas y suena el teléfono puntualmente a la hora combinada. Como no había comido nada desde mi hummus con pita matinal, buscamos un lugar para comer algo. Por supuesto, no tengo hambre. Conversamos como viejos amigos sobre la situación y coincidimos en nuestra concepción de vida y en muchas historias. Guy me cuenta que siente la obligación de hacer lo que hace por una cuestión de justicias y porque tal vez nadie más lo haría. Me consta que su vida y la de los otros integrantes de Ta’ayush gira en torno a sus actividades veinticuatro horas por día. Pienso que esa es la única forma que tienen de mantenerse más o menos sanos mentalmente.
Integrantes de Ta’ayush descansando por el calor agotador. Foto: Tali Feld Gleiser.
Salimos a caminar un poco y vamos al Jardín de Rosas Wohl. Me da rabia, no había visto rosas más lindas, salvo en Ramala. Esas flores del apartheid que solo algunos pueden (podemos) disfrutar. Veo la cara de un palestino en cada rosa, los pétalos suplican que el mundo deje de ser indiferente a las redadas, allanamientos, asesinatos de niños y civiles, a la impunidad de colonos terroristas. En un acto de solidaridad, no saco ni una foto (los que me conocen saben lo que esto significa). Seguimos caminando y vamos a parar a una de las zonas con más terroristas al Memorial Brigada Harel, división del Palmach, una pandilla terrorista judía de los años 40. Huímos despavoridos y nos sentamos a conversar en el parque mientras nos acompañan algunos cuervos y la puesta del sol.
A la una de la mañana llego al kibutz, molida, con un peso sobre los hombros que aumenta con el pasar de las horas.
En Jerusalén ocupada recrudecen las propuestas. También en Cisjordania y ciudades palestinas dentro de Israel, lo que se conoce como Palestina histórica. Se incrementan los ataques racistas a árabes. Ni los manifestantes antiviolencia se libran de los judeonazis.
Se me instala un dolor en el cuerpo, latente desde que llegué a “mi pueblo” de Beit Ommar al sentir lo que es la (no) vida cotidiana. Imposible que todo eso no se te impregne en las entrañas. ¿Cómo sobreviven con esa presión? ¿Cómo le muestran al mundo que se puede seguir adelante? Se vive bajo un estrés permanente. Se sale a calle, sin saber si se va a volver, si te van a arrestar o vas a encontrar la entrada a tu pueblo cerrada.
El lunes casi no me puedo mover. Aun así, sigo trabajando. El martes converso con mi gente en Beit Ommar, la situación empeora. Las Fuerzas de Ocupación no solo vienen a la noche y atacan a las personas, ahora lo hacen también de día: gases lacrimógenos, bombas de estruendo, balas de goma. Lo más probable, que se acaba confirmando, es que no pueda volver más. Y esto termina con cualquier voluntad de quedarme en Oriente Medio. No soporto la idea de quedarme “enterrada” en el kibutz sin siquiera la esperanza de volver a la Ribera Occidental o Jerusalén. No quiero disfrutar de bienes que pertenecen a otros, como el agua que es robada de los acuíferos palestinos.
Empieza el brutal bombardeo a Gaza. Como siempre, los activistas y otras personas que se solidarizan usan las redes sociales como denuncia. Pero toda esta energía no es suficiente para detener la matanza. La indiferencia de casi todos los “líderes” mundiales al sufrimiento palestino (no solo en esta ocasión) da una rabia e indignación indescriptibles.
Suenan las alarmas en el sur de Israel. Varios cohetes son disparados desde Gaza y llegan cada vez más lejos, a pesar de su precariedad.
Vuelvo a hablar con mis amigos palestinos y, con mucho pesar, llegamos a la conclusión de que es mejor partir.
Dibujo: Reem Abu Maria.
El aeropuerto es una pesadilla, pero nada que se compare con otras historias, como la de mi amiga escritora Lina Meruane, de origen chileno-palestino. Por atrasos en la revisión de equipajes del aeropuerto israelí, mi vuelo se atrasa y en Atenas pierdo el vuelo a Madrid. Me mandan a Frankfurt y luego a la capital del Estado Español. Llego con diez horas de atraso y tomo el bus al País Vasco. En Donostia-San Sebastián tengo que esperar unas cinco horas para tomar el autobús que me llevará a Azkoitia, mi refugio.
Por lo que veo, el Estado español es el país europeo donde se hacen más manifestaciones a favor de Gaza y Palestina. Mi amigo Koldo habla cin varias personas para ver si puedo dar una charla sobre mi experiencia en Palestina, a pesar de la époxa inoportuna por acá, debido a las vacaciones y fiestas patronales. Mañana iré a Donostia, la capital provincial a una manifestación, el viernes habrá una concentración en el pueblo de Azpeitia y yo cerraré el acto con 15 minutos para hablar. La próxima semana daré una charla en Zumárraga.
Y así empiezo mi retorno a Palestina. Ahora falta el de los casi cinco millones de refugiados que no pueden hacerlo.
Partida. Foto: Tali Feld Gleiser.
Azkoitia, País Vasco, 16 de julio de 2014
*194 Es la resolución de la ONU que en su artículo 11 pide el retorno de los refugiados palestinos:
Resuelve que debería permitirse a los refugiados que deseen regresar a sus hogares y vivir en paz con sus vecinos lo hagan así lo antes posible, y que deberían pagarse indemnizaciones a título de compensación por los bienes de los que decidan no regresar a sus hogares y por todo bien perdido o dañado cuando, en virtud de los principios del derecho internacional o por razones de equidad, esta pérdida o este daño deba ser reparado por los Gobiernos o autoridades responsables.
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