El Negro es evocado por Crist en este reportaje por su trabajo conjunto como humoristas en la revista Hortensia, donde surgieron Boggie e Inodoro Pereyra, y analiza las claves de su obra.
Entrevista de Osvaldo Aguirre
Las primeras noticias que tuve del Negro fueron a través del Boletín Publicitario, una publicación que salía cada tres meses. Dos por tres le hacían alguna nota o destacaban alguna cosa que él había hecho. Yo también trabajaba en publicidad, en Córdoba, hacía storyboards para dibujos animados, ilustraciones, comerciales para televisión. Un día él vino con un amigo y fue a Exacta, la agencia donde yo estaba, en la calle Colón 350. Me dijo que venía por Hortensia, que empezaba a ser un éxito. Ya nos había hablado de él López Puccio, que era publicista. “Ese tipo es un genio”, decía.
Del primer número de Hortensia salieron 2 mil ejemplares a la mañana y a la tarde no quedaban más. Después llegaron a tirarse 100 mil ejemplares, en todo el país. Yo nunca participé en otra cosa que tuviera ese éxito meteórico. El único que tenía clara la idea era Alberto Cognigni, el director. Alberto dijo que quería hacer humor cordobés. Yo había padecido ese humor en las calles, en los bares. Porque en Córdoba te toman el pelo, son muy pícaros, te ponen sobrenombre inmediatamente. Pero es un humor más sano que el de los porteños. El de los porteños necesita una víctima para darle, y las cargadas son pesadas. El humor cordobés es más piadoso, el que te está cargando también participa y en algún momento se ríe de sí mismo; y fundamentalmente es ingenioso en las comparaciones. Yo venía de Santa Fe y me estaba adaptando bien, aunque me costó al principio. Lo mejor que me pasó fue vivir en las casas de estudiantes, eso era parte del folclore de la ciudad.
Córdoba tenía una población estudiantil fabulosa. La ciudad estaba llena de cantores, de pintores, de escultores. Era además la época del cine y era casi una religión ir al cine club y después comentar las películas en los bares. Al Negro le pasaba lo mismo en Rosario, pero acá el terreno era todavía más fértil. Nos hicimos amigos enseguida; fue más una relación personal que lo de entrar como colaboradores en la revista. Ya sabíamos que nos gustaba la historieta, que éramos fanáticos de Hugo Pratt.
Había pocos profesionales en la revista. Alberto, que trabajaba en La Voz del Interior, donde tenía la sección Así es, el humor editorial, un cuadro donde comentaba lo que había pasado en el mundo o en Córdoba, y Campo afuera, unos gauchos delirantes pero geniales. Yo había trabajado en Patoruzú y en Rico Tipo y había empezado en Santa Fe en una revista, La Opinión Deportiva. Yo no tenía idea del fútbol, el que hubiera andado bien ahí era el Negro, él se vino con ese folclore de los canallas y los leprosos. “¿Cómo va el partido?”, preguntaba siempre.
Los dos hacíamos el mismo trabajo, buscábamos un estilo. Eramos jóvenes, teníamos 27 años. En Hortensia yo cambiaba los estilos para que pareciera que había más dibujantes. Me daba el gusto, porque me gustaba la plástica y Alberto me dejaba hacer lo que quisiera. La revista la terminábamos en la imprenta. Por ahí había que hacer chistes en forma de ele, porque quedaban huecos. Era un desastre, pero eso le daba personalidad a la revista.
No sólo charlábamos de dibujo. Ibamos a los boliches, donde te presentaban a medio mundo, los guitarreros y demás. Hablábamos de los escritores que nos gustaban. Oesterheld, Pratt, tiraban pistas: Jack London, Stevenson, la aventura. Pero después, con Ernie Pike, nos dimos cuenta que Oesterheld leía otras cosas. Las novelas de guerra: Los desnudos y los muertos. Hemingway: Por quién doblan las campanas, Adiós a las armas.
Después nos dio por el cine. No me acuerdo si fue en un viaje a Buenos Aires o si estábamos en Córdoba. El asunto fue que habíamos visto Harry el sucio. Primero nos cagamos de risa de lo malo que era, y lo bien hecha que estaba la película. La observación del Negro fue que el personaje principal era el revólver, no Harry Callahan. Yo de eso sabía: “es un Smith Wesson modelo 29 calibre 44 Magnum”, le digo. Le expliqué por qué era el Magnum, cuál era el agregado de pólvora, la relación con el proyectil. La guitarreada total. El personaje parecía hecho para el Negro. Después nos dimos cuenta de la capacidad que él tenía para la exageración, para la sátira. Al tiempo me manda una historieta de una página que se llamaba Boogie el aceitoso. Era más que evidente que era Harry el sucio, para nuestros códigos. Y un día viene Cognigni a mi casa. El trato de la revista era de amistad: no había categorías, no había disciplina, no había nada. Cognigni ve el Boogie, que yo tenía en una plancha de corcho, frente a mi mesa de dibujo, y dice “¿esto qué es?”. Le cuento que me lo había mandado el Negro de regalo. “Esto va en el próximo número”, dice.
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Con Inodoro Pereyra pasó algo parecido. El Negro se dio cuenta que Córdoba era el centro del folclore. Te podías encontrar a Horacio Guarany en la esquina, a Los Fronterizos, a Tejada Gómez, todos vestidos de gauchos y amigos de la gente. Empezaban varios festivales, había muchos programas de folclore y peñas. El Negro pescó enseguida ese ambiente. El primer Inodoro andaba en la pampa, caminando, se encontraba con Borges, con Antonio das Mortes y hablaba como Armando Tejada Gómez, era un absurdo total pero lindísimo: “desde la profundidad ancestral de la madera, el grito arisco de la baguala”, él lo hacía hablar así. El nombre de Eulogia está sacado de “Eulogia Tapia”, la zamba del Cuchi Leguizamón y de Manuel Castilla. Al poco tiempo el Negro hacía los mejores chistes cordobeses. Yo le decía al Gringo Cognigni: “No se agranden mucho ustedes, que los mejores dibujantes cordobeses son santafesinos”.
Las historietas del Negro eran literarias. Había pocos chistes mudos. Podías taparle los dibujos y leer los chistes en la radio. Eran muy graciosos los diálogos. Aparte te tapaba de laburo. El Negro decía “van tantas viñetas, va un Boogie, y va un Inodoro”. En un momento la revista era de él. Acá aplaudíamos todos. Guita no sé si había pero el Negro se sentía bárbaro. Teníamos un espacio que funcionaba y que después nos sirvió para otras cosas.
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Lo lindo del fenómeno de Hortensia fue que no se quedó en la revista. Alberto, que ya estaba agrandado por el éxito, dijo “tenemos que hacer una bienal del dibujo de humor y la historieta, así nos juntamos todos los dibujantes”. Había un especialista en historieta, el turco (Antonio) Salomón, era una delicia hablar con él. Se le fue dando forma y salió la primera Bienal del Humor y la Historieta, en el Museo Genaro Pérez. Ahí nos conocimos todos. Vinieron Quino, Caloi, Broccoli, todos los dibujantes estrellas de Buenos Aires. Los maestros: el viejo José Luis Salinas, Lino Palacio, Alberto Breccia. Los dibujantes que quedaban de Rico Tipo, Rafael Martínez, el Menchi Sábat. Y vino el Negro, de Rosario. Fue un éxito total. Y se repitió. Después se hizo la Bienal Internacional, cuando vinieron Moebius, que era una estrella fulgurante, una supernova, Hugo Pratt y otros.
En esa primera Bienal nos hicimos amigos con Caloi. Él nos contó que en Clarín querían sacar las historietas norteamericanas y armar una página de humor con dibujantes nacionales. “Se puede proponer una tira o una viñeta”, nos dijo. Con el Negro nos tirábamos a la viñeta porque ya sabíamos que una tira diaria te agota. Quino ya lo había dicho, hacer Mafalda era genial, pero después de tener una idea inteligente todos los días necesitás que te internen. Con el trajín de Hortensia las viñetas nos salían, era un oficio. Nos dijeron que sí y nos contrataron. La página era Clemente y Bartolo, de Caloi, El mago Fafá, de Bróccoli, las viñetas nuestras. Después se plegaron Aldo Rivero, Ian. Había una tira de ciencia ficción y otra gauchesca que fue cambiando.
La facilidad que tenía para el chiste era única. No le costaba nada, mirá que era un tipo serio, después se fue ablandando por el éxito y el cariño de la gente. Nosotros íbamos juntos a los boliches. (Imita la voz de un locutor) “Bueno, tenemos la presencia de uno de Los Nombradores. Y otro de Los de Salta, Chichí Ibarra, cómo te va, querido. Y acaban de entrar Crist y Fontanarrosa”. Nos aplaudían, como si fuéramos otras estrellas. Y nos hacían firmar dibujos, nos quedábamos charlando. Porque éramos dibujantes de Hortensia. En el 81 yo me fui a España, estuve dos años, y él se empezó a afianzar profesionalmente, se tomó en serio las publicaciones, los libros. Escribía un libro de cuentos por año. Para eso hay que tener un método como tenía el Negro.
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Yo vi el proceso de la enfermedad. Un día él me llama y entre otras cosas me dice “vos sabés que en la mano izquierda se me han empezado a dormir los dedos. Tengo que ir al médico”. Así empezó y fue in crescendo. En la última etapa me dice “un día de estos me vas a tener que hacer los dibujos”. Se ve que ya no daba más. De todas maneras se la aguantó porque agarraba los lápices y les metía telgopor porque no tenía fuerza para apretar. En un momento me doy cuenta de cómo le estaban saliendo los dibujos. Pero no quería invadirlo, porque era un tipo muy orgulloso, como cualquier es orgulloso con lo que hace. “Negro, cuando vos quieras lo empezamos a hacer”, le digo. Y así empezamos.
El Negro le dictaba los guiones desde la cama a Luisito, el pibe que lo cuidaba, y él los pasaba y los mandaba por mail. Luisito fue un héroe anónimo, no solamente le ayudó a hacer eso, hacía todo. María Teresa, mi mujer, pintaba los dibujos con el photoshop. Enfermo y todo, el Negro nos tapaba de laburo. Yo sabía que él quería que ni bien llegaran los guiones yo me pusiera a laburar. Y yo tenía que hacer lo mío también. De todas maneras nos pusimos en el ritmo y lo sacábamos. Después había que hacer la página de la revista del domingo. Por ahí yo no le enganchaba los enfoques, entonces un día el Negro me dice: “No te asustes pero Luisito te va a mandar el boceto”. Luisito hacía unas rayas, las escaneaba y me las mandaba. Y así siguió, hasta que no pudo más. Ahora, cómo lo hizo es asombroso.
La página que más le gustó de las que hicimos fue la de los mexicanos. “Te hice un guión a tu medida para el domingo”, me dice. Era cuando los yankis habían hecho el muro en la frontera con México. La idea del Negro era que había una torre con dos policías tejanos, los que usan sombreros blancos y escopeta calibre 12.70. Uno de los policías decía algo así como “yo me imaginaba que los de la otra parte iban a entretenerse con algo”. El asunto era que los mexicanos estaban pintando murales. “Hacele un mural, inventátelo”, me dice el Negro. Entonces los busqué por internet, elegí uno de los murales de Diego Rivera. Y me mandé un dibujazo. “Viste —me dice después— yo sabía”.