Por Hugo Blanco.
Foi assim
Desde que conocí los escritos de José María Arguedas, me uní afectivamente a él.
Su compañera Sibila visitaba a Antonio Meza, un campesino, combatiente armado del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), del centro del país, preso en Lima. Cuando le trasladaron en 1969 a la isla prisión El Frontón, donde yo me encontraba, continuó visitándole. En El Frontón había compañeros que no tenían visitas, por lo tanto habíamos decidido socializarlas; así nos conocimos con Sibila.
José María pensaba que yo era un importante dirigente de izquierda, con toda la suficiencia que conlleva la palabra “importante”. Sibila le dijo que no era así, que yo era una persona común y corriente. J. M. decidió obsequiarme su novela Todas las sangres y como dedicatoria le puso algunas palabras en castellano. Sibila me dijo que pensaba poner algo en quechua, pero se contuvo.
Ese fue el motivo que me llevó a escribirle en quechua, él se emocionó y me respondió, también en quechua. Por intermedio de Sibila me pidió permiso para traducir ambas cartas y publicarlas, le respondí que, aunque al escribirlas no pensé en eso sino en volcar lo que había en mi pecho, no tenía ningún inconveniente en hacerlo público. Así mismo me pidió permiso para visitarme; yo consideré, como le digo en la segunda carta, que una fugaz visita en El Frontón no sería satisfactoria para el gran cariño que le tenía, Sibila se lo dijo. Comprenderán cuánto me pesa esa respuesta mía; recibió mi segunda carta y dijo: “La leeré el lunes”, se mató el viernes. Sibila me pidió que tradujera esa segunda carta.
Como verán, las palabras “tayta” y “taytáy” yo las traduzco por “padre” y “padre mío”, él se niega a traducirlas porque considera que al hacerlo no reflejan el profundo sentido que tienen en nuestro idioma; “misti” es el no-indio, incluyendo al mestizo que se cree blanco; “maqt’as” somos los llamados “indios” con pluralización castellana; “wakchas” son los pobres con la misma pluralización; “hallpando” viene del verbo quechua “hallpay” que significa “coquear”, que no es precisamente “masticar”, acá tiene el gerundio castellano.
En la segunda carta aludo a una que mandé “A los revolucionarios poetas, a los poetas revolucionarios”, que entregué a la compañera Rosa Alarco y ella la envió a una revista en el Perú y también la publicó el periódico Marcha del Uruguay, cuyo jefe de redacción era Eduardo Galeano. Naturalmente que estoy de acuerdo con que si un poeta quiere cantar a la rosa, lo haga. Pero lo que me extrañaba era que los poetas “revolucionarios” cantaran a la “revolución” en abstracto, o a los grandes dirigentes revolucionarios mundiales y no se fijaran en la lucha cotidiana de mi pueblo, que día a día forjaba bellos poemas que no encontraban poeta; por eso pedía con desesperación que Vallejo resucitara, pues él cantaba a gente anónima como Pedro Rojas o Ramón Collar, cantaba a “Málaga sin padre ni madre”, al “padre polvo” de los escombros de Durango.
Los “heraldos verdes”, mencionados en el cuento, son una paráfrasis de los “heraldos negros que nos manda la muerte” de César Vallejo.
De Hugo Blanco a José María Arguedas
El Frontón, 14 de noviembre de 1969
Taytáy José María:
Casi me has hecho llorar, este día, al saber lo que me contó tu esposa. Me dijo: “Esto te envía (Todas las sangres); escribió mucho en quechua y después, “puede tener vergüenza de mí” diciendo, se arrepintió y no puso sino esas escuetas palabras en castellano”.
Cuando me dijo eso, yo me dolí mucho; casi lloré:
¿Cómo es posible, taytáy, que entre nosotros podamos avergonzarnos de cuanto nos podemos decir en nuestra lengua tan dulce? Cuando nos pedimos ayuda, nunca lo hacemos con palabras escuetas en nuestra lengua. ¿Acaso alguna vez escuchamos decir: “mañana has de ayudarme a sembrar, porque yo te ayudé ayer”? ¡Ahj! ¡Qué asco! ¡Qué podrá ser eso! Únicamente los gamonales suelen hablarnos de esa forma. ¿Acaso entre nosotros, entre nuestra gente, nos hablamos de ese modo? Muy tiernamente nos decimos: “Señor mío, vengo a pedirte que me valgas; no seas de otro modo; mañana hemos de sembrar en la quebrada de abajo; ayúdame pues caballerito, paloma mía, corazón”. Con estas palabras solemos empezar a pedir que nos ayuden. Y también cuando nos encontramos en los caminos de las punas, aun sin conocernos, nos saludamos el uno al otro; nos invitamos un trago, nos alcanzamos algún poco de coca; nos preguntamos hacia dónde vamos; y solemos charlar un rato.
Y siendo así, ¿crees que puede haberme dolido cualquier cosa que hubieras escrito en nuestra dulce lengua para mí? ¿Acaso mi corazón no se enternece al leer cómo has traducido al castellano nuestra lengua para que todos la conozcan y alcancen a saber aunque no sea sino una parte de lo tanto que esa lengua puede expresar? ¿Acaso cuando yo también traduzco algo de lo que hablamos en nuestra lengua, no me acuerdo de ti?
“Escribe como él, diciendo, van a hablar de mí los mistis (repito, únicamente para mí mismo, cuando intento traducir del quechua); eso lo han de repetir bien; han de decir la verdad; yo no puedo hablar de otro modo; digo exactamente lo que brota de mi corazón y de mi boca” diciendo esto, yo pienso.
Yo no puedo decir qué es lo que penetra en mí cuando te leo, por eso, lo que tú escribes no lo leo como las cosas comunes, ni tampoco tan constantemente, mi corazón podría romperse.
Mis punas empiezan a llegar a mí con todo su silencio, con su dolor que no llora, apretándose al pecho, apretándolo. O bien cuando me recuerdas las pequeñas quebradas, empiezo a ver a los picaflores, escucho como si los pequeños manantiales cantaran. ¡Cuántas veces he pensado en ti cuando me he sentido con estos recuerdos! Cuánta alegría habrías tenido al vernos bajar de todas las punas y entrar al Cusco, sin agacharnos, sin humillarnos, y gritando calle por calle: “¡Que mueran todos los gamonales! ¡Que vivan los hombres que trabajan!”. Al oír nuestro grito los “blanquitos”, como si hubieran visto fantasmas, se metían en sus huecos, igual que pericotes. Desde la puerta misma de la Catedral, con un altoparlante, les hicimos oír todo cuanto hay, la verdad misma, lo que jamás oyeron en castellano; se lo dijimos en quechua. Se lo hicieron oír los propios maqt’as, esos que no saben leer, que no saben escribir, pero sí saben luchar y saben trabajar. Y casi hicieron estallar la Plaza de Armas esos maqt’as emponchados. Pero ha de volver el día, taytáy, y no solamente como aquél que te cuento, sino más grande. Días más grandes llegarán; tú has de verlos. Muy claramente están anunciados. Aquí nomás concluyo, taytáy, porque si no, no he de terminar de escribir nunca. He de resentirme si no envías eso que escribiste para mí.
Hasta que nos encontremos, tayta. No te olvides, pues, de mí.
Hugo Blanco
De José María Arguedas a Hugo Blanco
(La noche de aquel miércoles, cuarenta y ocho horas antes del disparo fatal)
Hermano Hugo, querido, corazón de piedra y de paloma:
Quizá habrás leído mi novela Los Ríos Profundos. Recuerda, hermano, el más fuerte, recuerda. En ese libro no hablo únicamente de cómo lloré lágrimas ardientes; con más lágrimas y con más arrebato hablo de los pongos, de los colonos de hacienda, de su escondida e inmensa fuerza, de la rabia que en la semilla de su corazón arde, fuego que no se apaga. Esos piojosos, diariamente flagelados, obligados a lamer tierra con sus lenguas, hombres despreciados por las mismas comunidades, esos, en la novela, invaden la ciudad de Abancay sin temer a la metralla y a las balas, venciéndolas. Así obligaban al gran predicador de la ciudad, al cura que los miraba como si fueran pulgas; venciendo balas, los siervos obligan al cura a que diga misa, a que cante en la Iglesia: le imponen a la fuerza. En la novela imaginé esta invasión con un presentimiento: los hombres que estudian los tiempos que vendrán, los que entienden de luchas sociales y de la política, los que comprendan lo que significa esta sublevación de la toma de la ciudad que he imaginado. ¡Cómo, con cuánto más hirviente sangre se alzarían estos hombres si no persiguieran únicamente la muerte de la madre de la peste, del tifus, sino la de los gamonales, el día que alcancen a vencer el miedo, el horror que les tienen! “¿Quién ha de conseguir que venzan ese terror en siglos formado y alimentado, quién? ¿En algún lugar del mundo está ese hombre que los ilumine y los salve? ¿Existe o no existe?, ¡carajo, mierda!”, diciendo, como tú, lloraba fuego, esperando, a solas. Los críticos de literatura, los muy ilustrados, no pudieron descubrir al principio la intención final de la novela, la que puse en su meollo, en el medio mismo de su corriente. Felizmente uno, uno sólo, lo descubrió y lo proclamó, muy claramente.
¿Y después hermano? ¿No fuiste tú, tú mismo quien encabezó a esos “pulguientos” indios de hacienda, de los pisoteados el más pisoteado hombre de nuestro pueblo; de los asnos y los perros el más azotado, el escupido con el más sucio escupitajo? Convirtiendo a ésos en el más valeroso de los valientes, ¿no los fortaleciste, no acercaste su alma? Alzándoles el alma, el alma de piedra y de paloma que tenían, que estaba aguardando en lo más puro de la semilla del corazón de esos hombres, ¿no tomaste el Cusco como me dices en tu carta, y desde la misma puerta de la Catedral, clamando y apostrofando en quechua, no espantaste a los gamonales, no hiciste que se escondieran en sus huecos como si fueran pericotes muy enfermos en las tripas? Hiciste correr a esos hijos y protegidos del antiguo Cristo, del Cristo de plomo. Hermano, querido hermano, como yo, de rostro algo blanco, del más intenso corazón indio, lágrima, canto, baile, odio.
Yo hermano, sólo sé bien llorar lágrimas de fuego; pero con ese fuego he purificado algo la cabeza y el corazón de Lima, la gran ciudad que negaba, que no conocía bien a su padre y a su madre; le abrí un poco los ojos, los propios ojos de los hombres de nuestro pueblo, les limpié un poco para que nos vean mejor. Y en los pueblos que llaman extranjeros creo que levanté nuestra imagen verdadera, su valer, su muy valer verdadero, creo que lo levanté alto y con luz suficiente para que nos estimen, para que sepan y puedan esperar nuestra compañía y fuerza; para que se apiaden de nosotros como del más huérfano de los huérfanos; para que no sientan vergüenza de nosotros, nadie.
Esas cosas, hermano, a quien esperaron los más escarnecidos de nuestras gentes, esas cosas hemos hecho; tú lo uno y yo lo otro, hermano Hugo, hombre de hierro que llora sin lágrimas; tú, tan semejante, tan igual a un comunero, lágrima y acero. Yo vi tu retrato en una librería del barrio latino de París; me erguí de alegría, viéndote junto a Camilo Cienfuegos y al “Che” Guevara. Oye, voy a confesarte algo en nombre de nuestra amistad personal recién empezada: oye, hermano, sólo al leer tu carta sentí, supe que tu corazón era tierno, es flor, tanto como el de un comunero de Puquio, mis más semejantes. Ayer recibí tu carta: pasé la noche entera, andando primero, luego inquietándome con la fuerza de la alegría y de la revelación.
Yo no estoy bien, no estoy bien; mis fuerzas anochecen. Pero si ahora muero, moriré más tranquilo. Ese hermoso día que vendrá y del que hablas, aquél en que nuestros pueblos volverán a nacer, viene, lo siento, siento en la niña de mis ojos su aurora, en esa luz cayendo gota por gota tu dolor ardiente, gota por gota sin acabarse jamás. Temo que ese amanecer cueste sangre, tanta sangre. Tú sabes y por eso apostrofas, clamas desde la cárcel, aconsejas, creces. Como en el corazón de los runas que me cuidaron cuando era niño, que me criaron, hay odio y fuego en ti contra los gamonales de toda laya; y para los que sufren, para los que no tienen casa ni tierra, los wakchas, tienes pecho de calandria; y como el agua de algunos manantiales muy puros, amor que fortalece hasta regocijar los cielos. Y toda tu sangre ha sabido llorar, hermano. Quien no sabe llorar, y más en nuestros tiempos, no sabe del amor, no lo conoce. Tu sangre ya está en la mía, como la sangre de don Victo Pusa, de don Felipe Maywa, don Victo y don Felipe me hablan día y noche, sin cesar lloran dentro de mi alma, me reconvienen en su lengua, con su sabiduría grande, con su llanto que alcanza distancias que no podemos calcular, que llega más lejos que la luz del sol. Ellos, oye Hugo, me criaron, amándome mucho, porque viéndome que era hijo de misti, veían que me trataban con menosprecio, como a indio. En nombre de ellos, recordándolos en mi propia carne, escribí lo que he escrito, aprendí todo lo que he aprendido y hecho, venciendo barreras que a veces parecían invencibles. Conocí el mundo. Y tú también, creo que en nombre de runas semejantes a ellos dos, sabes ser hermano del que sabe ser hermano, semejante a tu semejante, el que sabe amar.
¿Hasta cuándo y hasta dónde he de escribirte? Ya no podrás olvidarme, aunque la muerte me agarre, oye, hombre peruano, fuerte como nuestras montañas donde la nieve no se derrite, a quien la cárcel fortalece como a piedra y como a paloma. He aquí que te he escrito, feliz, en medio de la gran sombra de mis mortales dolencias. A nosotros no nos alcanza la tristeza de los mistis, de los egoístas; nos llega la tristeza fuerte del pueblo, del mundo, de quienes conocen y sienten el amanecer. Así la muerte y la tristeza no son ni morir ni sufrir. ¿No es verdad hermano?
Recibe mi corazón.
José María
De Hugo Blanco a José María Arguedas
El Frontón, 25 de noviembre de 1969
¡Padre mío! Padre mío José María:
Cada vez que me hablan de ti hacen llorar mi corazón, con una u otra cosa. La vez pasada, porque creíste que criticaría tu actitud y ahora, porque estando enfermo quieres venir. ¡Padre mío! ¡Cuánto está queriendo encontrarse contigo mi corazón! ¡Cuánto desean mirar mis ojos a mi gran padre! Encontrarme contigo, padre mío, ¡qué sería!
Desde mucho antes sabía que éramos un solo corazón, no solamente leyendo Los ríos profundos; sino que, leyendo cualquier cosa que escribes, mirando cualquier cosa que haces, se trasluce tu ser indio. ¿Iba a esperar yo a escuchar lo que dijeran los críticos?
Que hablen lo que quieran esos mistis; mi corazón, está mirando al tuyo en lo que escribes, allí apareces como en agua clara. Por eso, padre, encontrarme contigo ¡qué sería! Ni en todo el año terminaríamos de relatarnos. Y eso no se puede en la visita. No dura ni dos horas. No alcanza para conversar nada. Mucha gente trajina, como en los mercados de nuestros pueblos. Y contigo, padre mío, no podríamos hablar sólo diez minutos. Nuestro corazón reventaría. ¡Habiendo tanto que relatarnos, habiendo tanto que conversar! Contigo tenemos que hablar calmadamente, como hombres serios; sentándonos tranquilos, el corazón plácido, hallpando nuestra coquita, fumando de un solo cigarrillo, perdiendo la vista en los cerros lejanos. Acá no sería así, padre. Así como no puedo leer comúnmente tus escritos, por esa misma razón no podría encontrarme contigo comúnmente. A pesar de eso, te haré llamar un día, padre; cuando haya algo de calma; por lo menos para contemplar tu venerado rostro, por lo menos para apretar tu corazón al mío. Mientras llegue ese día, así te escribiré cada vez, volcando mi corazón al tuyo. Como si en la era del trigo, dentro del aliento del rastrojo, mirando las estrellas, nos estuviéramos relatando lo que hemos vivido, lo que pensamos; así igual va a ser padre, no te apenes, no llores. Cuán lejos estemos, somos el mismo corazón.
Conozco bien tu corazón, padre, aún antes de que me escribieras. Como te digo, al igual que en agua cristalina se ve tu corazón a través de tus escritos. No sé qué verán los mistis en ellos; y para que les digan: “Ése es un buen crítico” hablan una u otra cosa. Es imposible que ellos vean tu corazón aunque se los estés mostrando. El misti es misti, padre. En cuanto a ser buenas personas, algunas son realmente buenas personas, no les estoy insultando. Pero tu corazón, sólo tus congéneres indios lo vemos bien. Los mistis, aun siendo buenas personas, para eso, son ciegos que miran. Ellos no sollozan temblorosos como nosotros al leer tus escritos. Imposible, padre, el misti es misti.
Padre mío, algo tenía que decirte; quizá cuando hablé de los poetas habrás dicho: “¡Inclusive a nosotros se está refiriendo este cholo!”. No, padre, de ninguna manera. ¿Acaso en tu novela Los Ríos Profundos no relatas de forma encantadora lo de nuestra madre chichera? ¿Acaso leyendo esas cosas no llegué a llorar en silencio en mi rincón de la cárcel de Arequipa? ¿Y así iba a decir de ti: “No habla de la lucha del hombre común”? Y no sólo eso, padre. A ti, ya estando en la cárcel de Arequipa, te conocí bien. Y al conocerte dije: “¡Ya está carajo, ahora el mismo indio está hablando!” Así te miré. Pero desde antes, desde mi infancia respeté a los señores mistis cuando escribían a favor del indio. Por eso, aunque son mistis, mucho respeto a esos señores: Clorinda Matto, Ciro Alegría, Jorge Icaza, Enrique López Albújar. Esos señores pusieron la semilla en mi corazón cuando sólo era un muchacho, ellos también ayudaron para que mi sangre hirviera, me hicieron ver lo que no veía. Además, por eso respeto a mi hermano, él me hizo conocer lo que escribieron esos señores, él mismo escribió un poco en su juventud.
Por esa experiencia mía, te digo padre: lo que escribes no es sólo para mostrar a los no-indios de todas las naciones que nosotros somos gentes; no es sólo eso, padre. Ablanda el corazón de nuestro propio pueblo, lo despierta. Claro que tú todavía no ves a dónde llega la semilla que derramas. Quién sabe en qué jóvenes corazones se está regando hermosamente esta semilla. Así como Ciro Alegría, Icaza, no supieron que en mi corazón yo regaba su semilla. Ellos, siendo mistis, sembraron bien para que madure así en lucha. ¿Y así no iba a madurar en forma preciosa lo que como indio siembras?
Para que veas que tengo la raíz del propio hombre, la raíz brotada de nuestra propia tierra, te envío este relato que hago de mi padre Lorenzo. Eso no es cuento, padre; ahí estoy relatando lo realmente sucedido, también los nombres son verdaderos.
Desde hace tiempo quería relatar acerca de ese gran hombre, para que todos vieran la fuerza de nuestra raíz india. Sólo tiempo me faltaba para hacer eso. Pero ahora, al enterarme que estás enfermo, dije: “De una vez lo haré, para enviarlo a mi padre José María; para que por lo menos con eso se alegre en su enfermedad, para que se alegre con nuestra triste alegría”. Diciendo esto, padre, lo hice rápido, y ahora te lo estoy enviando con todo mi corazón.
Hasta otro día padre, sangre de mi sangre, pena de mi pena, alegría de mi alegría. Si sólo fuese por mí, jamás acabaría esta carta, cuando tantas cosas tengo que decirte.
Hasta otro día padre,
Hugo Blanco
Anexo a la Carta
El maestro
(Este texto fue enviado a José María Arguedas adjunto a la carta precedente, cuatro días antes del balazo que acabó con su vida. Lo que se conoce es que la carta fue recibida y no leída, o leída a medias).
A las hojas de una mostaza silvestre sancochadas, llamamos “yuyu hauch’a”. Nos gusta mucho, a pesar de que evoca la muerte en su causa más extendida y silenciada: el hambre.
Cuando viene el hambre, devora habas, maíz, papas, chuño (papa helada y deshidratada); no deja nada al indio… más que esas hojas, ya sin manteca, sin cebolla, sin ajos, hasta sin sal. Después de esas y esas hojas, viene la muerte, son sus “heraldos verdes”. Viene la muerte con diferentes seudónimos en castellano y en quechua: tuberculosis, anemia perniciosa, neumonía, pujiu (manantial), wayra (viento), layqa (brujería). Se le llama por sus seudónimos porque su verdadero nombre es mala palabra: hambre.
Pero el yuyu hauch’a no tiene la culpa de esto, por eso nos gusta tanto. No digo que sea rico, yo no entiendo de esas cosas; ya me equivoqué con el chuño, yo decía que era muy rico y la gente entendida afirma que es insípido. Por eso yo sólo digo que nos gusta mucho aunque nos recuerde las hambrunas. Esas hambrunas en las que a veces los gringos (¡tan buenitos ellos!) nos mandan de limosna maíz con gorgojo y “leche” en polvo; que llegan a la parroquia, a la alcaldía o a la gobernación, y de allí pasan a servir de alimento a los chanchos de los hacendados.
Yo no pido que nos repartan esa limosna, yo exijo que nos devuelvan lo nuestro para que no haya hambrunas. Fue mi primo hermano, Zenón Galdos, quien pidió que se repartiera; le costó caro; por exigir eso, el señor Araujo, alcalde de Huanoquite, lo mató de un balazo. El señor Araujo no está preso, es de buena familia.
Un domingo de mil novecientos cuarentaytantos, saboreando mi ración de yuyu hauch’a, conversaba con la campesina que lo vendía, sentada en el barro del mercado de San Jerónimo, Cusco. Conversábamos el tema del día: los temblores. Ella me explicó su origen: eran enviados como castigo porque los indios del ayllu se levantaron contra los padres dominicos de la hacienda “Pata-pata”. Así lo manifestó el señor cura durante la misa de esa mañana: “El demonio no ha muerto, está en el hospital del Cusco”. El señor cura no dijo que la muerte del “demonio” era la condición para que cesen los temblores, la campesina lo entendió así por su cuenta.
– ¿Morirá?
– Seguro, está muy mal dicen, por su culpa todo esto…
Ella no quería temblores ni quería ir al infierno, por eso sus palabras condenaban al “demonio”.
Pero su cara, su voz, el barro en que estaba sentada, el yuyu hauch’a, su corazón: todo eso era de tierra, de tierra como el “demonio” que estaba en el hospital, de tierra que gritaba silenciosamente su desesperado anhelo de que el “demonio” se salvara.
Y se salvó nomás Lorenzo Chamorro… Se salvó a medias porque quedó inválido. El médico le dijo: “Sólo un indio como tú puede estar vivo con seis agujeros en las tripas; lo que te fregó es que la bala te afectó la columna vertebral”.
Y así lo conocí tiempo después, ya en su rincón: lagañas, mugre, muletas, poncho grande, voz vibrante, ojos fuego.
Lo miré y supe que era verdad que producía temblores: mi sangre temblaba, mis siglos temblaban cuando me acerque a abrazarlo.
– Tayta, cuéntame.
Y me dijo cosas que ya sabía: que la hacienda “Pata-pata” de los dominicos continuaba arrebatando tierras a la comunidad, que la comunidad tenía títulos de propiedad, que la justicia no llegaba nunca, que los campesinos organizaron sindicato, que él era el secretario general, que quisieron sobornarlo, que no cedió; que lo amenazaron, que no cedió; que cuando estaban trabajando las tierras en litigio vinieron el prior del Convento de Santo Domingo y sus matones; que, como los matones no lo conocían, el prior lo señaló “con la misma mano que consagra al Santísimo”, que entonces recibió los balazos de uno de los matones.
– Todos mis compañeros corrieron a atenderme; yo les decía: “¡No!, ¡déjenme! ¡Agárrenlo a él!, ¡Agárrenlo…!” y ¡ahí nomás me desmayé!
No hubo cárcel para los heridores del indio, ni indemnización para el indio herido; se sobreentiende; estamos en el Perú.
Los campesinos temían ir a visitarle en su rincón de inválido, era peligroso… comprometedor… Pero las campesinas iban… “sólo a visitar a su mujer”… hasta que el señor cura se enteró y tuvo que explicar desde el púlpito:
– Hijos míos, el Señor ha perdonado a este pueblo pero ustedes abusan de su bondad, vuestras mujeres siguen visitando la casa del demonio. ¡Va a caer lluvia de fuego sobre San Jerónimo!…
Las campesinas evitaron la lluvia de fuego, dejaron de ir donde la mujer de Chamorro.
– Mi hijo mayor lloraba mucho tocando su guitarra, de pena se ha muerto.
Yo seguí visitándolo, en busca de la lluvia de fuego, la sentía, escuchando relatos desconocidos.
– ¿Conoces el cerro Pícol?
– Si, tayta, desde el Cusco se ve; también desde el camino a Paruro; desde bien lejos se ve ese cerro.
– Eso también querían quitarnos. Mandaron guardias a caballo. Nosotros estábamos preparados.
Los guardias no se dieron cuenta de que el camino se contorsionaba para dificultarles el ascenso; no veían que los p’atakiskas (cactus) abrían sus brazos erizados de espinas amenazándolos; no notaron el odio de las piedras, de los guijarros; no comprendieron que si la gran herida roja del cerro tomaba color humano, era por la cólera, la santa cólera de ver guardias donde sólo debía haber hombres.
De pronto algunas piedras se movieron, no eran piedras, eran indios honderos como los de antes, como los indios de siempre, con las hondas de siempre. Las hondas de las huestes de Thupaq Amaru, las hondas que lanzan el grito de rebelión. “¡Warak’as!”.
Pero esta vez los proyectiles no eran las piedras indias… ¡Dinamita!
Se atascó el cerebro de los guardias; antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía, los caballos estaban en dos patas y ellos en cuatro; corriendo ladera abajo en medio de explosiones, sin hacer caso a los brazos feroces de p’atakiska que fácilmente se desprenden del cuerpo de la planta y difícilmente del cuerpo de la gente o de las bestias.
– No regresaron más. Así hay que pelear, aprende, con warak’a y con dinamita; con las mañas de los indios y con las mañas de los mistis; hay que conocer bien lo de nosotros y lo de ellos.
– Sí tayta… hay que conocer bien lo de nosotros y lo de ellos para pelear mejor.
Y las lecciones continuaban:
– Toca mi cabeza en esta parte. ¿Qué hay?
– Hueco tayta, no hay hueso, hueco nomás hay.
– Te voy a contar de ese hueco. Eso fue en Oropeza. Los indios estábamos en pleito con el hacendado. Él se consiguió compadres, nosotros nos cuidábamos. Pero una vez tuvimos fiesta y nos estábamos emborrachando; en eso llegaron los compadres del hacendado queriendo matarnos a palos.
Los antiguos contendientes, los de siempre, los de siglos, los de toda la tierra: de un lado, “los compadres del hacendado”, mezcla de bestias y máquinas, como todo aquel que combate para el amo, sea mercenario, mariner yanqui, ranger o amarillo. Es la anti-humanidad que hiere al hombre. Máquina bestializada que no piensa. Encierra a un hermano adentro, claro está; pero, mientras no surge el hermano, es todavía eso: máquina y bestia, fabricada para herir al hombre.
Del otro lado “los indios”, representantes del hombre en general, humanizados por encima de la borrachera porque ahora sólo la rebelión convierte al hombre en hombre. “Los indios” luchando por el hombre, por la tierra; por la tierra de ellos y de todos los hombres.
– De repente nomás llegaron. A mí me agarró uno de ellos y me rompió la cabeza de un palazo; yo me caí muerto, pero me levanté para meterle el cuchillo y de vuelta me caí muerto. Después no sé cuánto tiempo habrá pasado, comencé a escuchar de lejos el doble de las campanas. “¿Cómo será? –decía yo en mi adentro– ¿de mí estarán doblando o del perro del gamonal?” Después ya me moví un poco, me desperté bien y me di cuenta de que estaba vivo. Recién me puse tranquilo, “del compadre del gamonal había sido”, diciendo. Así, aunque te rompan la cabeza, cuando tienes que seguir peleando, resucitas.
– Sí, tayta.
– Con juicios nunca ganamos los indios, tiene que ser así, peleando. Los jueces, los guardias, todas las autoridades, están a favor de los ricos; para el indio no hay justicia. Tiene que ser así, peleando.
– Sí, tayta, así peleando.
Me relató muchas cosas más, me contó que sus huesos no se habían roto al saltar del tren en marcha cuando lo llevaban preso.
– ¿Cuentas a tus profesores lo que te hablo?
– A algunos nomás, tayta.
– ¿Qué te dicen?
– Unos me dicen “así es”, te quieren tayta; otros me dicen “son ideas foráneas”.
– ¿Qué es eso?
– No sé, tayta.
Y las lecciones de “ideas foráneas” seguían.
Lluvia de fuego.
Impotente, acorralado, volcaba en mí toda su candela. Pero a veces, estallaba:
– ¡Carajo! ¡Ya no puedo pelear! Estas malditas piernas ya no pueden ir a los cerros. Mis manos ya no sirven. No valgo para nada. ¡Ya no puedo pelear, carajo!
– ¡Sí, tayta! ¡Vas a seguir peleando! Tú no estás viejo, tayta; tus pies, tus manos nomás están viejos. Con mis pies vas a ir donde nuestros hermanos, tayta; con mis manos vas a pelear, tayta; como cambiarte de poncho nomás es. Mis manos, mis pies, te vas a poner para seguir peleando. ¡Como cambiarte de poncho nomás es, tayta!
El Frontón, noviembre de 1969