Por Roberto Quesada.
“Las tristeza de Aureliano, el cuatro;
la belleza de Remedios, violines;
las pasiones de Amaranta, guitarras;
el embrujo de Melquiades, oboes…”
–Oscar Chávez, canción Mariposas amarillas.
Era una resonancia encerrada, todo el sonido del mundo acumulado tratando de escapar de aquella casa, en Tegucigalpa. Un cuadro al óleo de Felipe Burchard colgado en la pared, que a alguien –cual Macondo– se le ocurrió enmarcar con vidrio, crujió suavecito in crescendo y fue convirtiéndose como varios caminos desorientados, hasta que los pedazos de vidrio se descolgaban como racimos de bananas desgajados por los campesinos de las bananeras en los pueblos aledaños a Olanchito (Honduras), que con acierto nos contó Ramón Amaya Amador.
Aquel sonido continuaba envolviéndolo todo, yo dormía en un cuarto contiguo junto a mi hermano. Y en esa frontera entre el dormir y el despertar, volví a escuchar ya ordenando en mi mente cierto sentido a las palabras: “Lisandrooooo, Lisandrooooo, Gabriel García Márquez obtuvo el Premio Nobel de Literatura”. Era Luis Enrique Trundle Fagot, alias Voz de Trueno, que llegaba a casa en una euforia inenarrable a estrellar la noticia en los oídos de mi padre. Nosotros solo dijimos “Es Trundle”, y seguimos durmiendo.
Muchos años después, como diría Gabriel García Márquez, vendría yo a comprender a Luis Enrique, aquella emoción era digna de ser compartida, pero en un país como el nuestro pocos entendían esa dimensión, a él no le quedó más que madrugar en algarabía donde alguien que sí lo entendería, mi padre. Lisandro Quesada, y él, emocionados, se quedaron a tomar café en la sala y a conversar.
1982, entonces tenía yo 19 años y ya cargaba mis primeros escritos clandestinos (nadie que escriba puede contradecirme: esos primeros renglones da vergüenza mostrarlos), estudiaba bachillerato en el Instituto Jesús Milla Selva, de la Kennedy. Y ya tenía referencias de Gabriel García Márquez, gracias a mi otro padre, Jose Adán Castelar, quien me dio ese tipo de educación literaria allá en Monte Cristo, donde vivíamos en medio de las plantaciones de piñas de la Standard Fruit Company. Pero quería yo ir más allá de las referencias, a leer su obra.
Y fue así como entré en Cien años de soledad… y quedé maravillado, prendado como con imán por aquella obra y aquella forma de escribir. No obstante yo quería ser yo, con mi propio estilo, y para ello tenía que enfrentar esa fuerte influencia garciamarquiana. Y fue así como en una especie de catarsis, de autotratamiento contra las obsesiones como hacía Julio Cortázar, que decidí enfrentar la situación escribiendo como García Márquez, pero no imitando sino parodiando (que también es arte) y surge El último habitante de Macondo.
Así se llamaba mi primer libro El último habitante de Macondo, pero mi amigo y uno de mis primeros maestros, escritor Roberto Castillo, me metió miedo, me dijo que tuviera cuidado con ese tipo de títulos, entonces lo cambié a El desertor. Y así salió publicado, con ese lindo título, por cierto, pues no tan en el fondo de mi ser yo siempre soñé con desertar de tanta mediocridad reinante en el país que me tocó nacer.
¡Y las cosas de la vida! El libro cayó en manos del poeta Humberto Senegal, del Quindío, zona cafetera colombiana. Me escribió a Tegucigalpa, diciendo que le enviara dos ejemplares dedicados: uno, para Germán Vargas Cantillo; y el otro para Gabriel García Márquez. Así lo hice y tanto el periodista Germán Vargas como García Márquez, se enamoraron del cuento. Años después casi imitando a Luis Enrique Trundle Fagot, corrí a donde el poeta Rigoberto Paredes, a mostrarle la carta que me enviaba Germán Vargas, el ejemplar de la revista Cromos de Bogotá en donde me reseñaba y el de El Heraldo de Barranquilla. En la carta Germán me decía: “Saludes te manda Gabito y que siempre te tiene en mente”. Por supuesto, Rigo invitó a bautizar el acontecimiento con una botella de vodka.
Lo mejor estaba por venir, tiempo después me llegó El Magazín Dominical de El Espectador de Bogotá con una nota, en donde don Germán me decía: Gabriel y yo decidimos publicar tu cuento. Y de allí en adelante se fortaleció esa amistad con Germán Vargas Cantillo, a quien Rigoberto Paredes conoció en persona, yo casi.
Casi porque Germán Vargas en 1985 me invito a Barranquilla, con todo pagado, pero para esas fechas yo ya había aceptado una invitación por dos meses a la entonces Union de Repúblicas Socialistas Soviéticas (ahora Rusia), eso fue en junio-julio. Al año siguiente, para el otoño, don Germán me volvió a invitar, pero esta vez para la feria del libro en Bogotá. Y entonces yo ya había aceptado la invitación del gobierno de los Estados Unidos, por más de un mes, recorriendo con todo pago, más de 20 ciudades estadunidenses. Don Germán fue muy comprensivo y me dijo que no perdiera esos viajes… y así pasó el tiempo, vine a vivir a Nueva york y me comunicaba telefónicamente con don Germán. El y el estudioso Dr. Raymond Williams me llevarían a Colombia, pero en eso lo sorprendió la muerte.
El dia de mi cumpleaños, 17 de abril, estaba en una peluquería, quitándome el pelo para que con ello se vayan las malas vibras y a los enemigos les pase lo que dice el salmo 3. 7, que, por cierto, tengo en mi novela Los barcos: “Levántate, Jehová; sálvame, Dios mío; Porque tú heriste a todos mis enemigos en la mejilla; Los dientes de los perversos quebrantaste.” Y así ha pasado. Cuando de pronto interrumpen la programación en la tele para dar la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez. En el instante pensé: no muere, se multiplica.
Y así es, las mariposas amarillas de Gabriel García Márquez, vuelan más liberadas que nunca. Y ya reunidos con don Germán Vargas Cantillo, sonríen mirándome escribir el presente, sin tristeza más bien sonriente, agradeciéndoles por haberme dado el honor de tener ese pequeño espacio en su mundo de gigantes.
De ahora en adelante cumpliremos años juntos el 17 de abril, solo que García Márquez será más joven que yo, y nuestro poeta hondureño Juan Ramón Molina (gemelo de Rubén Darío ), que cumple el mismo dia, será el más viejo de los tres. Y este es el mundo real, de la ficción, en el que estemos vivos o muertos físicamente, los escritores hemos desafiado lo que obsesionaba a Jorge Luis Borges, quien también lo hizo, el tiempo. ¡Hay rumba en el cielo!
NOTA: este no es un comercial sino un servicio social para facilitarle las cosas al lector/a, si tiene interés en el libro El último habitante de Macondo, búsquelo en www.amazon.com
Nueva York 21 abril 2014.
Imagem: Boligán
As minhas brboletas independentes da cor, todas voam…
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