Tuvimos suerte. Siempre viene bien una dosis apropiada. Ya no se trata de pedirle un premio de quiniela o de sorteo de fin de año. A veces con que nos ayude a salvar la piel, alcanza.
Anoche nos asaltaron. Somos de poco deambular nocturno, pero nuestra hija inauguraba una muestra de sus obras y, además, Celia inauguraba sus sesenta y tres bien puestos y vividos. Después del careteo en la Bolsa de Comercio (allí está expuesta la maravilla creativa de Laura) nos fuimos a tomar algo. Cerca de casa y con amigos. Miércoles, día insólito para tragos, helados y confituras. Éramos pocos, apenas ocho, contando a dos de mis nietos. A las veintitrés pagamos y nos íbamos. Minga que nos íbamos.
Se apersonó un joven, pistola en mano, y nos pidió tranquilidad. Y también nos pidió todo. Ante la sorpresa y el susto general (había más parroquianos disfrutando de una noche típica de otoño cuyano), la joven sexagenaria de mis amores tomó su cartera informe (es así, no tiene forma) y dijo, con voz tenue, pero firme: “Yo tengo que salir de aquí”. Lo dijo más para sí misma que para que la escuchen. ¡Y salió! Le jugaron a favor la inexperiencia de los Butch Cassidys zanjoneros y la sorpresa.
En mi carterita había una considerable suma en efectivo (acababa de cobrar la jubilación y me gusta sentir que la inclusión de estos tiempos me resulta útil a mí también), pero sobre todo mi amada agenda en la que guardo fotos de mis seres queridos y datos casi irrecuperables si se pierden. Me di vuelta y la oculté con mi cuerpo. El Negro, que se había deglutido una copa helada monumental, asegura que el pibe que nos sorprendió empuñaba una 9 milímetros. Mi cultura al respecto es nula. Si hubiese entrado con una pistola de jabón, como Woody Allen en “Robó, huyó y lo pescaron”, para mí era lo mismo. No distingo una escopeta de una bayoneta ni que me las describa José Saramago y lo traduzca Pilar del Río.
Los muchachos hicieron su trabajo, cosecharon carteras y celulares y se esfumaron tan rápido como habían aparecido. Y allí andan parroquianos y parroquianas gestionando un poquito de burocracia para recuperar papeles y plásticos perdidos. La denuncia policial hay que hacerla porque es paso obligado para mover el elefante de los trámites y no porque abriguemos esperanza alguna en los sabuesos de uniforme azul. La cana llegó cuando los chorros andarían por Villavicencio. Tarde, como es habitual.
Es cierto, no nos pegaron, no nos dispararon, no nos hicieron tirar al piso ni nos mataron. Ni siquiera manotearon la caja del negocio. Apurados, fueron un relámpago en una noche estrellada. Y aunque no podemos comparar el episodio con tragedias cotidianas de sangre y muerte, me sirve para ratificar que mis sueños están intactos, que no quiero balas para esos pibes, que ninguna molestia y pérdida de tiempo ameritan la tortura a quienes son, sin duda, también víctimas de nuestra historia reciente.
Si la edad de los tres atacantes de anoche oscilaba entre los dieciocho y los treinta años, ahora, ya pasado el susto, cabe preguntarnos qué mierda hicimos como sociedad para que tres compatriotas anden un miércoles a la noche manoteando guita ajena. No van a lograr que me sume al coro de los iluminados por la furia.
Sigo al servicio de la vida, pese a los momentos tanáticos en medio de un festejo merecido.