A la comunidad educativa de la Escuela “Fuerte San Carlos”
“Tránsfugas independientes,
mejorando a los presentes”
Joan Manuel Serrat
El sol abrasa y abraza. Son casi 200 chicas y chicos de una escuela que, en más de un sentido, tiene las puertas abiertas. A sus espaldas está el Fuerte propiamente dicho, fundado hace 240 años, dato que lo convierte en el emplazamiento más antiguo de la zona. Me miran con esa mezcla de curiosidad y avidez que los adolescentes llevan pintado en el rostro. No entiendo y me asusta tanta expectativa. Se supone que Daniel y Laly, el director y la profesora de Comunicación Social, quieren que les cuente a los jóvenes reunidos mi experiencia vital, cómo superé (si es que) la discapacidad motriz congénita y, sobre todo, tienen la fantasía de que pueda trasmitirles aquellos momentos maravillosos en los que fui sembrando relaciones y cosechando amigos eternos, como Mempo Giardinelli, Liliana Herrero y León Gieco, entre varios, muchos más, gracias a este trabajo apasionante de leer, ver y escuchar a nuestros creadores populares.
Enmarcada entre cuecas, gatos y tonadas la conversación se hizo fluida. Dicen que a más de 100 kilómetros al sur de la ciudad de Mendoza el frío del invierno es cruel. Imagino a varios alumnos recorriendo el trayecto desde su casa a la escuela entre la escarcha y el barro de esas mañanas gélidas. No, la verdad es que no alcanzo a imaginarlo. Sé, sin embargo que allí estaban, curtidos por los vientos de la inclemencia, habitantes del país profundo, el interior del interior, curiosos y preocupados por saber y conocer, opinando acerca de la posibilidad, su posibilidad, de poder votar en las próximas elecciones o cumplir con la vocación de ser profesora de Matemática, por ejemplo.
No me sentí como en familia, como es de estilo decir en estos casos. Me sentí entre gente sencilla, querible, sin dobleces ante un desconocido. Y me sentí con la responsabilidad de no dejarles la impresión del citadino que viene a contarles la precisa. Al contrario, tengo puesta la remera que me regalaron con el logo del colegio y me siento un condiscípulo de esos jóvenes.
A varios miles de kilómetros de allí, un día antes, un grupito de nenes de papá, a razón de más de 40 mil dólares anuales, fueron la herramienta útil de una operación más de desesperación política. La Universidad de Harvard se llama así desde el 16 de marzo de 1639, aunque había sido creada tres años antes por el clérigo homónimo. Tiene 9 Facultades y ha dado 43 premios Nobel y 47 Pulitzer. Son la aristocracia académica mundial. De sus claustros salieron Barack Obama, Mark Zuckerberg, Rubén Blades, Felipe Calderón y varios personajes más, a lo largo de sus 373 años. Pero como tantas cosas y tantos osos de peluche comunicacionales en estos tiempos luminosos ya no es lo que dicen que era.
El medio pelo argentino sigue teniendo cierto patrón cultural que podría resumirse así: todo lo de afuera es mejor. Y si es de Estados Unidos o Europa, mucho mejor. Tener un hijo que pueda ostentar el diploma de un centro de estudios de Yanquilandia en la pared principal de la oficina del edificio que construyó papi, es el sueño de un empresario prototípico de cierta burguesía careta nacional.
No quiero generalizar porque conozco a brillantes jóvenes graduados en universidades norteamericanas que hoy suman su talento por un mundo más inclusivo y un país más justo. Pero lo visto en la conferencia en Harvard, que tuvo a Cristina Fernández como protagonista, mostró la decadencia de ese reducto de cuadros del neoliberalismo tardío y, a su vez, lo dicho al comienzo de este párrafo: las preguntas de los latinoamericanitos mimados por la derecha vernácula fueron una secuela del cacerolazo del jueves 13 de setiembre en la ciudad de Buenos Aires, en Mendoza, en Córdoba y poco más. En suma (o en resta), una operación orquestada a través de las redes sociales, con la batuta de esa orquesta marcando el compás para ejecutantes de un desnivel alarmante. Al punto de que, a las pocas horas de finalizado el show, ya se conocía el prontuario político de uno de los cacerolos mediáticos de esa noche.
Los muchachos y las chicas de San Carlos, Mendoza, están en marcha. Avanzan por caminos, a veces polvorientos, otras embarrados, pero nunca han recibido a Domingo Cavallo para que les cuente cómo hacer para destruir el aparato productivo de un país, o para mandar a sus científicos a lavar los platos, o para enseñarles cómo besar los fundillos del pantalón de los patrones de la timba financiera global. Y se les nota.
Si la gendarmería de la lengua española, admite que el término “aristocracia” tiene, al menos, dos acepciones: “Clase noble de una nación, una provincia, etc.” o “Clase que sobresale entre las demás por alguna circunstancia” y si le quitamos toda connotación discriminatoria al concepto sociológico de clase y entendemos la nobleza como esa actitud humanista de toda gente buena, podemos, debemos elegir.
Harvard fabrica gerentes. Esta escuela pública argentina construye ciudadanía.
Sus alumnos son, orgullosamente, nuestra aristocracia del barro.