(Dedicado a Esther Campos Sagaseta)
Por Koldo Campos Sagaseta.
(Tomado del libro en gestación “Cuentos que no nos contaron”, a medias entre Koldo Campos Sagaseta e Irene Campos Fernández)
Se abre el telón. En medio del escenario, una muchacha, cómodamente recostada en una butaca, lee un cuento (La vendedora de cerillas). Con expresión cansina cierra el libro y lo deja caer al suelo.
-Quien huye de la miseria sin mirar atrás, cuando deja más tarde de correr y vuelve a encontrar su pasado delante, no lo reconoce. Tal vez fue por ello que ni siquiera fue capaz de nombrarme.
Y yo tenía nombre, como Hans Christian Andersen tuvo pasado, pero poco le importó. Para la historia, gracias a su imperdonable olvido, me convertí en “la vendedora de cerillas”.
Supongo que estaba demasiado entretenido describiendo mis “desnuditos pies” en el primer párrafo y mis “piececitos desnudos” en el tercero, para no mencionar mis “manecitas casi yertas de frío” en el cuarto, como para acordarse de mi nombre.
O fue quizás el “frío tan atroz” con que empezó el relato, antes de situarme en la segunda línea “en medio del frío y de la oscuridad”, con mis piececitos, tres líneas más abajo, “rojos y azules por el frío”. Tenía, agrega en su cuento, “mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto” lo que no fue obstáculo, detalle que le agradezco, para que los copos de nieve se posaran en mis preciosos bucles rubios.
Sin abrigo, semidesnuda, en medio de la noche y la nevada, mis sucios y empapados cabellos, como si acabaran de salir de una peluquería, servían de contrapunto a tan miserable descripción para que Andersen pudiera rescatar entre tanta hambre atrasada, tantos pies descalzos y tanto frío… un hermoso detalle, el único, de aquella niña sin nombre.
Bueno, también es verdad que Andersen me asignó un oficio: vender cajas de cerillas, aunque pronto se encargó de dejarme en la ruina, dado que “ningún comprador se había presentado” y yo “no había ganado ni un céntimo”.
Por supuesto, estaba sola, como si yo fuera la única exponente de la miseria de aquella ciudad. Y para colmo de males era Nochebuena y tampoco tenía la posibilidad de regresar a casa porque mi madrastra, que no mi madre, me maltrataría y, además, en la casa “también hacía mucho frío”.
Lo que no acabo de entender es porqué al cruzar la calle a la carrera para que no me atropellasen los carruajes, sólo perdí las enormes zapatillas que llevaba, cuando bien pude haber muerto aplastada.
Claro que, tratándose del segundo párrafo, tal vez a Andersen le pareció prematuro reenviarme al cielo a encontrarme con Dios y mi abuelita como haría más tarde. El cuento habría resultado excesivamente breve y no habría tenido ocasión de recrearse en mis entumecidos miembros, mi viejo delantal, la furia del viento…
El mismo autor que me rescatara del anonimato para, sin identificarme, reiterar hasta la náusea todas las calamidades de mi vida, bien pudo haberse entretenido buscándome una puerta de salida, otra existencia menos cruel. Y si creía, como sospecho, que para mi suerte no había redención posible, pudo al menos usarme de pretexto para denunciar el orden de un mercado, aún más miserable que mis carencias, que sacrifica todos los días, en nombre del progreso, miles de vendedoras de cerillas. Pero ninguno de estos dos supuestos le importaba a Andersen, sólo interesado en vender su truculento relato para que pudieran llorar conmigo todas las almas que aún conserven lágrimas que derramar y a las que conmover con mi infortunio.
El tampoco quiso dejarme en la calle, expuesta a los peligros de los carruajes, del hambre y del frío. Reservaba para mi vida otro feliz final. Cuando se hartó de pintar el sombrío cuadro en el que el único brillo lo seguían aportando mis rubios bucles, se le ocurrió que me sentara en una acera y empezara a prender las cerillas que no había vendido para calentarme mis manecitas y piececitos e imaginar de paso la vida que anhelaba.
Así fue que, con el primer fósforo que prendí, de creer que “estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente, en la que el fuego ardía de un modo hermoso”, pasé a imaginar con la segunda cerilla que me encontraba “en una habitación en la que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso”.
Obviamente, mis reconfortantes visiones duraban lo que la cerilla tardaba en consumirse y, de nuevo, volvía a reencontrarme con mi cruda realidad… “una pared impenetrable y fría”.
Si yo no me rendía, menos iba a claudicar Andersen y su insistencia en que siguiera encendiendo cerillas. Con la tercera, creí verme sentada “cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreírme”.
Naturalmente, al levantar los brazos, acaso para alcanzar alguna luz, la de mi cerilla se apagó y, otra vez a oscuras, advertí que las luces eran estrellas. Precisamente, en ese momento, una de ellas cruzó fugaz el cielo y recordé, siempre según Andersen, lo que opinaba al respecto mi abuelita: “Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios”.
Cansado del juego o, quizás, temeroso de que me fuera a quemar con tanto prender y apagar cerillas, anticipaba al lector del cuento mi destino de tan sutil manera.
Con el cuarto fósforo creí ver “una gran luz, en medio de la cual estaba mi abuelita en pie y con un aspecto sublime y radiante”.
Ni que decir tiene que, ante semejante aparición y dadas las perspectivas, mi único deseo fue reunirme con ella, y en el temor de que la cerilla y también la visión de mi querida abuelita se apagaran, Andersen se decidió a que encendiera el resto de la caja para evitar que su espíritu desapareciera y pudiera el cuento terminar de una vez.
“Nunca la abuela le había parecido tan grande y tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios”.
Pero por si acaso no se había entendido tan bella alegoría, quiso Andersen, en un último esfuerzo, agregar un postrero párrafo: “Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí, con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo. –Ha querido calentarse la pobrecita- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos”.
Ya es mala suerte la mía que saliera el sol al día siguiente, o que ese “alguien” de agudas deducciones no me hubiera visto la noche anterior. En cualquier caso, ahí fue que Andersen terminó su lacrimógeno relato, pero no sigan llorando y guarden sus pañuelos para mejores sollozos, que ahí terminó el cuento, no mi vida.
Lo que Andersen no supo porque, cansado de mirar sin ver se marchó a su confortable hogar cuando yo iba por la tercera cerilla, es que se me ocurrió un mejor destino que el previsto para tanto fósforo.
Aprovechando la oscuridad y el silencio de la noche que Andersen había descrito, me reuní con los demás desheredados de la zona, con los mismos con los que compartiera hambre y destino, exponiéndoles mi plan. Por fortuna, como bien apuntara el autor danés, las calles estaban desiertas por el frío y por ser Nochebuena. Ni siquiera la policía, que todos los días nos corriera a golpes de la calle, andaba patrullando esa noche, así que recogimos del suelo todos los periódicos tirados que al día siguiente publicarían mi foto sin ponerle nombre ni al cadáver ni al asesino e hicimos con ellos una enorme bola de papel. Después la rellenamos con los fósforos de las restantes cajas que yo no había vendido y, junto a varios viejos muebles que sacamos de los basureros, colocamos todo junto a la puerta del banco más próximo. Yo mismo, con la última cerilla, pegué fuego a la gran bola de papel.
¡Ese sí que fue un resplandor y no el que imaginara Andersen! Antes de que se consumiera su portón de madera ya estábamos dentro del banco. Por un momento hasta lamenté que no estuviera allí Andersen para que se entretuviera evocando la desazón de mi abuelita el día en que el banco la desahució y perdió su vivienda, pero estaba demasiado ocupada registrando cajones, forzando cajas fuertes, despanzurrando armarios, rompiendo candados y guardando billetes como para ensoñaciones familiares.
Nos hicimos con un respetable botín que, justamente repartido, nos alcanzó para celebrar esa Nochebuena y las siguientes Navidades.
Como sobró dinero, con mi parte, me mudé a un apartamento pequeño pero digno; me compré ropa, la imprescindible; también compre comida, la necesaria; me matriculé en el instituto público y, cuatro años más tarde, ya graduada, a punto de agotarse mis recursos, publiqué mi primer y exitoso cuento: el cuento de una niña que no murió de frío ni de hambre, ni de soledad tampoco, porque se había ido a Cuba y allá vive todavía, atea por la gracia de Dios y comunista por inspiración divina, y a la que, además, hoy debe su nombre, el nombre que no tuvo y que ya tiene…Revolución ¡Carajo!