Por Carola Chávez.
Hace unos años vi en la tele a una señora furiosa romper un paquete de arroz en la cara de Eduardo Samán, quien la estaba protegiendo de un comerciante especulador. Poco antes había visto a padres y madres conspirando contra ellos mismos, haciendo reuniones clandestinas en los los colegios privados para aprobar aumentos de matrícula que, patrióticamente, duplicarían el permitido por el Ministerio de educación.
Los vi apoyar un paro que intentaba hundir al país, su país, como si ellos estuvieran exentos de sufrir las consecuencias del naufragio. Los vi celebrar un golpe de estado que pretendió desconocer la voluntad popular en nombre de la voluntad de la sociedad civil.
La sociedad civil, una denominación sacada de laboratorios comunicacionales que pretende diferenciar al pueblo: masa mugrosa, bruta, floja, fea; de la gente pensante, productiva, fina, educada, linda… gente de calidad de exportación, dirían las mentecillas colonizadas.
Buena parte de esta sociedad civil, que la historia se encargará de estudiar, tal vez, como víctimas del peor caso masivo de síndrome de Estocolmo, está compuesta por descendientes directos y recientes del pueblo que cultivan con angustia una amnesia autoinducida, que borra abuelos negros, papás obreros, mamás trabajadoras, esfuerzos colectivos de familias extendidas, la sopa aguada que alcanza para todos, la solidaridad necesaria de los pobres para que el muchacho sea doctor…
Pero algo pasa en el camino y, diploma en mano, el doctor abraza el individualismo y adjudica toda la gloria a su propio esfuerzo, y la palabra esfuerzo adquiere nuevas dimensiones, entonces si su suegro le regala un apartamento eso también será fruto del esfuerzo del doctor.
Convertidos es fervorosos militantes del darwinismo social, resienten a los pobres y les achacan la responsabilidad de su pobreza ignorando, anestésicamente, todo un sistema de explotación del cual ellos mismos son víctimas, aunque su arrogancia Master Card no les permita verlo.
Tropezando de nuevo con la misma piedra, hoy apoyan la estafa inmobiliaria reincidiendo en la torpeza de colocar al capital por encima de los intereses del pueblo, porque ellos no son pueblo, son sociedad civil.
Alimentan su indolencia con sobredosis de revistas y programas de tele por cable que los pasean por mansiones absurdas con quince baños con pocetas de oro, y yates gigantes con alfombras de pieles de animales en peligro de extinción, y perritos mimados con lazos azules que comen mejor que los nueve millones de niños que mueren de hambre cada año; que ojos que no ven corazón que no siente, Baby; cambia de canal y ponme mi poceta de oro: el sueño, la promesa imposible, la razón de la ceguera, de la rabia y la locura.