Cada vez que miro por la ventana del comedor de casa veo el naranjo de enfrente más nutrido de perfumados sabores frutales. Y me reconforta. Esas naranjas dicen que el sol sigue funcionando, que sigue teniendo el monopolio de la luz natural para mis ojos cansados.
Debe ser el único que banco. Cualquier atisbo de resquebrajamiento o debilidad de otro monopolio es motivo suficiente para armar una fiesta y convocar a los amigos, a los compañeros y a quienes quieran sumarse. Y, sobre todo, convocar a esas naranjas y sus fragancias para ornamentar el festejo.
Hace pocos días pasó por Mendoza el titular de un Partido casi partido, centenario él (el Partido, digo). No lo confesó explícitamente, pero a juzgar por las declaraciones en una radio local, la gira intenta convencer (persuadir, decía su extinto exjefe) de que está dispuesto a competir por el monopolio de los dislates políticos que, inobjetablemente, ostenta hasta ahora la señora que volvió de Punta del Este, luego del rotundo espaldarazo electoral de octubre pasado. O, tal vez, se trate de un test subliminal para medir nuestra capacidad de asombro. O el grado de estiramiento de los músculos faciales al reírnos. O el máximo de capacidad de apertura de los ojos al percibir sonidos e imágenes poco habituales. Novedades inesperadas, eso quiero decir.
Fue intendente de la ciudad de Santa Fe, perdió la interna para gobernador de esa provincia con Antonio Bonfatti, el actual mandatario y se lo nombró presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, luego del papelón electoral de 2011. Supuestamente, para renovar el Partido, sacarlo de la banquina de la realidad adonde lo había dejado el enlace ideológico de Ricardo Alfonsinín y Francisco de Narváez y sus miles de teléfonos celulares.
Don Mario Barletta dijo (no se sabe si antes, durante o después de un buen Malbec mendocino): “Se está poniendo en evidencia que este gobierno profundizó las políticas de la década del noventa”.
Y, de inmediato, me puse a buscar cuándo el menemato, y sus secuelas hasta el 2003, habían repartido netbooks en las escuelas; o juzgado a genocidas, con y sin uniforme; o estatizado los aportes previsionales; o aumentado, por ley, el sueldo a los jubilados dos veces por año; o legalizado el matrimonio igualitario; o puesto en vigencia la Asignación Universal por Hijo; o retirado los cuadros de los asesinos de las reparticiones públicas; o recuperado la línea aérea de bandera; o nacionalizado la empresa energética por excelencia; o cuándo sancionó una ley de muerte digna y una de identidad de género; o creado las condiciones para la repatriación de científicos y técnicos; o cuándo crearon el Ministerio de Ciencia y Técnica; o cuándo dejamos de ser monitoreados por el FMI; o cuándo un hincha de fútbol de Corrientes o Salta pudo ver un partido por televisión sin pagar un mango; y tantos otros cuándos que aburriría nombrarlos.
Sin contar con que el homónimo de Leónidas (sólo homónimo), ese formidable periodista y hombre cabal de la cultura popular, siguió por el carril marginal del raciocinio y expresó que la propuesta alternativa al modelo actual es, tatán tatán, “recuperar los valores” (ponga usted, lectorcita, la cantidad de sic que le satisfagan). Eso sí, dijo con énfasis (yo lo escuché) que ellos “saben cómo hacerlo” (Un helicóptero ahí, diría el persuadidor).
Y pensar que lo eligieron como emblema de renovación. En fin, imagino el desconsuelo de algunos amigos queridos, genuinamente radicales, ante los exabruptos barlettianos.
Hay monopolios que dejan de serlo. Y bienvenida sea la ocasión. Aunque para eso tengamos que oír semejantes burradas dichas con esmero.
Quizás yo también esté desvariando: me pareció que una naranja me guiñaba el ojo.