Por Koldo Campos Sagaseta.
El caso de la joven afgana Aisha, a la que su marido cortó la nariz y las orejas por huir de su casa, no es sólo un caso más de violencia machista, es también una repugnante manipulación de esa violencia porque lo que algunos medios de comunicación están haciendo es utilizarla para justificar el genocidio que las tropas estadounidenses y europeas vienen haciendo desde que consumaron la invasión de ese país.
“Lo que pasa si nos retiramos de Afganistán” titulaba en su portada la revista “Time” sobre la desfigurada imagen de la joven afgana.
Tampoco es la primera vez que se apela a la violencia machista como pretexto que ampare todas las violencias que, curiosamente, en nombre de la civilización y la democracia, viene Occidente perpetrando en los países que ocupa y arruina.
La repercusión que, por ejemplo, ha tenido en estos días la condena a morir lapidada de una mujer iraní, siendo como es un sangrante caso, es una más de las repulsivas vejaciones y crímenes de las que son objeto las mujeres en muchas “irreprochables” democracias de Oriente Medio, regidas por sanguinarias monarquías que, sin embargo, merecen todo el apoyo y respaldo de monarcas y estados europeos y americanos, y ninguna atención de los grandes medios de comunicación.
La única manera en que podremos influir para que puedan ir superándose cualquiera de las tradiciones o costumbres en otras culturas que, a nuestros ojos, resultan repugnantes, es el ejemplo que les brindemos desde modelos de convivencia más abiertos y tolerantes, desde sociedades más participativas y justas, desde intercambios más igualitarios y respetuosos. Y de más está decir lo lejos que estamos de servir de ejemplo. No sólo no hemos sido capaces de ofrecer conductas alternativas que les sirvan de modelo, sino que nos hemos convertido en paradigma de todas las vilezas que, supuestamente, rechazamos; en verdaderos maestros de todos los horrores que aseguramos aborrecer y en los principales sostenedores de su miseria.
Los miles de soldados estadounidenses y europeos desplegados en Afganistán no llegaron para proteger a las mujeres afganas de la violencia de una cultura machista que no es desgracia exclusiva de esa nación y de esa cultura. Tampoco fueron a impartir talleres educativos en relación a la violencia machista o a implementar sistemas de formación escolar que hagan posible superar esas violentas conductas.
Si así fuera no tendrían que haber ido tan lejos. Si lo que pretendían era prevenir o castigar la violencia machista podrían haber invadido sus propios países, haber intervenido, por ejemplo, el Estado español o cualquiera de las democracias europeas o los Estados Unidos, donde los crímenes machistas siguen estando a la hora del día.
Si enfrentar la violencia machista fuera realmente una válida razón para no salir de Afganistán y en consecuencia la razón de haber llegado, no eran soldados los más indicados para tal cometido. Debieran haber enviado contingentes de educadores, de asistentes sociales, de maestras y pensadores, de psicólogos, de personas cualificadas y capaces de ayudar a la sociedad afgana a reconducir la visión y el papel de la mujer por espacios de justicia, equidad y respeto.
Si enfrentar la violencia machista fuera, en verdad, la razón que justifica invadir y ocupar Afganistán, no eran bombas, ni tanques, ni armas, los instrumentos capaces de contribuir con esa cultura a superar esa sexista violencia, sino libros, material didáctico, recursos económicos…
Los cientos de miles de uniformados que invadieron Afganistán o Iraq, llegaron a ocupar esos países para hacerse con sus bienes, garantizarse espacios de influencia, permitir el trasiego de sus recursos, instalar sus bases… A eso fue que llegaron y por eso es que están allí. Y para hacerlo posible no han tenido empacho en aniquilar cientos de miles de vidas humanas de la manera más artera y cruel. Soldados que, sea enviados por sus gobiernos o en representación de las Naciones Unidas, también se han destacado en el ejercicio de las más asquerosas lacras humanas que puedan imaginarse. Entre ellas, violaciones y torturas de mujeres, de niñas, en cualquiera de los países que con distintos pretextos ocupan.
La ginecóloga suiza Mónica Hauser dedicada a prestar asistencia a mujeres que han sufrido la violencia de la guerra, la violencia de ver destruidos sus hogares, la violencia de ver asesinados sus hijos, la violencia de la miseria y de ser ultrajadas, declaraba en referencia a la República Democrática del Congo, que los cascos azules de la ONU y el personal masculino humanitario no sólo no contribuían a la paz y el orden sino que eran parte del problema, y que las familias ya no mandaban a sus hijas a la escuela sino a la puerta de los cuarteles.
Son incontables los casos de violaciones, de asesinatos, que han tenido como protagonistas, además de las niñas y las mujeres que la padecen, a tropas de paz en Haití, a soldados de la OTAN en los Balcanes, a los cascos azules en Africa y a soldados europeos y estadounidenses donde quiera que llegan.
Entre los miles de crímenes y violaciones que la revista “Time” no recuerda, uno de los casos más infames fue el de la niña iraquí Abeer Qasim Hamza, de 14 años, vecina de Mahmudiya, al sur de Bagdad, cuya modesta casa se levantaba a escasos metros de un puesto de control estadounidense.
Varios soldados de la 101 División Aerotransportada, con base en Fort Campbell (Kentucky) entraron en la casa, asesinaron a sus padres y se fueron turnando en la violación de la niña, a la que, finalmente, destrozaron la cabeza y le quemaron el torso y las piernas.
Luego de que el ejército estadounidense culpara a la insurgencia, el caso llegó a saberse cuando, en venganza, suníes islamistas mataron a tres miembros del cuerpo militar y otro soldado, arrepentido, relató lo sucedido.
Cuatro uniformados fueron detenidos y trasladados a Estados Unidos para ser juzgados y condenados: Steve Green, quien mató a los padres y a la niña; James Barker, que se declaró culpable de violación y asesinato; el sargento Paul Cortez, que también asumió su culpa; y el soldado Jesse V. Spielman que declaró que él sólo se limitó a acompañar a sus compañeros y a tocar un pecho de la niña cuando ya estaba muerta. Al margen de las condenas impuestas, todos podrían salir en libertad antes de 10 años.
Según trascendió en el juicio los temas de conversación más habituales de los soldados eran “matar iraquíes y follar”. Otro de los imputados, Bryan Howard, declaró que cuando los soldados regresaron a la base les escuchó decir: “Fue asombroso”, mientras uno de ellos saltaba en la cama. Paul Cortez admitió en el juicio que odiaba a los iraquíes y también a las mujeres. Steve Green, que pudo alistarse en el ejército cuando se le retiraron los cargos en su contra por abuso de alcohol y otras drogas, procedimiento al que se acogieron más de 34 mil reclutas sólo en el 2006, confesó en el juicio que fue a Iraq “porque quería matar gente”.
“Maté a un tío que no quiso parar en el puesto de control y fue como si nada… Matar gente aquí es como pisar una hormiga. Quiero decir, matas a alguien y es como decir ok, vamos a comprar pizza”.
¿Es esta basura humana la que va a lograr que en Afganistán cambie la visión que se tiene de la mujer? ¿Es ese fusil el arma que condensa la terapia que hará posible el cambio?
¿No sería también ésta fotografía una buena portada para el Time?