Por Gennaro Carotenuto.
Sin mayoría parlamentaria, el primer ministro Silvio Berlusconi “ya fue”, y en los próximos días habría en la península un nuevo gobierno “de unidad”, “técnico”. Pero la que también está en caída libre es la propia Italia, y ahí el partido se juega en Bruselas, en las estructuras de la Unión Europea, donde las decisiones se toman según criterios que con la democracia poco tienen que ver.
Ayer jueves, tras haber perdido dos días antes el apoyo de la mayoría del parlamento (le faltaron ocho votos), Berlusconi tiró finalmente la toalla y dijo que estaría dispuesto a apoyar la formación de un nuevo gobierno, “técnico”, con el economista Mario Monti a la cabeza. Pocas horas antes había dicho que saldría, sí, del gobierno, siempre y cuando se organizaran elecciones anticipadas. No pudo. Su propio partido, el Pueblo de las Libertades (pdl), se le sublevó, al punto que comenzó un proceso de virtual disolución: progresivamente lo fueron abandonando, diputado tras diputado, “largaron” al jefe y se marcharon a engrosar filas de la neodemocristiana udc. “Traidores”, los llamaron a esos parlamentarios los medios (todavía son muchos) que responden a Berlusconi.
En los próximos días, apenas el parlamento apruebe la ley de presupuesto –redactada en italiano pero pensada en francés y en alemán y definida por el Banco Central Europeo en Bruselas–, Berlusconi dimitirá y se iniciará un rápido proceso hacia un gobierno “de unión”.
Para preparar al terreno de la sucesión, el presidente de la república, el ex comunista y ahora dirigente del centroizquierdista Partido Democrático (pd) Giorgio Napolitano, nombró a Mario Monti, que goza del visto bueno de las autoridades económicas europeas, como senador vitalicio, un gesto que facilita el camino hacia el Ejecutivo de un hombre sin pasado político de primer plano a nivel nacional.
Originario de Lombardía, una de las zonas más ricas del país, coterráneo de Berlusconi, Monti, de 68 años, tiene una larga y destacada carrera en la mayor universidad privada italiana y fue durante años comisario de la Unión Europea. Desde ese cargo, que equivale en cierta manera a un ministerio, se prestigió algún tiempo atrás por haber sido capaz de imponerle a la trasnacional Microsoft una multa de casi 500 millones de dólares por eludir las reglas anti trust. Un gobierno de Monti, que se supone podría nacer la próxima semana, sería seguramente apoyado por el pd, por la udc y por los restos del pdl. A su vez, la oposición parlamentaria se vería reducida, por el flanco derecho, a la Liga Norte –el separatista, xenófobo y antieuropeo partido que hasta hace poco era el principal aliado de Berlusconi– y, por el flanco izquierdo, a la formación política dirigida por el ex fiscal Antonio di Pietro, famoso por haber conducido en los noventa la cruzada anticorrupción de “mani pulite” (“manos limpias”).
Distintos son los factores que mueven a los partidos que darían sus votos a un gobierno conducido por Monti: por un lado están aquellos que apoyan las medidas económicas que el futuro jefe del gobierno, en consonancia con Bruselas, se propone para “sacar a Italia de la crisis”; y por otro están aquellos que se aferran a sus puestos de diputados y senadores, que muy probablemente hubieran perdido en caso de que Berlusconi hubiera logrado disolver el parlamento.
La caída del Cavaliere se terminó definiendo el miércoles en las bolsas, cuando la diferencia entre la tasa de interés de los bonos italianos y los alemanes subió hasta niveles considerados cercanos al default y a una posible cesación de pagos similar a la que está a punto de vivir Grecia.
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Silvio Berlusconi terminó dilapidando de la peor manera la más amplia mayoría parlamentaria con que haya contado gobierno republicano alguno en Italia. Había llegado a su tercer mandato en 2008 (ya había sido primer ministro en 1994 y en 2001) utilizando los mismos artilugios de siempre: el control de los medios, su carisma personal, la corrupción descarada. En el último año de su gestión debió su supervivencia a su “arte” para comprar, literalmente, a diputados venales de la oposición de centro y de centroizquierda. Ya estaba acosado por todos lados: por la crisis, por sus malas relaciones con los aliados y por los escándalos sexuales a repetición (su famoso bunga-bunga). Al punto de inflexión se llegó el 7 de agosto, cuando el Banco Central Europeo, frente al brutal aumento del déficit que amenazaba colocar a Italia al nivel de Grecia y de España, le impuso a Roma una serie de medidas de choque. Las medidas de siempre de este tipo de organismos: privatizaciones, reducción del gasto público, recortes a los programas sociales y a las jubilaciones. En las semanas siguientes fue evidente que Berlusconi era políticamente incapaz de tejer las alianzas necesarias para aplicar esas medidas, que como buen hombre de derechas compartía. Había dejado de ser funcional. Y se le agotó su tradicional recurso de comprar votos. Ni al más venal de los legisladores (y este parlamento es en este sentido uno de los más débiles de la Italia moderna) le convenía ser comprado por alguien que ya estaba boqueando.
Algunos detalles aclaran el final de una época. Mientras esperaba la decisiva reunión del martes 8 del parlamento, en la que se votaba la confianza a su gobierno, Berlusconi no se reunió con sus ministros o consejeros políticos. Prefirió convocar en su mansión de las afueras de Milán a su abogado –para examinar las consecuencias legales de su caída–, al administrador de sus empresas y a sus dos hijos mayores. Luego del voto negativo, en vez de renunciar, como cualquiera en su situación hubiera hecho, fue a visitar al presidente de la República para mendigarle otro mes de gobierno. Sólo para ganar tiempo.
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Más allá del destino personal de Berlusconi, el desenlace italiano, tras la suerte corrida por el referendo griego la pasada semana –fue suficiente el anuncio de una consulta popular para que “los mercados” se levantaran y la impidieran–, muestra cómo hoy más que nunca Europa vive bajo el imperio de la economía, frente a la cual la política nada puede. En las últimas horas se han acumulado las voces que presagian un negro futuro a la Unión, especialmente al euro. Una de ellas fue la del comisario europeo José Manuel Durão Barroso. “La Unión Europea es insostenible a largo plazo”, dijo el portugués. Un shock. Mientras tanto, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, piensa en una Europa “a dos velocidades”, con un grupo cohesionado alrededor de Alemania y Francia, que siga adelante con el proyecto de construir un espacio ahora reservado a los más poderosos, y otro librado a su suerte. Ya no sería tabú que algún país abandonara la moneda común. Que se vaya, y que se arregle por su cuenta. En la cumbre del G 20 de Cannes, la semana pasada, la canciller alemana Angela Merkel y Sarkozy dijeron que en caso de ser necesario para preservar la estabilidad a largo plazo del área, Grecia debería abandonar la eurozona. Ahora, frente a la guerrilla que la especulación ha logrado mantener contra países de dimensiones importantes como Italia, se está librando un combate entre quienes pueden mantener un euro fuerte y estable y quienes están al borde de la quiebra. La batalla se dirimirá en lugares muy alejados de cualquier ámbito democrático.