La Argentina, país sorprendente, sigue marcando rumbos. Un fantasma la recorre. No ya aquél anunciado por el filósofo de Tréveris el 21 de febrero 1848. A no asustarse, ciudadanos y anas patriotas y matriotas.
De cara a las elecciones presidenciales del 23 de octubre, en las que se dirime quien saldrá segundo, he empezado a notar la aparición de un fenómeno que, una vez más, nos confirma como sociedad singular. Nada mejor que algunos ejemplos para aclararte, muchacha de ojos verdes, lo que descubro día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo.
El candidato radical a la gobernación de mi provincia, Mendoza, se dio cuenta de que su natural candidato a presidente no va a ganar. Por más que se empeñe en parecerse a su papi, mueva los brazos como aspas de molino, use sus trajes, su bigote y su sillón, sabe que, como canta el tango, va “cuesta abajo en su rodada”. Entonces, Roberto Iglesias, el aspirante provincial, no quiere que voten para presi al que debería votar él, Ricardo Alfonsín, alias Little Richard o Alfonsinín. Así de confuso es el asunto. Hasta le pidió a la Justicia Electoral que le permita sacarlo de su boleta, aunque fracasó con todo éxito. Sin embargo (él es un tipo de principios) hace campaña pidiendo a la ciudadanía que haga lo que la justicia le niega.
Pero no es el único tipo o tipa de principios (así, en plural). Graciela Ocaña fue funcionaria del gobierno nacional en el área de salud. Le dicen, desde antes de dedicarse a la política, “Hormiguita”. Ahora, de la mano del derechista pelirrojo De Narváez, promete terminar con todas las plagas si la eligen gobernadora de la provincia de Buenos Aires. Si no entendí mal promete terminar con ella misma, con lo que se transformaría en la primera candidata que tiene como objetivo autofagocitarse. Todo un record.
Su jefe actual (vaya uno a saber quién será después de octubre) creía en Alfonsinín hace apenas dos meses. Y Ricardito en él. Así lo proclamaban en el spot de campaña para las primarias del pasado 14 de agosto. Como dos meses es, apenas, un pestañeo de la Historia, al abrir los ojos ya no estaba el clon trucho del mal llamado “padre de la democracia”. Ahora aparecía la figura sonriente de un señor feudal, modelo siglo XXI, enfundado en traje blanco y mostrando una sonrisa de dentífrico publicitario. Entonces, el Alberto (de la tribu de los Rodríguez Saá, los propietarios de ´San Luis, reino mussoliniano enclavado en Cuyo) le guiñó un ojo, el derecho, obvio, y le propuso que no crea más en el otro, un perdedor nato, y se concubine con él, que viene ganando a chicote alzado las elecciones en su chacra desde hace cien mil años. Y el Colorado, que es un as para los números, se dejó seducir por la sonrisa, la promesa de wi-fi para todos, los espejitos de colores y le dio la espalda a su novio anterior y se fue para soñar con un honroso segundo puesto.
El Alberto a su vez tuvo que ceder algunos principios que, trabajosamente, había elaborado con Eduardo Duhalde, el amigo de Cecilia Pando, esa magnánima señora que reivindica el robo de bebés durante la dictadura genocida. Un voto es un voto y cotiza más que años de militancia en conjunto.
También en el oficialismo se abren las puertas para recibir a hijos pródigos que habían emigrado en busca de principios más prometedores. Cuando la desilusión les ganó el pecho y les vació las urnas volvieron al redil. Alguien le llamó sincericidio, otros un “palenque ande ir a rascarse”. El palenque lo tiene Cristina, el que volvió a rascarse se llama Felipe Solá.
Pero me quedan, por ahora, sólo por ahora, dos ejemplos paradigmáticos. Federico Pinedo, diputado nacional de la derecha cheta (la derecheta, la mencionada más arriba es derecherreta, muy berreta), ha declarado que es posible que vote por Altamira (que no se llama así, pero es un detalle identitario nomás), el candidato presidencial del trotskismo y brindador preferido de Chiche Gelblung. Una obra maestra de la coherencia.
Y por último (insisto, por ahora), la precursora, la licenciada mayor en el arte del saltito de vereda, la magister en negociar principios, el ejemplo casi inalcanzable al que aspiran todos los arriba mencionados. Ella, la patricia que fue plebeya, la piba que se avejentó a golpes de timón, el numen ético de la política nacional: Patricia Bullrich.
Todos y todas se hicieron marxistas. “Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros”, dijo Groucho.
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