Uruguai: A Frente Ampla na crise de 2002

Por Ernesto Herrera*.

Aprobando el último examen.

Fue la peor crisis económica en la historia del país. En agosto de 2002, un “terremoto financiero” hacía temblar el modelo levantado por las elites neoliberales. Los coletazos de la devaluación del real en Brasil (1999), la quiebra de Argentina (2001), y sobre todo el colosal fraude bancario que propició la desregulación financiera, pegaron de lleno en la línea de flotación. El gobierno de coalición presidido por Jorge Batlle (Partido Colorado) estuvo “con los días contados” y el país “al borde del abismo”.

El Producto Bruto Interno (PBI) se desplomó 11%; la devaluación del peso fue cercana al 100%. Las exportaciones se redujeron más del 10% y las importaciones 36%; las reservas internacionales netas cayeron de US$ 3.000 millones a US$ 665 millones en menos de seis meses; los bancos perdieron el 45% de sus depósitos y cuatro de los más grandes (privados) cerraron. Miles de pequeños y medianos ahorristas perdieron sus ahorros de toda la vida, otros miles vieron como sus dineros eran “reprogramados”; la relación entre la deuda pública y el PBI rebasó el 100%. Las “calificadoras de riesgo” retiraron el “investment grade” (grado inversor).

La clase trabajadora sufrió las peores consecuencias. Más de 200.000 trabajadores del sector privado perdieron su puesto de trabajo; el desempleo alcanzó al 20% de la fuerza laboral; el subempleo afectó a cerca de 500.000 personas; y menos de la mitad de los uruguayos tenían un trabajo “estable”. Los “salarios reales” cayeron entre 16% y 20%; la pobreza y la indigencia alcanzaron al 43% de la población; el PBI per cápita pasó de US$ 6.331 a US$ 3.307 anuales. En los primeros ocho meses de 2002, más de 35.000 uruguayos -sobre todo jóvenes- emigraron a España, Estados Unidos y Canadá; la tasa de mortalidad infantil subió a 13,6 por mil en 2002 y a 15 por mil en 2003, aunque en algunos departamentos del interior la cifra se ubicaba por encima de los 20 por mil; los hospitales públicos de todo el país atendieron en 2002 un 50% más casos de niños con grave desnutrición que en 2001; más 700 personas se suicidaron al haberlo perdido todo.

Ante el paisaje aterrador de un país devastado por la crisis y la amenaza de un estallido social de proporciones imprevisibles, Claudio Paulillo, lucido analista de la derecha liberal, se pregunta lo que muchos -dentro y fuera de Uruguay- se preguntaron: “¿cómo no hubo una guerra civil en Uruguay?”

Es el mismo Paulillo quien arroja luz sobre algunas de las razones que le permitieron al gobierno evadir el peligro de una revuelta de masas y, finalmente, culminar su mandato. “Puede haber muchas respuestas para eso, pero hay tres que emergen claramente; 1) el gobierno de Batlle cometió errores a lo largo de la crisis (algunos de ellos, muy gruesos) pero mantuvo firme el objetivo de no “argentinizar” el proceso uruguayo -como lo exigió una y otra vez con todas sus fuerzas el FMI- y contó para ello con el apoyo providencial y decisivo del gobierno de los Estados Unidos; 2) el Partido Nacional, que integraba el gobierno, se tragó los ‘sapos’ más amargos y votó las leyes sin las cuales el barco se hubiera ido a pique sin remedio; 3) la oposición liderada por Tabaré Vázquez, si bien sacó partido del fenomenal descalabro que sufrió el país, no aprovechó las circunstancias objetivas que existían para “argentinizar” la protesta social y resolvió actuar con ‘lealtad institucional’ para evitar el derrocamiento del gobierno ‘desde la calle’, como los peronistas lo habían hecho antes respecto al presidente argentino Fernando de la Rúa y como los seguidores de Evo Morales lo hicieron después respecto al presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Losada.” (Con los días contados, Colección Búsqueda/Fin de Siglo, 2004)

“Lealtad institucional”

La primera de las razones le permitió al gobierno capear el temporal. Y socorrer a los “bancos buenos” con cientos de millones de dólares que pasaron a engrosar la deuda pública. Era el primer paso para volver a llenar la caja.

La administración de George W. Bush aportó de urgencia un “préstamo puente” de US$ 1.500 millones para que pudiera levantarse el “feriado bancario” decretado por el gobierno, mientras se ajustaban los detalles de un acuerdo con las instituciones financieras internacionales. El amigable gesto del jefe del imperio le sería agradecido por Tabaré Vázquez, cuando en 2007 lo recibió en la estancia presidencial Anchorena (departamento de Colonia). El Fondo Monetario Internacional puso US$ 600 millones (una préstamo stand by), el Banco Interamericano de Desarrollo US$ 500 millones, y el Banco Mundial otros US$ 400 millones. El “blindaje financiero” permitió “restablecer la confianza en el sistema bancario” y “fortalecer el marco económico”, evitando así el temido default (cesación de pagos).

La segunda razón tenía que ver con el gobierno de coalición. Tanto el Partido Colorado como el Partido Nacional se repartían el gabinete de ministros y los directorios de los bancos y empresas públicas. Las responsabilidades en la crisis eran compartidas. En todo caso, el Partido Nacional exigió la cabeza del Ministro de Economía y Finanzas, Alberto Bensión (un gerente de los banqueros), como forma de lavarle la cara al programa de “salvataje” que se iniciaba. Alejandro Atchugarry (empresario y senador del Partido Colorado) asumió la cartera con el apoyo de todos los partidos con representación parlamentaria. Y el reconocimiento explícito del Frente Amplio (FA). Tanto, que el hoy senador frenteamplista Enrique Rubio (Vertiente Artiguista) le escribió por aquellos días en un caluroso telegrama: ¡Sos un patriota!. (Artículo con su firma, El Observador, edición especial a diez años de la crisis, agosto 2012.)

La tercera razón fue la clave del entramado. El Frente Amplio le temía a una situación de “desgobierno”. Todavía estaban frescas las imágenes del presidente argentino, Fernando de la Rúa, huyendo en helicóptero mientras las masas se hacían dueñas de las calles al grito de “que se vayan todos”. Sectores del FA, como el Partido Comunista, llamaban a la conformación de un gobierno de “salvación nacional”, y el dirigente tupamaro Eduardo Bonomi (actual Ministro del Interior) alertaba sobre el peligro de un “vacío de poder”. Finalmente, se impuso la línea de no “argentinizar” la crisis. Tabaré Vázquez rechazó de forma categórica el nuevo plan de ajuste del gobierno y criticó los acuerdos con el FMI, no obstante, advirtió que la izquierda debía tener “sentido de responsabilidad” para no generar “más tensiones sociales”. Vázquez -apoyado por el general Liber Seregni- resumía la posición a adoptar: “Si alguien cree que nos vamos a callar y paralizar, se equivoca (.) pero si alguien cree que nos vamos a desbocar, también se equivoca”. (Declaraciones en su programa de entonces en CX 36 radio Centenario)

Vázquez era enfático: la izquierda no provocaría ni alentaría “estallidos sociales”. El pronunciamiento tuvo su corolario en términos de estrategia política: “oposición responsable” al gobierno y, al mismo tiempo, “lealtad institucional” al régimen político de dominación. Recordando aquellos días negros, el actual vicepresidente de la República, Danilo Astori, reconoce que “la potencialidad para incendiar la pradera era grande”, pero que el FA “no lo hizo”. Por el contrario, en todo momento apoyó al nuevo ministro de Economía, priorizó el diálogo y los acuerdos, y “en la comunicación con la sociedad” bajó los volúmenes de confrontación. (El Observador, edición ya citada)

Entre las fuerzas del FA las voces críticas se apagaron. O casi. Solamente la Corriente de Izquierda (CI) tuvo la audacia y la coherencia política de oponerse a la estrategia de colaboración de clases. Para la CI que agitaba en su militancia sindical y barrial un plan de medidas urgentes “Para derrotar el hambre”, la propuesta de la izquierda no podía ser otra: “Fuera Batlle” y “Elecciones Nacionales Ahora!. (Corriente de Izquierda Nº 8/9, mayo-setiembre, 2002)

Es por demás ilustrativo de la situación que analistas de la derecha -aún en forma de caricatura- registren esta posición de la “ultraizquierda” frentista. “Ellos querían directamente echar al presidente ‘desde la calle’. Es decir, organizando y convocando a una rebelión como la que luego acabaría volteando en Bolivia al presidente González Sánchez de Losada el 17 de octubre del 2003 (…) Ellos soñaban con perpetuar acciones como el asalto al Palacio de Invierno de los bolcheviques en 1917. Recordaban la mítica imagen de Fidel Castro y el Che Guevara ingresando en 1959 a las calles de La Habana con los fusiles al hombro, rodeados por el fervor popular, y se figuraban a sí mismos protagonizando escenas similares en el Uruguay”. (Claudio Paulillo, libro ya citado)

No obstante la gravedad y extensión de la crisis -que bien podría describirse con la clásica fórmula de Lenin de “crisis nacional”-, la respuesta de los de abajo lejos estuvo de desencadenar una “insurrección popular”. En su desesperación, los más pobres “saquearon” algunos comercios de mediano porte. Decenas de ollas populares se organizaron en barrios periféricos de Montevideo. Mientras que el “movimiento obrero organizado” se limitó a un paro general de 24 horas y a otro de medio día convocados por el PIT-CNT.

Los movimientos sociales quedaron maniatados a la política de concertación y a la estrategia de contención de los aparatos sindicales. El testimonio de dos operadores claves en la crisis lo confirma. Para el ex dirigente sindical portuario y actual vicepresidente del FA, Juan Castillo (Partido Comunista), “ningún dirigente, gremio o corriente de opinión tiró sobre la mesa una propuesta de concreta de hacer una huelga general”; y hubiese sido “un gran error” derrumbar al gobierno. (Entrevista en La Diaria, 2-8-2012) En el mismo sentido apunta el ex sindicalista bancario Eduardo Fernández (Partido Socialista): “Pudimos haber ido a la huelga general y a nadie le hubiera llamado la atención”, sin embargo “decidimos transitar por el camino más largo, pero el más seguro, el que al final le iba a servirle al gremio y al país”. (Artículo con su firma, El Observador, edición ya citada)

Trampolín al gobierno

La sensación de “vacío de poder” había sido resuelta gracias a la eficaz labor del Frente Amplio y sus aliados en el PIT-CNT. El incendio se había evitado. La estrategia de “lealtad institucional” había funcionado a pleno. A finales de 2002 el FA contaba con cerca del 45% de “intención de voto”. Colorados y blancos juntos no alcanzaban el 40%. Era la consecuencia política más clara producida por la crisis. El presidente Jorge Batlle continuaría hasta el 1º de marzo de 2005, “haciendo equilibrio arriba de un alambre” (de acuerdo a sus propias palabras), aunque su gobierno, de hecho, había terminado.

La crisis experimentó un cambio político cualitativo en la sociedad uruguaya. El centenario bipartidismo tradicional quedó herido de muerte. El FA emergía como una “opción seria” de gobierno. Su certificada “adhesión democrática” lo elevaba al rango de candidato indiscutible a la sucesión. Su conducta en la crisis fue el trampolín hacia el gobierno. Había aprobado el último examen ante el gran jurado de las clases dominantes.

Entre 2003 y 2004 se aceleraron las “actualizaciones” ideológicas y programáticas. Y el maridaje con fracciones del empresariado tomó cuerpo en la “concertación para él crecimiento”. Se borró toda referencia “antioligárquica” y “antiimperialista”, y se enterraron aquellas demandas que habían marcado al “frentismo” desde su fundación en 1971: estatización de la banca, reforma agraria, reforma urbana, monopolio del comercio exterior, ruptura con el FMI, no pago de la deuda externa.

En el 2004, dicen Adolfo Garcé y Jaime Yaffé, el Frente Amplio ya podía ser descrito como un partido socialdemócrata. (La era progresista, Fin de Siglo, 2004) Esta transformación no resultaba de un cambio cosmético, ni de una maniobra oportunista. Tampoco de una “traición” inesperada. En realidad, se trató de la culminación de un largo y genuino proceso que se fue operando desde la “transición democrática”. En el nuevo lenguaje progresista, la “democracia representativa” dejó de ser vista como una simple “formalidad burguesa” y pasó a ser un “valor universal” a defender. La revolución desapareció del mapa, y el socialismo quedó situado en el lejano horizonte de la “utopía”. La “toma del poder” cedió su lugar a “ganar las elecciones”. Aunque los ideales de igualdad, justicia y solidaridad social se mantuvieron. Sobre todo en los discursos. Como para lavar las conciencias heridas.

Fue por aquellos años post-crisis que Mujica empezó a exhibir sus dotes de pragmatismo y sensatez: “Hay que decirle la verdad a la gente: en el mejor de los casos nos va a llevar diez o quince años volver a tener un país donde más o menos se pueda vivir.” (Cuando la izquierda gobierne, Mario Mazzeo, Trilce, 2003) Todo un anticipo: se trataba de desinflar las ansiedades y frenar el “exceso de demandas”. El discurso pegaba con la oferta gradualista del “cambio posible”. Las palabras de orden debían encajar con el programa: continuidad macroeconómica (de las políticas neoliberales), “honrar los compromisos” (con los acreedores internacionales), concertación social (con las corporaciones patronales), planes asistenciales enfocados en la pobreza (según las directrices del Banco Mundial).

Diez años después

La crisis “fue superada” y hasta volvió a conseguirse el ansiado “investment grade”. Los capitales privados alimentan la inversión de un “país productivo”. Eso sí, basado en la extranjerización de la economía. El PBI no deja de crecer, las exportaciones vuelan, el consumo se dispara en la llamada “clase media”. Estamos “mucho mejor preparados”, dicen las autoridades, incluso para soportar los coletazos de la crisis capitalista internacional.

Apenas faltaría distribuir un poco más “equitativamente” la riqueza. Lo reconocen. Porque siguen habiendo 450 mil personas en la extrema pobreza (14% de la población). Porque la masa salarial -en relación al PIB- se ubica en el 24%. Y porque la precarización del salario impide que el 56% de los trabajadores y trabajadoras (según el Instituto Cuesta-Duarte del PIT-CNT), alcancen siquiera el cuarto de la canasta básica mensual. “Asignaturas pendientes” que se irán resolviendo, dicen los funcionarios. Aunque de forma “gradual” y “prudente”.

El país “es otro”. Los “cambios” son perceptibles según los analistas. Parece verdad. Tanto que hoy, los bancos son las instituciones que cuentan “con mayor confianza” en la sociedad, superando por lejos a los partidos, los sindicatos, el poder judicial y la policía. (Encuesta Factum, El Observador, 24-7-2012) Impensable unos años atrás. No obstante, ciertos “valores” que hacen a la “identidad republicana” continúan prevaleciendo por ser un “patrimonio cultural”. Son los que permitieron “una salida uruguaya a la crisis” en el 2002. Vale decir, una conducta acordada de “los sectores políticos, empresariales y sindicales (.) que al apoyar, dejar hacer o simplemente confiar en el país, acompañaron y viabilizaron el camino adoptado por el gobierno”. (Enrique Iglesias, ex presidente del BID en el prólogo del libro de Carlos Steneri, Al borde del abismo. Uruguay y la gran crisis del 2002-2003. Ediciones de la Banda Oriental, 2011)

No hay un gobierno de “unidad nacional” porque a nadie le interesa. Mucho menos a dos años y poco de las próximas elecciones. De vez en cuando hay rispideces y trifulcas. Hasta se insultan. Las interpelaciones a los ministros se suceden por parte de blancos y colorados, sin ninguna consecuencia política. Las corporaciones patronales hacen su juego quejándose, mientras se benefician de la “bonanza económica”. Los sindicalistas del progresismo de vez en cuando gritan, protestan, hacen huelgas, pero terminan negociando todo. El “espíritu de la concertación” se mantiene más allá de cualquier desencuentro. Unos y otros saben que se necesitan para asegurar la gobernabilidad del orden “democrático” y disciplinar a la fuerza de trabajo. La razón es sencilla: pertenecen al mismo campo contrarrevolucionario. El presidente de la República -justificando su conversión- lo ha dejado en claro hace bien poco: “Era un mito que no se podían alcanzar los cambios con las reglas de la democracia liberal”. (Mujica, entrevista con la periodista Claudia Palacios, CNN, 8-4-2012).

*Correspondencia de Prensa.

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