Solana Magno o IV e Carlos o V

 

 

 

Por Koldo Campos Sagaseta.

 

Quién iba a decirle entonces a Javier Solana, cuando manifestaba su talante pacifista por las universidades, bufanda roja al viento, inconformista barba y uniforme de progre ilustrado en el que sobresalía la inseparable chaqueta de pana con coderas de cuero y los “jins”, convenientemente desteñidos, que después de ser nombrado Magno el IV también sería honrado como Carlos V.
En aquel tiempo, hasta era fama que Solana, como no podía ser menos, gozaba de ciertas veleidades literarias que plasmaba en sentidos poemas henchidos de humanismo, amor y paz.
Cuando no escribía, disertaba entre la muchachada, especialmente la femenina, sobre el imperialismo yanqui, el genocidio perpetrado por los marines en Vietnam y el promisorio futuro socialista que nos aguardaba desde que él y los suyos llegaran al poder.
Sólo necesitaban la confianza de los electores y tiempo para echar a andar sus proclamas e ideales.
Y tuvieron diez años, toda una década dedicada al único afán de desmontar promesas y apariencias y desarmar su credo socialista hasta conformarse en una artera banda con ramificaciones en el crimen, el robo y la represión.
Todos los compromisos que suscribieran en el pasado fueron desconocidos con tal premura y descaro que, sólo un año más tarde de que repudiaran la OTAN, con el natural fervor de los conversos arrepentidos pasaron a integrarla primero y a dirigirla después.
Solana, para entonces, ya había adjurado de todas aquellas caducas expresiones y trasnochadas consignas, obviamente superadas por las modernas circunstancias que se vivían en la “Europa del futuro”.
La roja bufanda de Javier fue donada a los damnificados de un huracán en el Caribe, y la señora que le hacía la limpieza heredó la chaqueta el día en que Solana tuvo que hacerle sitio en el armario a seis impecables trajes grises, todos dotados de sus irreprochables camisas blancas.
Había rasurado barbas y memorias mientras a codazos se afirmaba en el poder.
Su penúltima pirueta lo llevó a dirigir personalmente, como ministro de la guerra, esa alianza militar creada para supuestamente contener el ya inexistente Pacto de Varsovia.
Y así, a golpes de madurez y cordura, de escribir inspirados y amorosos desgarros existencialistas pasó a redactar partes de guerra, y de militante pacifista acabó convirtiéndose en jefe militar.
Terminado su mando, y para mejor aprovechar su vasta experiencia adquirida en pacíficas guerras y humanitarios bombardeos, fue nombrado asesor permanente de la banda y, desde entonces, recorre los hoteles del mundo dictando pomposas conferencias y huyéndole, como siempre, a los espejos que se atrevan a revivir su perdida vergüenza.
“La vida es dejarse llevar… yo no quería ir a ningún sitio y el viento me ha llevado” explicaba emocionado Javier Solana en su despedida como secretario general de la OTAN.
Veleidoso el viento que empujó a Solana…y Solana que se dejó empujar, primero a la trinchera de la utopía, después a esa baluarte en que la madurez, dicen algunos, y el viento, agregaría Solana, asienta sus realistas certezas en defensa de los verdaderos valores.
El viento fue sin duda responsable de que en agradecimiento a los servicios prestados se le nombrara Alto Representante de la Unión Europea para política Exterior y de Seguridad
En Copenhague todavía recuerdan sus alardes de bananera arrogancia paralizando el centro de la ciudad so pretexto de arreglarse unas gafas en una conocida tienda y no poder prescindir de su largo cortejo de coches y guardaespaldas, más seis motoristas daneses y más y más agentes cubiertos y encubiertos.
Para la historia dejó un largo prontuario de indecencias y algunos eufemismos, “daños colaterales” de su sabia, que no olvidarán nunca serbios, bosnios y croatas, tampoco iraquíes y palestinos, nadie que conserve la memoria.
Para que nada faltara en su legado, acaso empujada por el viento, la Fundación Carlomagno, la que rinde memoria de quien fuera Emperador de Occidente, que también entonces venía a ser el mundo, y coronado en Roma por el Papa León III, el mismo emperador al que su pueblo llamara “El Palurdo” por haber aprendido a leer tarde y no haber sabido nunca escribir, hijo de Pipino el Breve y nieto de Carlos Martel, martillo de herejes y de cristianos, que arrasó bizantinos, musulmanes, germanos y cuanto pueblo se encontró en su expansionista imperio, le otorgó a Don Javier Solana la Orden de Carlomagno “por sus servicios a la unidad y progreso de Europa y la promoción de la paz en el mundo”.
Era Don Solana Magno el IV, el cuarto español en recibir tan alta distinción luego de que ya la recibieran el rey Juan Carlos, Felipe González y Salvador de Madariaga.
Y el viento, seguro que fue el viento, agregó al nombramiento un pergamino, una medalla y cinco mil euros por encima, para que pueda el hombre comprarse otro maletín negro, un nuevo traje gris o resolver el problema de sus gafas.
El mismo viento que hoy, en el monasterio de Yuste, en Cáceres, le ha otorgado el premio europeo Carlos V, aquel emperador conocido como “Su Majestad Cesárea” cuyo prontuario criminal figura en todos los archivos, y que le ha sido entregado, para no ser menos, por el príncipe Felipe en compañía de dos González, la Sinde y el Felipe. El príncipe español ha definido a Solana como un “español universal y europeísta convencido” del que, ha asegurado, encarna los mejores valores europeos, incluyendo su “infatigable trabajo”.
Suerte que el viento de la historia dispone de desagües.

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