Otegi, condena improcedente

Arnaldo libre. Foto: EFE

Por Ramón Sola.

El juicio del «caso Bateragune» concluyó con Arnaldo Otegi ilustrando a la opinión pública española sobre el viraje del «trasatlántico» de la izquierda abertzale. La condena posterior insistió en restar credibilidad a ese nuevo rumbo, pero un mes después llegaba la prueba incontestable con la decisión de ETA. Ahora, las tornas han cambiado mucho: lo que está a debate público, en Euskal Herria y hasta en España, es si el trasatlántico estatal se mueve o sigue anclado.

Solo han pasado seis meses desde que se condenó a cinco destacados militantes de la izquierda abertzale, pero el eje del debate en la opinión pública ha cambiado radicalmente. Nadie en su sano juicio discute ya la sinceridad de la apuesta independentista por las vías políticas y democráticas, que fue la base del juicio del «caso Bateragune» celebrado entre junio y julio del año pasado. Y, por contra, es la posición del Estado y la capacidad del Gobierno del PP de encarar constructivamente este nuevo tiempo las que se ponen a prueba con el recurso que se verá el miércoles en el Supremo, solapado por otros litigios judiciales pendientes con extenso impacto (Sortu y «doctrina Parot»).

El debate de fondo está decantado en términos sociales y encarrilado también en el terreno de los argumentos jurídicos, pero la sentencia depende de otra cosa: la voluntad política del Gobierno de Mariano Rajoy. El análisis de este caso y algunos episodios recientes permiten establecer las siguientes claves:

Jurídicamente, el caso no tiene un pase. En realidad, tampoco lo tenía cuando se perpetraron las detenciones (octubre de 2009), dado que el Estado conocía perfectamente la apuesta por la política que iba tomando cuerpo en las reuniones de la sede de LAB de Donostia. Y mucho menos aún cuando se produjeron el juicio y la sentencia (verano-otoño de 2011), puesto que esa apuesta política ya había ganado el debate interno y se estaba desplegando a todos los niveles y cambiando el clima político y el social. No obstante, la acusación se basó en una cuestión de mera credibilidad: los peritos policiales, única base de la imputación, esgrimieron en la sala que en otras ocasiones anteriores ETA también había realizado lo que llamaron «parones o descansillos», para después retomar su acción armada.

La sentencia de setiembre hizo suya esta tesis. Esgrimió que el documento “Clarificando la fase política y la estrategia”, elaborado por algunos de los acusados y que lanzó el debate interno en la izquierda abertzale, «no excluye el ejercicio de la lucha armada ostentada por ETA, a la que relegan (solo formalmente) a un papel secundario y hábilmente solapado». Solo un mes después de este fallo, ETA anunciaba el cese definitivo de la lucha armada, poco después de que en Aiete Kofi Annan estrechara la mano de Rufi Etxeberria -significativamente también detenido en aquella redada de Igara-. Con ello, la interesada hipótesis de la Audiencia Nacional, tan cogida con hilos y tejida a destiempo, se quedaba de golpe vacía y vieja, muy vieja.

Este asunto es clave, toda vez que en el mal llamado «caso Bateragune» no aparece prueba directa alguna que ligue a los acusados con ETA, como admite la sentencia. La condena se basa forzosamente en lo que se denomina «prueba indiciaria», es decir, elementos menores e indirectos (indicios) que deben ser valorados a la luz de la realidad. A efectos dialécticos, quizás hasta se pueda dar por bueno que en la primera mitad de 2009, el periodo en que se centra la acusación, las intenciones de Otegi y los suyos les resultaran confusas a los tribunales españoles, pero ¿cómo seguir sosteniéndolo hoy, cuando su labor no solo se ha demostrado como verdadera sino además como efectiva, hasta el punto de que todo el mundo reconoce que ha abierto un nuevo tiempo?

Desde un punto de vista más técnico, procesal, anular la condena no sería ningún problema. Las defensas de los cinco militantes independentistas encarcelados argumentan en sus recursos que el tribunal liderado por la inefable Ángela Murillo cometió quiebras muy llamativas jurídicamente.

Una de ellas se refiere a la vulneración de la presunción de inocencia. La Audiencia Nacional admite que se basa en prueba indiciaria y expone en la sentencia cuáles son los criterios del Tribunal Constitucional para su valoración, pero sin embargo posteriormente se los salta a la torera, a la española. Y es que, obviamente, si los respetaba no cabía condena posible.

El llamado «principio acusatorio» también se lo llevó por delante la Sala Cuarta de la Audiencia Nacional (que, por cierto, en los últimos tiempos acumula un amplio catálogo de sentencias anuladas, entre ellas la que condenó al propio Arnaldo Otegi por el homenaje a Joxe Mari Sagardui, Gatza). ¿Por qué? Porque los cinco independentistas fueron condenados por hechos distintos de los que se les imputaban. La sentencia aceptó que no eran miembros del órgano de dirección denominado Bateragune, por lo que se les imputaba, pero les siguió condenando al «inventarse» otro organismo de dirección fantasmagórico, sin nombre y que no era objeto de juicio. Todo valía.

Más absurdo aún puede resultar que la condena de la Audiencia Nacional les encarcelara por «seguir órdenes de ETA» y al mismo tiempo señalara como «dirigentes» a dos de ellos: Arnaldo Otegi y Rafa Díez, condenados a diez años (a Sonia Jacinto, Arkaitz Rodríguez y Miren Zabaleta les impusieron ocho). Y en paralelo, otro sinsentido: la sentencia atribuye a ETA la ponencia alternativa “Mugarri”. Si los acusados eran miembros, e incluso dirigentes, de la organización, ¿por qué ETA iba a presentar una alternativa a su ponencia? Misterios de la Audiencia Nacional.

El capítulo de dislates jurídicos se cierra con las conocidas dudas sobre la parcialidad de la juez principal, a quien el Supremo ya corrigió por haber mostrado su hostilidad a Otegi en el juicio del «caso Gatza». Con todo esto, queda claro que el Supremo no tendría ningún problema el miércoles para encontrar argumentos con los que anular la sentencia de la Audiencia Nacional. Le sobran.

Pero es aquí donde entran en liza las conveniencias políticas. La pregunta es clara. ¿Se siente el Gobierno español en condiciones de liberar a Arnaldo Otegi y sus compañeros? ¿Qué le provoca más coste: que sigan entre rejas o que vuelvan a la calle? Probablemente habrá un debate en su seno. Por un lado, quienes piensen que gentes como Jesús Eguiguren (PSE) aciertan al decir que mantener en la cárcel a Otegi solo contribuye a «convertirle en un mito» y sepan bien que encarcelar a líderes disidentes siempre ha sido contraproducente a la larga en cualquier parte del planeta (Nelson Mandela y Fidel Castro son los ejemplos más conocidos, pero hay muchos), y más si es con un proceso tan ridículo. Pero por otro lado estarán quienes entiendan que son más peligrosos haciendo política en la calle y que, concretamente, la figura de Otegi puede resultar letal para sus intereses con unas elecciones al Parlamento de Gasteiz en ciernes.

Hasta el momento, el PP ha conseguido ponerle silenciador al asunto, pero cualquiera entiende que se trata de una bomba de relojería en la que la cuenta atrás empezó hace tiempo (hoy se cumplen 894 días de prisión), por lo que cuanto más tarde active el botón del «Stop» mayor será el escándalo.

Puestos en esta tesitura, quizás alguien plantee poner paños calientes a la cuestión: retrasar las excarcelaciones unos meses mediante una rebaja de la condena. La opción técnica existe. En los casos de Otegi y Díez, solo dejar de considerarles «dirigentes» supondría reducir las condenas de diez a seis años. En el juicio, varios peritos ya dejaron caer que consideraban que todos los acusados habían «colaborado» con ETA, cuestionando así el tipo de «pertenencia» que se les aplicó finalmente en la condena. Como se ve, más que un paño sería un apaño que no solucionaría el problema de fondo: una condena radicalmente injusta.

En esta valoración de costes políticos, el PP tiene más factores a introducir en la calculadora: en las próximas semanas el Tribunal Constitucional comenzará a dictaminar sobre recursos de la «doctrina Parot»; probablemente, en abril parirá la sentencia sobre Sortu y, a partir del 30 de ese mes, se abrirá en la Audiencia Nacional otro proceso político, ahora contra D3M y Askatasuna.

Lo lógico en este tiempo político y lo coherente para un Estado sólido sería que todas las decisiones fueran en una misma línea: cerrar el pasado y abrir el futuro. Pero seguramente en sus think tanks habrá aparecido también quien predique que es más prudente dar unas de cal y otras de arena.

Por otro lado, en este caso el orden de los factores influye en el producto. Si Sortu es legalizado por fin, como se prevé, en unas semanas, mantener la condena a quienes impulsaron esa apuesta supondría ya el colmo del absurdo. Aparentemente, por cuestión de plazo el «caso Bateragune» debía ser revisado después del de Sortu. Sin embargo, este sigue en el alero y el primero se ha acelerado, lo que deja claro que a la mano oculta que baraja todas estas cartas le interesa decidir primero sobre las cabezas visibles y luego sobre la apuesta de fondo.

Muchas hipótesis, por tanto, y solo una certeza: el Supremo hará lo que diga el Gobierno. Como prueba incontestable queda el desenlace reciente del proceso por torturas a Igor Portu y Mattin Sarasola. El caso sorprendió a los juristas, porque el TS hizo lo que nunca cabe hacer en un recurso de casación: entrar a revisar los hechos probados y no limitarse a analizar los fundamentos jurídicos. La razón primera es evidente: en caso contrario no podía anular la condena a los guardias civiles dictada en Gipuzkoa. Y la de fondo también: el Estado no podía soportar aparecer ante Europa como un régimen que tortura. Si el Supremo se desacreditó a sí mismo plegándose a ello, también lo hará ahora. Lo cual no resuelve la duda de fondo: ¿qué quiere hacer el PP? ¿Empezará a virar el trasatlántico patroneado ahora por Rajoy?

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