Os que comeram King Kong

Por Julio Rudman.

“Qué lindo es sentarse en la puerta de un bar y ver a Buenos Aires pasar y pasar”.

  Jorge Schussheim.
 En 1965 María Esther de Miguel publicó un libro de cuentos llamado “Los que comimos a Solís”. La escritora de Larroque, Entre Ríos, paisana de Alfredo Yabrán, no sabía que ese título se actualizaba según la época y sus circunstancias, parafraseando a Ortega y Gasset.
Es que Juan Díaz de Solís formaba parte de aquel intento de globalización “avant la lettre” que tuvo a España como principal, pero no único, protagonista. Llegó a estas costas rioplatenses y no le fue muy bien. La Historia dice que el 20 de enero de 1516 se lo comieron los aborígenes. En una primera versión el banquete les fue atribuído a los charrúas, pero éstos no contemplaban la carne de bípedo en su dieta. Parece que los guaraníes sí. Fue en Punta Gorda, Uruguay, y no se sabe si el nombre del paraje es una alusión subliminal a cierta característica anatómica del morfado o ya venía, premonitoriamente, de antes. Antropófagos somos desde entonces, aunque hemos encontrado formas más sutiles de deglutirnos. El neoliberalismo es el método inventado por el tardocapitalismo para que la timba financiera trasnacional se coma pueblos enteros y luego vomite recetas presuntamente paliativas.
Pero dejemos en paz al costillar de Solís y veamos con algún detalle (sin sobredosis porque se me terminó el Reliveran) qué pasa por estas playas del siglo XXI.
La macrocefalia nacional tiene en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un ejemplo extraordinario. “Tiene el tango tan sentido de Pichuco y de Piazzolla”, canta Eladia Blázquez. Pero también tiene al medio pelo argentino. No quiero irme por las ramas. Si el peronismo es esa “persistencia argentina”, como dice Feinmann, su contracara, el gorilismo, también lo es. Marca nacional, como el dulce de leche, el tango, los desaparecidos y la mazamorra, el gorila nació de parto natural cerca de 1955 y se reproduce con una virulencia y empecinamiento dignos de mejor causa. Concentrados mayoritariamente, en correspondencia con el mapa demográfico argentino, en los barrios porteños, el gorila adapta sus reacciones a las necesidades de su bolsillo, su cuenta bancaria o sus mejoras en el country. Es capaz de enardecerse por el piquete que hacen los habitantes de la Villa 31, en Retiro, reclamando por el cumplimiento de la promesa de transporte escolar y, a la vez, dejar pasar un aumento tarifario del 127% en el subterráneo sin una sola manifestación de protesta. Puede soportar que el Gerente de Gobierno construya su triunfo electoral pegándole a las personas en situación de calle o difamando a su adversario con mentiras flagrantes. Considera pícaro al que repite lo que un funcionario subalterno le dice al oído ante las preguntas periodísticas y lo premia con una catarata de votos. ¿Por qué? No creo que haya una sola explicación, pero la dieta del porteño tiene una importancia mayúscula, sospecho.
Los últimos estudios gastronómicos demostrarían que la reiterada ingesta de estos primates herbívoros, los gorilas, se entiende, produce una reacción químico-ideológica similar al embrutecimiento. No ven, ni oyen a sus semejantes. Creen que son el ombligo de la patria, llenan los restaurantes, cambian de modelo de auto con más frecuencia, cuidan su quintita cual si fuese el Santo Grial. Como efecto colateral, los psicólogos han interpretado (para eso laburan, después de todo) que se desarrolla una conducta muy parecida a la hipocresía, lo que explicaría que los mismos que reeligieron al badulaque, reeligieran también a la Morocha. Es que saben que el rumbo les permite darse esos lujos.
Sé que las generalizaciones son odiosas, caprichosas y peligrosas. Por eso, precisamente, excluyo de esta pequeña diatriba texticular a quienes se levantan cada mañana con la sonrisa de sus hijos puesta, con el canto de los artistas populares acompañándolos al trabajo, con la piel de su ser amado perfumándoles el día, con la verdad, la memoria y la justicia en la solapa. En fin, con la dieta dulce y nutritiva de la búsqueda. Siempre la busqueda, esa inalcanzable.

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