O Generalíssimo Máximo Gómez

Por Jesús Méndez Jiminián.

A un martiano de toda la vida: Armando Hart Dávalos.

Noviembre es un mes cargado de hechos históricos para los dominicanos. Sin embargo, pocos tienen presente que, también noviembre es el mes del natalicio de uno de los más ilustres y ejemplares hijos de esta tierra, y de Cuba: Máximo Gómez Báez.

Aunque la fecha de nacimiento de Gómez es incierta en cuanto al día, no lo es en lo que al mes concierne. Probablemente, la más convenida es el 18 de noviembre de 1836, momentos en que nuestro territorio tenía ya más de una década de ocupación militar haitiana.

Las fieras luchas por la independencia de nuestro país, son vistas por Máximo Gómez desde su natal Baní, tanto en su niñez como en algunos de sus años juveniles, parte de los cuales, los consagraría el preclaro banilejo en integrarse a la faena militar, primero acudiendo al llamamiento de la Patria, en 1855, para enfrentar la amenaza haitiana; y segundo, como soldado de Santana, dentro de la milicia española durante la fatídica Anexión de nuestro pueblo, iniciada en marzo de 1861.

Después de participar en algunos combates junto a las tropas españolas contra los bravos soldados restauradores, Gómez, finalmente se embarca para Cuba el 11 de julio de 1865 dejando atrás su lar nativo, sus amores juveniles con mujeres a las que les prometía y no le daba matrimonio, recuerdos, y hasta hijos; y desde luego, con la nostalgia de un adiós a media voz. Él recordaría esos turbios sucesos en los que participara, como soldado español, como un amargo trago de la historia para los hombres de su estirpe, que mañana algunos patrioteros, de seguro le sacarán en cara. Pero él es autocrítico, y lo hace saber, sin ambages ni medias tintas, en sus memorias, años después.

Memorable para él sería aquel 13 de julio de 1865, en que por primera vez, pisa tierra cubana. No sabe todavía el doloroso y difícil trance que la vida le tenía: las duras jornadas por sobrevivir, y sobre todo, por reivindicarse con la Historia. “Decepción, ingratitud, desengaño, una experiencia violentamente hostil lo sume en cavilaciones profundas que redefinen su pensamiento y reencauzan su vida”.
¿Qué conmovería grandemente a Gómez, en Cuba, como soldado al servicio de España?

Su visita un día a un ingenio cubano, le lleva a presenciar una escena desgarradora. Gómez la describe con estas palabras:

“Con un látigo, el capataz descarga su furia en las espaldas de un esclavo atado a un poste en el batey, infame hábitat de una andrajosa y hambrienta población negra hacinada en sucios barracones (…) castigada como bestias por los mayorales”.

El mismo Gómez nos cuenta en sus memorias aquel dramático episodio, que luego meditando, lo convertirá por esos azares de la historia, en uno de los revolucionarios más destacados y fieros de las guerras de independencia de Cuba:

“No pude dormir en toda aquella noche –dice-, me parecía que era aquel negro uno de los muchos a quienes aprendí a amar y a respetar al lado de mis padres (…) Yo fui a la guerra llevando aquellos recuerdos en el alma, a pelear por la libertad del negro esclavo. Luego fui comprendiendo que también lo hacía para justificar el deseo de la independencia de los cubanos, puede llamarse la esclavitud blanca. Uní en mi voluntad las dos ideas y a ellas consagré mis fuerzas”.

Convencido de sus pasos, después de duros avatares en suelo cubano, el nombre de Máximo Gómez comienza a sonar como desertor en las tropas españolas; vinculado a conspiradores de primera fila entre los que figuraban: Carlos Manuel de Céspedes, Bartolomé Masó, Tomás Estrada Palma, Ignacio Agramonte, Salvador Cisneros Betancourt, Enrique José Varona, entre otros, Gómez entraría en acción.

De los vínculos de Gómez con los revolucionarios cubanos en los años de las postrimerías de los 60 del siglo XIX, el 10 de octubre de 1868, en el ingenio de La Damajagua, Carlos Manuel de Céspedes lanza el grito de independencia y, toma como medida trascendental la liberación de los esclavos de su ingenio.

La Revolución de Yara está en marcha al grito de “¡Viva Cuba Libre!”. El espíritu de lucha de los revolucionarios entusiasma a Gómez, que se ve arrastrado a cerrar filas con ellos, y el 20 de octubre toman la ciudad de Bayamo e instalan el cuartel general de la Revolución.

Gómez, enviado por Céspedes hasta Jiguaní, entrega al líder revolucionario de allí, Donato Mármol, la encomienda del Jefe de la Revolución; Gómez se convierte en emisario de confianza, y luego va ganando méritos hasta alcanzar en recios combates, jerarquía militar en base a su inventiva y audacia sin límites.

“El carismático dominicano, con su estilo de mando singular y magnetismo avasallante, sorprende a cubanos y españoles por la acometividad con que enfrenta al enemigo, su verticalidad y osadía, la firme determinación que destella en sus fulgurantes ojos, en la mirada penetrante, dominadora”.

En las distintas llanuras y desfiladeros en los que enfrentó a los españoles, vadeando ríos crecidos, por cañadas cubiertas de lodo, con la pertinaz lluvia sobre él y los suyos o bajo el candente sol que brilla en Cuba, Gómez se cubrió de gloria y fama. En la manigua cubana, además, padeció el peligro, los sufrimientos y las privaciones más abominables para un ser humano. Al grito de ¡Al machete! lideró sus tropas; las que le asignaron los jefes revolucionarios, en las primeras decisiones que tomaron.

El heroísmo de Gómez fue puesto de manifiesto en batallas como: Palo Seco, El Naranjo, La Sacra, Mojacasabe y Las Guásimas, para sólo citar algunas. “Y, en las postrimerías de la guerra – que dura diez años, (1868-1878)-, dejar iniciado el sueño de ampliar el ámbito geográfico hacia Occidente, trasponiendo la trocha militar de Júcaro a Marón para invadir Las Villas”.

A su mujer Manana, Bernarda Toro Pelegrín, Gómez quedaría unido en un matrimonio más que civil, militar, celebrado en las montañas de Jiguaní, que lo convertirá no ya en jefe de tropas solamente, sino en cabeza de familia también. Esta gran compañera cubana, le sería fiel a Gómez “en las buenas y en las malas” a través de toda su vida; y con él pasaría miseria, hambre, soledad y cuantas cosas más la vida le daría en sucesivos años.

Lo cierto es, que muchos amigos de Gómez y familiares cercanos de su mujer, caerían en combate en aquellos años difíciles y cruentos de la historia de Cuba.

El fin de aquella guerra llegó. Los revolucionarios vieron venir abajo sus esperanzas ante unos soldados españoles mejor armados y alimentados. Y también, más tecnificados y numerosos. Pero, en el duro batallar de Gómez, nuevas tácticas guerreras fueron empleadas por él en aquella lucha desigual y fratricida: la política de tierra arrasada o campaña de la tea, aprendida en las luchas restauradoras, en suelo dominicano.

“El gobierno español –decía Gómez- nos ha jurado guerra de exterminio, pues bien, guerra de exterminio le haremos nosotros también, sin piedad y sin cuartel… fuego por fuego, sangre por sangre; la tea en una mano y el rifle en la otra: ese será el resumen de mi política”.

Con cuarenta y dos años de vida a cuesta, ¡y de amarguras y sufrimientos!, Gómez empieza a tejer ahora los hilos de la realidad, la dura realidad. Dice antes de partir al exilio: “¡Adiós, Cuba: Cuenta siempre conmigo, mientras respire –guarda las cenizas de mi madre y de mis hijos- y siempre te amaré y serviré!”. Eso es a finales de 1878. Su próximo destino será Jamaica y, desde allí hacia Honduras, después de dejar a su familia en Kingston.
Comienza el largo periplo del peregrino. Busca amigos y compañeros de lucha. La miseria persigue a todos lados al guerrero valeroso. Pero:

“En la pobreza y el desaliento están también sus compañeros de lucha tras el fracaso de la Guerra Chiquita de Calixto García, una expedición apurada que no encuentra apoyo interno, tal como Gómez vaticinó. Alienta y trata de ayudar en lo que puede. A Maceo lo enrola en el nidal de los separatistas protegidos por el Presidente Soto”, quien lo había mandado a buscar con un amigo común a Jamaica.

Gómez, viaja por varias naciones. En Nueva York, se encuentra con el nido clave de la lucha por la independencia de Cuba. Allí llega en 1884 y, conoce al joven revolucionario José Julián Martí y Pérez. Tras el encuentro o, ¿el desencuentro? con Martí, a Gómez:

“Las contrariedades lo ponen de mal humor, y, en ese estado, su natural brusco se acentúa. Se pasea encolerizado por la habitación (…) Antonio Maceo trata en vano de calmarlo…

(…) Cuando el Maestro aventura algunas ideas de lo que hará, Gómez lo interrumpe en tono cortante: ´Vea, Martí –le dice-, limítese usted a lo que digan las instrucciones (…)´ el viejo asume la guerra de Cuba como propiedad suya”.

Martí le hace entrar en razón. Después de años y desventuras, Gómez y Martí, se reunirían nuevamente, en 1892. Ya Martí es más Martí, y Gómez es el General. Martí es el revolucionario consumado, de temple, frío y calculador; ha construido el instrumento político para viabilizar el proyecto revolucionario anhelado: La Revolución de Cuba.

No en vano viene el Maestro y encuentra al General Gómez, en Monte Cristi. Hasta acá viene Martí a hacerle saber los planes nuevos, para que lo ayude en la redención de su patria, “sin más remuneración que la ingratitud probable de los hombres”.

La historia unió aquí, en República Dominicana, a Gómez y a Martí nuevamente, y para siempre… Martí caería en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895. Gómez le haría honor a su promesa de vencer o morir para bien de la libertad de su amada Cuba años más tarde. Él viviría desde aquel fatídico día en que conoció la dura y cruel esclavitud, hasta su muerte en 1905, por los latidos de aquella a quien hizo su patria: su amada Cuba.

Santiago de los Caballeros, Rep. Dom.
Noviembre, 2011

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