Miseria y grandeza del fútbol profesional

Reflexionando cuando un grupo de uruguayos en 18 de Julio tocó bocinas y festejó la derrota de Argentina ante Alemania.

Por Gonzalo Abella.

Como ya dije, disfruto del futbol sin complejos. No es un deporte más: es un arte colectivo donde la improvisación de a uno, de a dos, o de a seis, debe interpretar o superar las instrucciones del técnico, ya que mil variables imprevisibles entran a jugar a la hora concreta de la verdad. Y pueden cambiar a cada momento.

Las grandes potencias y los monopolios no han podido destruir la belleza del fútbol y siempre hay resquicios por donde los humildes aparecen. Supongo que en las próximas décadas será el fútbol africano, más que el asiático, el que llegue a destaques importantes.

La televisación directa ha restringido el poder de la FIFA para influir en los arbitrajes. El protocolo ceremonial anterior a cada encuentro es muy hermoso; evoca el espíritu olímpico precristiano y tiene algo de los torneos caballerescos medievales.

La creatividad de los espectadores nos regala en cada mundial un carnaval de fantasías en ropas, cuerpos, carteles y sonidos. En la coexistencia multicolor de las tribunas uno puede hasta crearse la ilusión de una paz universal, y algo de ese mensaje impregna por un momento el alma del observador atento. En la estructura multiétnica de muchos equipos mundialistas, en los abrazos, uno puede soñar que el racismo es cosa del pasado.

Afuera el lobo Obama y su jauría siguen haciendo de las suyas y hay niños durmiendo en la calle y en la basura.,

Y en el fútbol mismo hay un primer problema evidente: se acabó el acceso democrático de los jóvenes más pobres a los equipos de primer nivel. La exigencia de un estado físico excepcional para ser competitivo impide el surgimiento de un nuevo Maradona o de un Garrincha. Las nuevas dinastías de excluidos sociales, mayoritarias en el tercer mundo, ya no tienen en este deporte un mecanismo de ascenso social, aunque aún no lo hayan advertido. Aún alimentándose lo suficiente, no se alimentan con lo adecuado, ni desarrollan su físico como se requiere, ni se familiarizan con el calzado, ni con la ropa, ni con el campo de juego adecuados. Si los inmigrantes en el Primer Mundo, o los discriminados racialmente allí, aún pueden ascender, en cambio para la inmensa mayoría de los excluidos del planeta el fútbol ya no lo permite.

Hay un segundo problema. Los países pobres no pueden retener sus buenos jugadores. Su pueblo deberá resignarse a verlos vía satélite por TV. Las entradas a los estadios de primer nivel son prohibitivas; una vez más la TV es el consuelo para esta frustración.

Hay un tercer problema. Las clases dominantes utilizan el fútbol como distractor masivo para sus más crueles manejos. El fútbol les sirve como “opio del pueblo” mientras se planifican despidos masivos o mazazos de carestía.

Hay un cuarto problema. Las clases dominantes y sus “media” manipulan los sentimientos populares para crear enemistades entre pueblos vecinos, para así dividirlos y controlarlos mejor.

No podemos enfrentarnos al fútbol. Si lo negamos, nos aislamos. Desde el fútbol infantil y barrial hasta los mundiales, el fútbol es un frente de lucha de clases, o sea, un lugar de militancia. La lucha de clases no se expresa allí casi nunca en el resultado en goles, sino en la siembra de actitudes reflexivas contra los irracionalismos chovinistas. Frente al jugador estrella, modelo en ropa de moda, posando con mujeres hermosas, anunciado hamburguesas o marcas de zapatos, está la posibilidad de un equipo cohesionado que con humildad hunda a aquél en el ridículo que merece. Porque el astro comprado cae inevitablemente en el individualismo y olvida la necesaria creatividad colectiva.

Pero ¡honor al talento, venga de donde venga!

Cuando en una jugada de área un jugador se zambulle de cabeza entre un bosque de piernas, arriesgando un porrazo, debo aplaudir el coraje.

Cuando un juego de cintura engaña a un defensor y un enganche hace pasar de largo a un rival, cuando un disparo va al ángulo perfecto, o cuando la estirada felina de un portero evita un gol seguro, tengo derecho a disfrutarlo.

Lo ovaciono si es de los míos, pero tengo el deber de reconocerlo en voz alta si es de los rivales. La felicidad del triunfo es sana, pero la ridiculización del derrotado es cobardía. Una tristeza por la derrota que dure más de diez minutos es enfermiza, porque es la prueba de que el fútbol es para mí en realidad apenas un ocultamiento de mis frustraciones personales.

La derrota del efecto manipulador de las clases dominantes comienza por mí mismo. Sigue por la organización del fútbol barrial y el de nuestros hijos y nietos, donde debo ayudar a recuperar la alegría de la sana competencia, la igualdad de género y la fraternidad de todos. El fútbol infantil en muchos de nuestros países es la red social más extendida.

Y en los encuentros internacionales, la previa es el pretexto para conocer más sobre el otro, sus sueños y la belleza del pueblo y del país del cual proviene.

No se odia lo que se conoce. Esa es la gran lección que nos dio Obdulio Varela, campeón del mundo en el cincuenta: dejó la concentración campeona y se fue a tomar cachaça con los brasileños tristes de los barrios humildes, en ese Río mágico que no había visitado antes. Lo hizo confiado en que nadie lo reconocería. No había TV y así fue.

El internacionalismo me autoriza a pintar mi cara con los colores nacionales, pero me obliga a decirle a los otros y principalmente a los míos, que el deporte es sólo deporte y que tenemos en común con “los de enfrente” el impostergable asalto del cielo. Que los verdaderos adversarios no están en los que se pintan otros colores en el rostro sino en los oligarcas pintados como nosotros y como ellos. Y que los pueblos nos necesitamos mutuamente para barrer al imperialismo. Nos va la supervivencia en ello.

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