Cadáver eloqüente

Por Koldo Campos Sagaseta.

Cuando el mes de junio pasado Rafaela Rueda Contreras subió al estrado del tribunal de justicia para declarar contra su marido, al que acusaba de haberla insultado, amenazado con una escopeta de caza y agredido, no fue convincente.

Así lo determinó  el titular del Juzgado de lo Penal 6 de Granada, en el Estado español, que absolvió al acusado por la  “insuficiente credibilidad” que a su juicio desprendía el testimonio de la mujer.

En su sentencia, el juez Ernesto Carlos Manzano determinó que un hematoma en el brazo de Rafaela Rueda, cuyo origen no había quedado “suficientemente esclarecido” no podía ser causa de condena de J.H.F. de 67 años, “con independencia del escaso grado de credibilidad” que había aportado la demandante.

Y eso no era todo. Su señoría también destacó en la sentencia las “significativas contradicciones e incoherencias” de Rafaela Rueda. Si en la denuncia la mujer achacaba a los celos la agresión de su marido, que ya le había advertido que “si no sería para él no sería para nadie”, en el juicio atribuyó la misma a su interés por echarla de su casa. Al juez Manzano también le llamó la atención que la denunciante “paradójicamente, continuó habitando la vivienda después de la supuesta agresión”.

A juzgar por la sentencia y al margen de las citadas observaciones, lo que más pesó en el convencimiento del juez del “escaso grado de credibilidad” de Rafaela Rueda, fue su “excesiva parquedad y escasísima pasión y grado de convicción”.

Ignoro si Rafaela también había sido adiestrada en el silencio, si desde niña había aprendido a tolerar abusos y agresiones, si aquel pobre hematoma que presentara en el juicio como prueba había sido el primero, si también había escuchado los paternales llamados a la prudencia, si alguna vez un cura le había recordado la virtud del perdón y del arrepentimiento, si tenía donde ir… En cualquier caso, sus alegatos en defensa de su amenazada vida al juez le parecieron excesivamente parcos, muy poco convincentes. Rafaela ni siquiera había demostrado pasión en su denuncia.

Días más tarde de que el juez Manzano absolviera al acusado, Rafaela era asesinada a golpes de azada, presuntamente, por su marido, otra vez detenido y a la espera de juicio, ya no por amenazas contra una mujer parca y poco apasionada y convincente, sino por asesinato de un elocuente cadáver.

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