Burrocracia mendocina

Por Julio Rudman.

“Paso a detallar a continuación
 el sucinto informe que usted demandó”
                                            Víctor Heredia
En la película “The Full Monty” (1977, Peter Cattaneo) hay una escena que parece filmada en la Dirección de Rentas de Mendoza y no en un pub inglés. Mientras chupan cervezas y alcoholes varios los parroquianos se lamentan acerca de la desocupación reinante, la degradación moral y la explotación a la que son sometidos los que todavía conservan el laburo. En síntesis, padecen neoliberalismo, versión Thatcher. Uno de ellos, en silla de ruedas, cuenta que viajó a la gruta de Lourdes, en Francia, en busca del milagro que le devuelva la capacidad de caminar por sus propios medios. Es sumergido en las aguas, supuestamente benéficas, y al salir comprueba que las ruedas de la silla están relucientes, nuevas. La carcajada de sus compañeros de drinks no hace más que confirmar el absurdo: discapacitado era el vehículo y no el pobre tipo.
Te dejo pensando, bombón, y me vuelvo a casa. Mientras tomo el café número no sé cuánto, trato de ordenar lo que quiero contarte. Aparentemente, es un asunto patrimonial, pero no te confundas. Detrás de la apariencia asoma el monstruo de la discriminación.
Alguna vez fui un pequeño empresario del rubro de accesorios médicos y hospitalarios. El menemato y, en cierto porcentaje, mi propia miopía me dejaron al borde del colapso. Fin de una época que recuerdo con hiel. En 1993 compré un Peugeot 504, con esos planes tan “generosos” de cien mil cuotas. Cuando, en el 97 lo cancelé, inicié el trámite para ser eximido del pago del Impuesto al Automotor, invocando mi condición de discapacitado motriz permanente. Cumplidos todos los requisitos que exigía el Código Fiscal recibí la buena noticia.
El 27 de diciembre de 2001 (no sé si te suena la fecha) me afanaron el auto, estacionado en la esquina de Belgrano y Gutiérrez de la Ciudad, a las 10 de la mañana aproximadamente. Aunque ofrecí testigos del infausto momento, la Policía mendocina hizo lo mejor que le enseñaron a hacer. No investigó. El asunto tuvo olor a zona liberada. La hago corta. Sucinta, como pide Víctor. Con la poca guita en el corralito del perverso Domingo Cavallo, logré comprar un Duna diesel, modelo 96.
Fue surrealista. Marzo de 2002. Pagué con papeles pintados: Petrom, Lecop y poco, muy poco, poquito, poquitito dinero prehistórico. Y aquí comienza mi sospecha de que el fantasma de Kafka me hace travesuras. Cuando quiero darle de baja al vehículo esfumado y reemplazarlo por el Dunita, la funcionaria me dice que ya tengo un auto con la exención  (se puede tener uno solo con el beneficio). Y yo, que no. Que no está más, que se lo jugaron al truco entre los chorros, algún desarmadero y la cana. En síntesis, hice juicio y lo gané. Me dicen las trabajadoras de la Dirección de Rentas que ese fue un “leading case” que, traducido del pirata al castellano, quiere decir caso líder. Y que instauró, dicen, el “principio de continuidad”. Efectivamente, en marzo de 2005, vendí el fiel Dunita y compré un Gol Power, cero kilómetro. Ya estaba Néstor y el país empezaba a parecerse a un país. El trámite de baja de uno y alta del otro fue simple, ágil y sin contratiempo alguno. Claro, yo era el mismo, el que cambiaba era el automotor. Eso, precisamente, quiere decir continuidad. Pero aquí se complica el cuentito. Todos los años sucesivos fueron una meseta. Rentas me enviaba el boleto con saldo a pagar, en cero. Como soy un periodista cooptado por el kirchnerismo y, además (o por eso) un boludo, pude cambiar el vehículo, otra vez, en agosto de 2011. Yo no sabía que, en el interín, algún “genio” decidió modificar el Código Fiscal. Seguramente no le cerraban las cuentas, como dicen ciertos gerentes, y decidió manotear donde no debía. Me protege el Artículo 264, inciso d, del Código Fiscal, modificado por la Resolución General 15/08, a su vez modificado según copio (así son de sencillos estos tipos, tal vez para marearnos y meternos sus pezuñas en el bolsillo):
Art. 2º ” Modifiquese el art. 3º punto 3 de la Resolución Gral. Nº 15/8 por el siguiente: “El automotor o cuatriciclo por el que se solicita el beneficio, deberá encontrarse con las obligaciones vencidas hasta la fecha de iniciación del expediente canceladas o regularizadas; situación que será acreditada al momento de la presentación con el certificado de libre deuda o estado de cuenta según corresponda”.
El artículo pide que el tutú nuevo, okaeme, no tenga deuda. Hasta donde yo entiendo un vehículo que sale de fábrica, una agencia o concesionaria sale, casi por definición, sin deuda. Sólo Batman, si Robin no lo distrae con alguna de sus boludeces, puede volar desde la concesionaria hasta Rentas y presentar los papeles. Porque sucede (y si sucede conviene, dice el chanta de Ravi Shankar) que los chicos recaudatorios son rápidos para los mandados y mandan el boleto del impuesto apenas a una semana de que uno tiene el chiche en casa. Ni Kafka en “El proceso” logró hazaña parecida. Esa norma es sólo aplicable a quien inicia el trámite por primera vez y sobre un automóvil usado que, efectivamente, puede tener alguna deuda del anterior titular. Es que quienes tenemos un derecho adquirido seguimos siendo los discapacitados y no el vehículo, como en aquella escena de la película con que comencé a confundirte, morocha.
Según la nueva normativa, entonces, debo pagar para, luego, demostrar que no debo pagar. Un amigo abogado en retiro efectivo me recordó que eso es un invento de los romanos y se llama “solve et repete” (no sea mal pensada, mi amor. No es una propuesta porno). Debo poner la guita y sentarme a esperar a Godot que, como el tío Samuel lo dijo, no llega nunca. Después de solicitar asesoramiento en un club surrealista, comprendí. Esa legislación, vorazmente recaudatoria, es una rémora del menemato. Es más, tengo que volver a presentar certificados médicos que acrediten lo que ya está acreditado. (Claro, luego de pasar por Caja.) Tan acreditado está que, en octubre de 2009, inicié el camino burocrático ante ANSES para obtener el retiro por discapacidad. La trayectoria fue normal. Me sometí  a una Junta Médica y en febrero de 2010 ya cobré mis primeras mínimas. El médico que me recibió y revisó confesó que no conocía mi patología (no, bombón, no se refería a mi comunismo hormonal, sino a la artrogriphosis congénita). Es decir, una institución  pública nacional otorga un beneficio y una provincial, en la misma situación, lo entorpece. El expediente N° 13989 – R – 2011 ámbito 01134 está detenido en el 1° Piso de la repartición burrocrática desde marzo del año en curso, custodiado celosamente por la Sra. Paratrássssssss (probablemente inspirada en el personaje de Gasalla)
Hasta aquí los hechos, como dicen los leguleyos.
Estoy dispuesto a bancarme una medida que me moleste, perjudique o considere injusta. El mal llamado “cepo al dólar”, por ejemplo. Sé que por cada uno de los argentinos jodidos habrá una inmensa mayoría que se verá protegida. Pero lo irracional me subleva. Hasta donde mi cerebro me carbura entiendo que el beneficio se nos da (de aquí en adelante me paso al plural, porque “somos mucho más que dos” las víctimas de la genialidad) a los seres humanos en esas condiciones, independientemente del vehículo de que se trate. Si no, ¿cómo se explica que, luego de la modificación del Código, en 2008, nos siguieran llegando las boletas del Impuesto al Automotor sin costo alguno? Salvo que todos estemos condenados a no comprar autos nuevos, en castigo por ser discapacitados. Sería una curiosa manera de aplicar neoliberalismo explícito.
No me arrepiento de haber votado a este gobierno, el provincial, (después de tomar un antiemético cada ocho horas durante una semana) por su alineamiento con el rumbo nacional y porque hay buena gente gestionando. Además de la otra, claro. Por eso pido que este reclamo no sea utilizado para montar una opereta política por algún pícaro, de esos que abundan por estos días. Sí quiero, exijo, que se corrija esta burrada. Es, apenas, un gesto de moral equitativa. O eso pretende ser.
Imagen: Catrela.

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